sábado, 19 de abril de 2014

El ala oeste de la Casa Blanca. Sexta temporada.

Muerte, enfermedad, sucesión, primarias. Con 4 palabras se puede empezar a hablar de la sexta temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. La muerte, herencia de la quinta, en tierras propias y ajenas, pero para un gringo cualquier tierra es propia. Los sucesos en Israel, marcan, otra vez, desde el principio, unas relaciones demasiado frágiles. Hay que preguntarse el motivo de que Dios eligiese a ese pueblo, precisamente a ese pueblo. Dios, que ojito tuviste. Camp David y todo lo demás, todo en plan muy Bill Clinton. ¿Pero si cuatro de cada cinco quieren darle un sustito a los integristas a cuento de qué el presi pone el freno de mano? Hay que hablar con los palestinos para entenderlos, como a los saharauis, como a tantos otros. Enfermedad colateral y propia, en mano propia, dentro y fuera y aviones, de por vida y rompe corazones. Y el momento de decir adiós a tu mano derecha, a la mano que controla los misiles y bebía como si no hubiese mañana, al controlador. Pero el medio tiempo es lo más difícil, si no que se lo digan a Lapido. Demasiado Shakespeare, digamos. Y los cambios, tipos que han trabajado día y noche durante 7 años ven cambiar sus puestos: adiós, ascensos, devaluaciones, jodiendas con vistas a la bahía. Y peleas. Peleas clásicas y peleas de palabra, puño contra puño entre quien no sabe utilizarlos. Y banderas equivocadas, en mitad de la sucesión. Elecciones difíciles, tipos sin talento y la capacidad de elegir, ese momento que cambia la vida de las personas y el país, aunque en Yankilandia eso supone dinero, donantes y contactos. Como en la quinta de The Wire, en la sexta de El ala oeste de la Casa Blanca sale lo peor de la política y la prensa: mentiras repetidas hasta la saciedad convertidas en realidades. La imagen de la familia, las pastillas que toma la parienta y el concepto racial de la elección. Negros y latinos marcan estados como California, Tejas con jota y Florida, y ese hecho es innegable. Que se lo digan a Obama, la elección más racista de la historia de Gringolandia. Y la tradición y el orden de los estados, y todas esas mierdas que tanto gustan en Norteamérica. En fin, que los lloricas melancólicos dirán que tito Aaron no hubiera perpetrado un final así, pero no sé que decir. Y todo lo demás.

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