miércoles, 5 de diciembre de 2012

Boss. Segunda temporada.

Nada como empezar a trabajar como para dejar de hacer lo habitual, lo cotidiano. Y eso da rabia. Me ha pasado, la rabia (esta vez no contra la máquina) y la segunda temporada de Boss. Y luego, a mitad de nada, te enteras que lo jubilan y mientras nos tenemos que comer a botellas y cámaras, pero es lo que hay. El alcalde Kane es un señor cabrón. Esas seis letras y esa tilde lo dicen todo. Cabrón. Sin escrúpulos, temblecoso, hiperhijoputa, manipulador y cualquier palabra que se te pase por la cabeza. Incide en lo de siempre, aunque ya no sorprende, porque los políticos son así. Ya lo vimos en la quinta de The Wire. Son patatas a 180 grados que cuando intentas tocar te trastocan los dedos y el alma. Sobre todo, el alma. Da igual la sangre (la reconocida y no reconocida). Se aprovecha de la amistad, del matrimonio, de la paternidad, de cuestión racial y de cualquier resorte que esté a su alcance. El señor Kane, primero; todo lo demás, después. Una lástima que se nos acabe este inventillo de Boss, que no hay nada como una ciudad como esa. Chicago da para eso y para mucho más. Y, al día de hoy, no sorprende que las ciudades importantes estén al borde la intervención, de que se junte pasión y política, y, sobre todo, que al público, al espectador de turno, al sufrido sufridor, a todos y cada uno, intenten jodernos. Para eso está el señor alcalde de turno. Y todo lo demás.

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