lunes, 15 de noviembre de 2021

Dopesick. Primera temporada.

Un día, en el salón de casa de mis padres, después de un café con coñac, un exmagnate patatero, ahora convertido en sueño de un concejal raptado y en espectro febril de sí mismo, me dijo que la rehabilitación es un mito. Que era mentira. Y que todos los de su apellido eran “dependientes”. Me quedé con las ganas de decirle que lo que él era, un politoxicómano, pero no era plan de joder el café, las galletas y los mantecados. O sí. Dopesick reflexiona sobre las adicciones que empiezan siendo legales, receta en mano, y acaban siendo un infierno. Porque lo que cuenta Dopesick es un infierno con mayúsculas, un dramón de proporciones bíblicas, una plaga de las que recorren calles y hospitales. Entra y verás lo que pasa, dice la pastillita. El negocio del dolor. Y una vez dentro, destroza al paciente, al médico, a la familia, al presente y ya no hay más porque no hay futuro. Hay lágrimas, hay decepción, hay lucha (aunque se sepa perdida). Se centra una parte de la historia en la otra lucha, la de los fiscales y la DEA para acabar con una droga que ya estaba institucionalizada, con una droga que entraba en tu casa porque tú le habrías la puerta. Me gusta el ritmo de la historia, aunque se ve que es una pérdida de tiempo para muchos, que fue pelar contra un muro, contra una dependencia que no es solo física sino social. Además, la jodienda del negocio lleva a lo peor de lo peor, a la más lujuriosa avaricia, a sumar números sobre muertos, porque los vendedores de ataúdes también tienen que hacer negocio, aunque los féretros sean de gente joven y que deberían estar gozando de la plenitud de la vida.

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