Cuando dice de torcerse todo, se tuerce. Lo que parecía un triunfo nazi rápido a mitad de la Segunda Guerra Mundial se fue a tomar viento fresco. Te destroza el autobús y te llevan al tanatorio, que diría
David de Jorge. Algo así pasa con
Hijos del Tercer Reich. Lo que parece la despedida de unos amigos al principio de la serie, una despedida corta, se convierte en un hasta no se sabe cuándo. O nunca. Como la jodida vida, pasar de la felicidad a la tortura en un puto minuto. Pero los mismos que ríen las quenelles de turno en el siglo XXI son los que se ponen las manos en la cabeza con lo que pasó en media Europa. Y todo lo demás.
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