Déjame entrar.

Si puedes chilla. Intenta chillar, aunque no puedas. Grita, Dios, chilla. Seguro que alguien te escucha. Y si alguien te escucha, piensa si quieres que te escuche. Pero recuerda que si chillas es por algo. Porque lo necesitas de verdad. Viendo Déjame entrar sentí envidia de la necesidad de sacar a relucir los más bajos instintos. Todos hemos deseado que determinada gente, determinada chusma, determinados impresentables estén muertos. Y muertas, que diría la ministra de Igualdad. Pues eso, que no veo mal que alguien desee en su interior que un hijoputa esté muerto. Lo demás son milongas.
No se trata de amistad, se trata de algo más. Lo que sufre el pequeño Oskar en esta peli, y que Eli le permite superar es lo de tantas veces: que lo que encuentras, sea normal o no, te abre los ojos (a veces las venas), te hace observar la sangre de verdad (y disfrutar viéndolo), te hace sentir el hielo congelado fuera de un Bombay, te hace observar los celos glaciales. Y todo lo demás. Que dejes entrar en tu vida una idea, es cosa tuya. Pero es bueno que nos recuerden, aunque sea sólo de vez en cuando, que a cada cerdo le toca su San Martín. Y punto.