martes, 9 de agosto de 2016
En el café de la juventud perdida
¿Nos eligen los cafés a nosotros? ¿Somos nosotros los que elegimos los bares? Una difícil pregunta de múltiples respuestas en ambos casos. Es difícil olvidar la clientela de un café cuando te haces asiduo. Cada uno, con sus gestos, sus ademanes, sus frases hechas, sus perfumes, sus libros, sus diarios bajo el brazo, su paraguas, sus tantas cosas. Lo más importante, la defensa del libro. ¿Cómo no respetar a alguien que bebe en plan piraña y lleva siempre un libro de Miguel Sánchez-Ostiz? ¿Cómo no sentar(te) a la mesa de alguien que siempre lleva En Bayona bajo los porches? ¿Cómo no dejar(te) seducir por No existe tal lugar? ¿Por qué Don Miguel? Cada uno tiene su don Miguel particular, y nuestro don Miguel escribe sobre En el café de la juventud perdida: "Te deja sin aliento. El mejor libro, sin duda, de Modiano". Basta con cerrar los ojos. Esas eran las últimas cinco palabras de No existe tal lugar. Y basta con cerrar los ojos para recordar a los personajes (y digo personajes en el amplio sentido de la palabra) de nuestros cafés favoritos. Sabes el que se preocupa de verdad y el que pregunta por simple postureo, sabes el que te llama querido de verdad y el que te pasa la mano por el hombro solo para que lo invites, sabes y te basta con cerrar los ojoso. Este libro me lo regaló Burbujaplanetera en un café, con música indestructible (por lo mala que era) y con humo tabaquero de aquel que Zapatero decidió erradicar de los bares. Y es verdad, somos reconocibles por los cafés a los que vamos. Si cada uno tiene un ADN, también tiene una predisposición genética por ciertos cafés. Nosotros somo de Café Zalacaín y de El Sur Bar, y de La Yesería, y a ratos de Trémolo Bar, pero también fuimos de Plan 9, y somos del Togo, y fuimos a ratos de Ficciones y de La Posada de Correos, y nos pusieron chupitos que no volveremos a beber en El Perro Azul, y estaba bien sentar(te) a tomar algo en El Bosque Animado y reimos en Atomic Bar, y disfrutamos de la música en Vashundara Bar, y siendo más jovencitos, reimos como enanos en Meneíto con sus margaritas y cementerios, en Don Chupito con el matahombres, en Pelotazo, en Fauna, en el pequeño Viva Murcia, recordamos noches inolvidables en Quitahipo y en Capitulo, y nos sentábamos a charlar en las mesas bajas de El Cuervo y no nos crobaba el ucraniano de detrás de la barra hasta que no llegaba Paco. Y los que, afortunadamente, tenemos trabajo y cambiamos cada año de lugar al que ir a coger virus de jóvenes y adultos y descerebrados, vamos conociendo lugares donde refugiarnos. Porque no nos engañemos, nuestro Zalacaín particular, nuestro sur particular, nuestro Togo particular, es un refugio. Un lugar donde siempre nos acogen con los vasos abiertos, sean argelinos o no lo sean los dueños del lugar. Un lugar bajo el que estamos seguros. Un lugar donde uno es impermeable a la mierda que viene de fuera y, entre un José Cuervo y unas buenas ginebras azules, todo es posible, o todo se olvida, o todo se recicla, o todo se regenera, o todo se va a la mierda (de nuevo). Pero seguirá siendo nuestro refugio. El de siempre. El de toda la vida. Nuestro ADN particular. Porque fuera de ese café somos seres totalmente distintos. Y hace bien Modiano en diferenciar nuestras palabras y posturas cuando nos encontramos a alguien de nuestro café fuera de nuestra mesa, fuera de nuestra barra, fuera de nuestro taburete y charlamos brevemente por la calle, en una acera sucia de la olvidada Murcia de Ballesta, como fue de Cámara y casi fue valcarcil. Casi, pero IU lo rechazó, pero ese es otro cantar de gesta. Y de las bodas de las personas que frecuentan los bares, y de los hijos de las personas que frecuentan los bares hablaremos otro día. Y de las bodas de los expresidentes, de botellas y otros menesteres, buscaremos aquella mesa, nuestra mesa del fondo para hablar y escribir. Y quemar después de escribir, sobre todo borrar y eliminar lo que hemos escrito. Y las respuestas inesperadas. Recuerdo que una vez en casa del señor marqués, allá por el otoño de 2001, el ínclito de la contrata de la subcontrata de la compañía telefónica que vino a ponerle la línea al señor enfermero, me preguntó que a qué me dedicaba que podía estar allí a esas horas. Solo pude contestarle, con gesto de ese que pones en plan cabrón, que me dedicaba al tráfico de armas. Sobre todo, con Argelia. El ínclito de la contrata de la subcontrata no me volvió a mirar hasta que se despidió de la casa del señor marqués. Eso es lo bueno de los cafés al principio. Puedes inventarte lo que quieras. Tu nombre, tu DNI, tus horóscopo, incluso tu RH por si aparece Xabier Arzullus, las SS o las feminazis que deberían estar muertas como cierta profesora de matemáticas que me dio clase y con la que luego tuve "el placer de trabajar". Puedes inventarte tu identidad, tus gustos musicales, tus aficiones literarias. Y preparar(te) para, cuando fallezca de forma natural esa profesora de matemáticas que me dio clase y con la que luego tuve "el placer de trabajar" para acercarte al tanatorio