martes, 28 de noviembre de 2017

Vergüenza. Primera temporada.

No tenía pensado ver la primera temporada de Vergüenza. Ni de coña, me dije. Pensando en el poco tiempo a emplear que tenemos en nuestros reloj, mecánicos segundos que vuelan y se convierten en años, me dije que no. Que no había tiempo. Pero en esas que, entre clases que nadie escucha, entre gritos de pasillo y bolas de papel de aluminio que no sé si es Albal o Reynolds, leí la crítica de Rosa Belmonte. Con Belmonte me pasa lo que con don Manuel Alcántara, que cada día me gusta más como escribe, como lo último sobre Ramón de Carranza. Pero vayamos a lo vergonzoso. A lo esperpéntico, porque la primera temporada de Vergüenza es esperpéntica. Hay veces que la carcajada es recurrente, hay veces que hay que mirar para otro lado, hay veces que no sabes dónde mirar. El techo, el hueco de la ventana, las fotografías. No hay música de Henry Mancini, sino de unos gitanos callejero en una cochambrosa exposición de fotografía; no hay bodas lujosas, solo de chiste; no hay nada fuera de lo común, pero hay que verla. Nos gusta lo vergonzoso de los demás, el escarnio (si es público, mucho mejor). En esa exaltación de lo grotesco, Vergüenza se sale. Ahora que (casi) todos utilizan el "freak" de la película de toda la vida, no viene mal reflejarnos en este tipo estrafalario, en esta familia estrafalaria, en este amigo estrafalario. ¿Qué pensaría el club de los barbudos (Unamuno incluido) de la primera temporada de Vergüenza? Pensar, no lo sé. Lo que está claro es que muchas veces, infinitas, no queremos ver ese mismo reflejo, el nuestro: el de un chiste ambulante. Y todo lo demás, también. Coda: Pero después de todo, siempre podemos escuchar a Mancini y olvidar, por unos minutos, ese reflejo.

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