sábado, 11 de marzo de 2017
La Casa Ocre
Conocí a José Luis Cano Clares hace un tiempo en El Sur. Con José Luis se puede hablar de política. Sabe mucho y conoce a mucho personal. En febrero de 2016 me regaló La Casa Ocre. En la introducción, José Luis escribe que "el mundo tiene fin es tan cierto como que se nace o que se muere. Mundo no hay uno solo". El Capítulo I, El Carromato, recuerda a la mula, a las moscas, al tío Pedro, el conocimiento del camino de la mula. Recuerda el "sombrero de fieltro con badana". Los detalles, siempre presentes. Y el tiempo pasa, como demuestra la vejez de Eusebia. Supervivientes de una época en la que había que mirar mucho al cielo, con miedo al granizo o a lo que pudiera caer. Arados romanos, ni más ni menos, que un tal Victoriano y sus secuaces utilizaban. Recuerda José Luis que "no hay más reloj que el sol ni más urgencias que las que marcan la estación o el día". En el segundo capítulo, El Viaje, habla de los preparativos para salir de la ciudad una vez que hay vacaciones en la escuela. Lugares reconocibles: Vidrieros, plaza de la Paja, Plano de San Francisco, el molino de Roque, el Barrio con mayúsculas, el río presente. Y nombres de políticos que, comparados con los de ahora, son de otra galaxia: desde Sagasta a Cánovas. Y luego, pasar por el Rollo a la carretera del Palmar (ahora llamada Avenida, con un par), y llegar a la Venta de La Paloma, y parar en el cruce de Corvera, y la venta de la Virgen, y la venta de San Antonio y todo lo demás, también. La Casa Roja es el tercer capítulo, esa casa más cercana al árbol de las bellotas. Y recordar la carrasca, y su hermosura y su porte. Y la casa, con su atrio, y su enlosado de piedras, y el tejado a dos agua, y las tapias ciegas, y el pozo, y el luto de Feliciana, y el matrimonio que, originalmente nombran a sus hijos Juan y Juanita, y son gente callada. La Casa Blanca es el cuarto capítulo. Pedro y Eusebia, la mujer que "no espera en este lugar otra cosa que el paso de los días, de los meses y las estaciones". Y añade José Luis sobre ella: "Y que no exige a la vida otra cosa que el respeto o la consideración a esta manera de ser o de entenderla? Y la autonomía de esas minúsculas casa, y la alacena donde un tal Juanico vende loterías traídas por italianos. En el capítulo quinto escribe José Luis sobre La Casa del Labrador, con Victoriano y Rita, y sus numerosos hijos. Casa "indefinida" según JLCC. Esos hombres que se pasan todo el día currando en el campo, todos los días del años, como escribe José Luis "sin fiestas ni domingos". Y los únicos que van a la escuela son los infantes, los pequeños de la casa, Andrés, Víctor y Antoñín, y como siempre, a alguno se le iba a llevar al seminario de San José, y separarlo de la tierra y del campo y de todo lo demás. Aquí hace JLCC referencias a la posguerra, a la economía de subsistencia, y del valor del lugar porque "en el campo se comía". Pero el agónico sistema hizo que muchas personas optaron por marchar a la temporal vendimia y, posteriormente, buscar trabajo definitivo en Alemania o Francia o dónde hubiera empleo. Y como Bazán y Escombreras reclutaron gente del campo y muchos no volvieron a ese campo que les daba de comer hasta entonces. Y el gallinero, con cluecas y pizpiretas, y el gallo haciendo de Lotus despertando al personal, y los pavos al margen y todo lo demás también. Y en la velada, tras comer sobre el mantel de hule (como hacemos todavía nosotros en la residencia catastral), los hombres cogen sillas bajas y hablan del día, el mismo duro de todos los días desde que el Lotus con cresta los avisó de que el campo esperaba. Y Pedro y Juan, comiendo pisto de patatas y pimientos, y tocino y pan. Como todos los días. Y los chiquillos acuden al cuento de la luna, que es "peligrosa, traicionera y malvada, y guarda un resentimiento especial hacia los niños noctámbulos". Y el tío Pedro manda y todos escuchan. Y punto. El capítulo sexto hace referencia a la ciudad. Esa ciudad de posguerra de "ambiente helado, congelado en este