a dar el pésame. Dice Modiano que "vivimos a merced de ciertos silencios". De muchos silencios. De demasiados silencios. Aunque a veces deberíamos vivir a merced de muchos más. De muchísimos más. Que no falten silencios ni puntos suspensivos. Que no falten cafés. Que no falten bares. Que no falten gintonics. Que no falte la buena compañía. Nunca. Y con el paso de los años, al comparar(nos) acabamos convertidos en chistes más o menos ambulantes, tipos que añoran no arrancar más flores y a los que fastidia los cerezos en flor, con y sin gusanos, con y sin insectos de Braindead. ¿Y por qué tiene entonces y ahora tan mala fama la bohemia? ¿Qué tiene de malo solo preocupar(se) por el presente y no por el mañana? ¿Tan malo es solo preocupar(se) por el jueves de la semana que viene? ¿Es necesario crear vínculos "familiares"? Esos nuevos vínculos familiares deben de ser prescindibles a veces, las ataduras son peligrosas, dan miedo, incluso pavor. De la noche a la mañana, o de la mañana a la noche, tu media naranja, tu medio limón, tu media berenjena, como quieras decirlo, coge sus cosas, coge sus libros y te deja con un palmo de narices porque no le gusta que vayas a tus cafés, a tus restaurantes, a tus bares o porque, quizás leas demasiado a Modiano, o leas demasiado a Miguel Sánchez-Ostiz, o te pases las noches de jueves, domingo y lunes apostando en la NFL, o todos los días en la NBA, o vaya usted a saber el motivo de que la media naranja/limón/berenjena se marche de casa. Vaya usted a saber. Y curiosamente, que no casualmente, que las casualidades no existen, hoy he leído, entre triples, tiros al plato y todo lo demás, esta entrada en Vivir de buena gana, el blog de Sánchez-Ostiz, en el que habla del escritor francés y de su influencia en obras como Los papeles del ilusionista y en La caja china. Curioso, o tal vez, no. Vaya usted a saber, vaya usted a saber en que consiste la vida de verdad, en que consiste la vida cotidiana, en que consiste ausentar(se), en que consiste marchar(se), en que consiste emocionarse una y otra vez escuchando el Shine on de los Jet Lag. Todo es una pregunta en la vida, una gran pregunta hecha de millones de preguntas más, la inmensa mayoría de ellas sin respuesta. O tal vez si tengan respuesta, y no las entendemos, no escuchamos, no prestamos la suficiente atención, o no tenemos la capacidad para entender(nos). Cada uno crea su cárcel particular, sus prisiones con acompañamientos. Pero cuando la soledad se manifiesta, y la prisión es en primera persona del singular se hace insoportable, se hace brazo de Pistorius. Es cierto que todos cantamos de plano, antes o después. Antes o después, a picar piedra. Antes, después, vivan las preposiciones usadas sin motivo aparente, vivan las casas sin cocina y las personas sin alma. O no. Y nos encontramos siendo confesores sin quererlo, sin haberlo pedido, sin querer escuchar lo que hay que escuchar, lentamente, hasta el bostezo como si estuviéramos escuchando a Aute atados a una farola bajo el sol de Tánger. Todos somos figurantes en una película que nadie va a ver, en un timo que se hizo en la mente de alguien para conseguir una subvención. De hotel en hotel, y tiro porque me toca, tiro porque tengo sed y tengo ginebra, tiro porque me llaman en plena versión del Creep. O no era versión, era real, era figurante en su propia farse, como cuando madrugas a las seis de la mañana para coger virus y pagar políticos con pensiones vitalicias. Y las fronteras, visibles e invisibles, que no se pueden cruzar. Y el recuerdo del timbre de una voz, concreta, metida en la sesera de por vida, incluso después de que los insectos y los bichos del cementerio lo acaben todo para siempre. Huída, evasión, correr hacia ninguna parte. Cada uno tiene su Mr. Robot particular, un muerto que te dice continuamente lo que debes hacer, lo que debes decir, lo que debes pensar. ¿Y cómo interpretamos las voces de los sueños? ¿Qué conclusiones sacamos de esas mismas voces que se repiten una y otra vez? ¿Es todo positivo? ¿Y qué hacemos con los fantasmas? ¿Cómo nos enfrentamos a los fantasmas de todos los días? Hasta que llega el día, como bien escribe Modiano, que hasta los fantasmas se mueren y nos abandonan. Y en el abandono, sin brújula, estamos perdidos. Sin rumbo. A la deriva, como Sebastián de Benalcázar en busca de El Dorado. Como Irene de Holanda en Montejurra. Un despiporre. Algo trágico, como la muerte de un árbol, como el sueño de un verdugo, como el fondo del cielo, como un abrecartas en el desierto. Y responder con otras preguntas, como la foralidad de los privilegios, mirándome el ombligo ensangrentado, siempre ensangrentado. Y luego, desaparecer, en pie, a gatas o en plan Bolt. Siempre necesitamos compañeros en los malos días. En los buenos, todo es falso. Los verdaderos compañeros, los amigos, se demuestran en las cárceles, en los hospitales y en los cementerios. En esos putos tres lugares. Y todo lo demás.
Cuando me termine de leer el libro lo leo entero.
ResponderEliminarRecuerda mucho a Sánchez-Ostiz
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