lunes, 9 de marzo de 2020
El visitante. Primera temporada.
Únicamente tengo un libro de Stephen King. Lo he empezado a leer tres veces. No he pasado de la página 100. Hasta El visitante no había visto ninguna adaptación a la televisión de sus novelas. Y El visitante, desde el principio, da miedo. Y está muy bien. Por supuesto que hay que ponerle imaginación y creer lo increíble, pero son palabras mayores de las que te revuelven el estómago pero bien. Plan a, plan b, plan z. Reconozco que no paso miedo con las películas y las series de miedo porque no tengo imaginación. No sé creer en algo que no es verdadero. Tampoco tengo fe (siempre sin tilde) en nada. Pero El visitante lo consigue. Te lleva a tu terreno, te engancha. Y no. No te suelta. Y si encima de mete al tío del saco, al coco, a Goya, al tío Garrampón o al bicho con el nombre de la comarca, región o país que sea, el cuadro es atrayente. Son atrayentes. Muy atrayentes. Demasiado atrayentes. Y empiezas a pensar. A pensar mucho. Y en muchas cosas. La familia perdida, lo curioso (que no casual, que las casualidades no existen), el don de estar en dos sitios a la vez, el oportunismo de cagarla continuamente, fastidiar a la poca familia que te queda, los daños colaterales, el psoriástico momento en el que te das cuenta de que estás infectado de algo alguien, el desamor y la soledad y el dolor que no puedes soportar. Y de ese dolor, hay mucho. Muchísimo. Y el recuerdo de napoleónicas frases: "Las guerras religiosas son básicamente personas que están matando a otras personas por ver quien tiene el mejor amigo imaginario". O lo que sea.
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