lunes, 22 de marzo de 2021
The Serpent. Primera temporada.
A veces, en mitad de The Serpent, parece que sientes la necesidad de dejarla y no seguir viéndola. Nada. Pero lo cuentan tan bien, lo cuentan a gotitas, poco a poco, saltito adelante, saltito atrás, hasta engancharte. ¿El motivo? El relato, pese a ser cruel y mezquino, está muy bien montado. Un tipo sin escrúpulos, nacido mestizo y nacido malparido, se dedica a drogar a tipos para robarles joyas, pasaportes, dinero y lo que haga falta. Y entre subidas y bajadas, así va el tipo, buscando sus secuaces particulares, retratándose cual Bonnie and Clyde tailandés, indio, francés. Da igual la latitud y la longitud geográfica: la verdadera calidad es la cualitativa de las joyas, de los billetes, de las entrañas. Y sus seguidores, engatusados con él, dejando que drogue, envenene y mate a personas mientras ellos siguen a ciegas a su líder espiritual y material. Pero por mitad del camino, hay un zuecos, un holandés errante de pelo rojo pero con orejas intactas que decide investigar muertes y soltar la madeja, la aguja y los hilos. Y nos hilos tuiteros precisamente. Y hace pensar en la secta del adoctrinamiento, en la ceguera que lleva a algunos, algunas y algunes a meterse en el centro del infierno por amor o a amistad más falsos que un billete de mortadelo.
Coda: Y es cierto que con libros, comida y bicicletas se puede soñar e ir a cualquier lugar y dar juego a la imaginación, y, fundamentalmente, ser libres. Hace reflexionar The Serpent sobre la importancia de libertad, y de lo poco que la valoramos, y de no luchar por los que no la tienen o no la pudieron tener.
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