sábado, 10 de septiembre de 2016

Sons of Anarchy. Sexta temporada

Todos seguimos un proceso de jacksontellerización en nuestras vidas: decimos que somos buenos, que queremos cambiar, escribimos notas manuscritas buscando utópicas reconversiones y acabamos siendo unos cabrones. Copiamos lo peor. Todo lo malo, lo quintuplicamos. Nos vendemos. Al capital, al desamor, al narco, al IRA auténtico, a lo que haga falta. Tragamos sapos. Y en ese susodicho proceso de jacksontellerización, nos lo llevamos todo por delante: a lo que queremos y a lo que odiamos, a la tradición y al folklore motero, a los cimientos del club, a la mierda que todos llevamos dentro. Todo es mentira y, en Jackson Teller, aún más. Todavía más. La vida no es un músculo de Popeye. La vida son los pellejos caídos del exculturista, la vieja en el asilo, las operaciones de Frida. No es fácil de ver en ocasiones la sexta temporada de Sons of Anarchy. La batidora de mierda no para de funcionar, salpica a todo Cristo. Y ya sabemos que ciertos crucifijos hay que dejarlos fuera. Todo tiene un precio, toda cloaca tiene su origen, toda gonorrea una noche con una Diosa de la que no te acuerdas. Y, como pasa en The Wire, o como pasa en The Shield, cuando política y fiscalía se ponen a fastidiar con jota, lo consiguen. La corrupción político-judicial no tiene límites. Nunca. Quiere más, y más, y más y mucho más. Todo. Y todo es rencor, y olvido, y juego de naipes marcados, y puticlubs rentables, y jodiendas con vistas a bandas insospechadas. Se trata de tragar hiel en cantidades escobarianas. Sin final. Y en ese proceso de padrinización, todo vale: hijos que acaban con padres, madres que acaban con hijas, sangre que acaba con su propia sangre. La espiral de locura y degradación no tiene fin ni expiación, no hay almacén para guardar tal cantidad de maldad. Maldad de serie b, pero a fin de cuentas, maldad. Y todo lo demás.

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