tiempo frío de abrigos largos, bufandas anudadas y verdugos que cubren la cabeza". Y la mesa de camilla, siempre presente, con los braseritos, y el flexo (también lo sigue utilizando mi padre en la residencia catastral). Y JLCC nos trae a la memoria el recuerdo de las últimas jornadas de la Guerra Civil Española, y "Murcia y las provincias vecinas del Levante se habían visto ocupadas en los últimos días de guerra por un ejército folclórico de moros africanos, requetés de Navarra y campesinos castellanos". Y nos deja otra frase para subrayar y repetir: "Esta clase de guerras se pierden para todo el país, pero se pierden más para los que le ganador considera como perdedores". Y al ser Murcia fiel, los murcianos pasaron a ser sospechosos, desafectos. Y sí. Hace frío y la pobreza era eterna. Y los gatos, y escuchar la música que ponía Radio Luxemburgo, y el portero Juan, y Domingo y Pura, y la Bernarda y Domingo y el tendero, "infieles en tierra de creyentes, obligados, según la tradición inquisitorial, a justificarse y a intentar comprender esta especie de penitencia permanente que se les aplica por no haberse sublevado como los vencedores". Y pasar la noche escuchando la BBC, o Radio París, o Radio Tirana o emisoras albanesas. Escribe José Luis: "Haber nacido en el seno de una sociedad perseguida permite, desde muy temporano, conocer la extraña sensación que sólo percibe quien se encuentra exiliado en su propia tierra. Comprendes enseguida que llevas grabado sobre la piel una especie de estigma inocultable". Y describe la ubicación de la estatua del cardenal Belluga en la Glorieta, con las palomas revoloteando y fastidiando al personal, y Floridablanca aguantó en su jardín ajeno a otras historia. El capítulo séptimo se refiere a San Antolín, el barrio, separado del barrio de San Pedro gracias a la calle del Pilar. Y el mercado de Verónicas, y la Lonja que ya no está, y el antiguo camino de Castilla, y la taberna a la entran solo los hombre, y la plazuela de San Ginés, y el convento de las Agustinas y las visitas, y la casa de las Ritas, y "el Monín", y con esas llegamos al capítulo octavo, La Casa Ocre, y el recuerdo de los grandes árboles que estaban desde el Rollo hasta El Palmar, y de los que solo quedan unos cuantos a la entrada del Lugar de Don Juan antes de llegar al Reguerón. Y el cuarto de los santos, y el sable militar cuya procedencia se desconoce pero que lleva la fecha de 1863 y que salió de Toledo, y la caracola entre el arca y las camas y el mar Menor al que accedían a través de la estación del tren de Balsicas, y la Cartagena militar. La casa la describe José Luis con "gruesas paredes y huecos pequeños que protegen del sol y aíslan del frío, y el recuerdo de las mecedoras, que "son durante la tarde como barcas, balanceándose sobre la tierra humedecida". Y el agua, el capítulo noveno, en el que JLCC habla de "esto que llamamos secano es en realidad casi un desierto", y del filtro de porcelana, y las labores de bordado. Y en el capítulo décimo, el campo con sus ramos y sus pozos, y como Andrés y el Rojo trepan , y los camino y los partos de las ovejas. Y la siesta ocupa el capítulo undécimo, con el calor del mediodía y los cuatro tomos del Quijote en los cajones del escritorio que "llenaba las horas de la siesta". Y por allí había un Corazón de Jesús y una virgen de Fátima y una Sagrada Familia. Y en la patio trasero de la casa, la pocilga. Dice José Luis que "los cerdos son como almacenes vivos de tocino". Y el automóvil es el título del duodécimo y último capítulo, en el que cuenta que el tío Juan el Viejo apareció muerto sobre una loma, y la gente de Victoriano marcharon a Escombreras y que el lotero pilló un premio gordo, y todo salió de allí incluidos el filtro de porcelana y la caracola y el decimonónico sable y los tomos del Quijote, pares para unos e impares para otros. Y así acaba La Casa Ocre.
Tengo unos cuantos libros pendientes
ResponderEliminarNo todo en la vida es Alemania '83
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