sábado, 12 de marzo de 2022
Un verdor terrible
Empieza Un verdor terrible de Benjamín Labatut con una curiosa concatenación de creación y situaciones que entrelazan guerra e invención, drama y locura, perfección en el odio y dolor por la muerte de una esposa o una hermanastra. Y en ese inicio pone a Göring en la palestra, pone énfasis en el rojo de sus uñas, subraya (en rojo, como debe ser) su adicción a los venenos (dihidrocodeína) de la que dice Labatut que tomaba más de 100 pildoritas al día, consiguiendo con ello un subidón como el de la heroína. Pero según Labatut, este procedimiento no solo se utilizaba en la élite nazi, sino que era repartida la metanfetamina a los chicos de la Wehrmacht bajo el nombre de un medicamento llamado Pervitin que los convirtió en adictos y zombies, hombres que no dormían durante jornadas enteras y que aguantaban en el frente en el mayor de los delirios. Con este énfasis comienza BL Un verdor terrible. Ese fenómeno que nos asusta y no para de atraernos desde el punto de visto histórico como fue el régimen nazi, es usado por el autor para darle hilo a la cometa del terror y la locura, con el recuerdo tantas veces repetido del último concierto para esos jefecillos nazis de abril de 1945 en Berlín (12 de abril) en el que tras, piezas de Bruckner, Beethoven y Wagner, niños pequeños entregaron a los bestias que quedaron canastillas con cápsulas de cianuro para que pusieran fin a sus vidas antes de que llegara el fin a manos de los rusos. Enfatiza el autor que muchos no se fiaban de las pildoritas y usaron sus armas, fueran reglamentarias o no, para quitarse de en medio (como lo hicieron miles de alemanes al final de la guerra, poniendo los ejemplos del Berlín de abril de 1945 [3800] o del pueblo de Demmin antes de la llegada del ejército rojo). Muchas veces, solo recordamos a Blondie, la perra de Hitler (el animal, me refiero, que tuvo muchas perras a su servicio, y con distintos nombres), cuando hablamos del cianuro, pero es que esa mezcla de nitrógeno, carbono y potasio mató a muchas personas. Y con el título de Azul de Prusia, empieza Labatut este libro, y subrayando el valor del Zyklon A, que, como otros muchos inventos, depende de los que los utilizan. Recordando al tío Manolo, respondo cuando alguno de mis alumnos me dice que Hitler o Stalin estaban locos: “No conozco ningún loco que se dé con dos piedras en sus genitales”. De locos, nada: asesinos. Pero como no todo es guerra, Labatut nos lleva a la pintura, nos lleva a un cuadro, El entierro de Cristo de Pieter Van der Werff, para recordar el primer cuadro documentado con el que se usó el azul de Prusia en 1709, que fue sustituyendo al azul ultramarino que vemos en tantos cuadros renacentistas. Y empieza a hablar de gusanos, y moreras alemanas, y del cianuro usado desde 1782, y de la habitación verde de Napoleón en su destierro final, y de la resistencia de Rasputín y del suicidio de Alan Turing, todo relacionado o todo sin relacionar pero que nosotros debemos relacionarlo. Y de ahí, al gas, al sarín, mostaza y cloro usado por unos y otros en la I Guerra Mundial, de efectos devastadores, desde su primer uso en Ypres el 22 de abril de 1915, y en el que tuvo un papel principal Fritz Haber. El tipo que hizo público el modo de extraer el nitrógeno del aire, que luego se utilizó en fertilizantes, pero que tras su colaboración en la I Guerra Mundial no es recordado simplemente por el nitrógeno sino por su fundamental papel en los ataques con gas. Recuerda Labaut que antes de los fertilizantes industriales, se recurrió a extraer los huesos de los cuerpos de los muertos (pone ejemplos de las bandas inglesas que fueron por Europa desenterrando cadáveres de batallas, o que llegaron a Egipto) para después llevarlos a Hull y luego a su trituración en Yorkshire… Suena a ciencia ficción. Pero el Zyklon, usado primero para despiojar barcos y submarinos, acabo usado en las cámaras de gas nazis, y cuenta que fue una justicia familiar que acabó con parte de la familia de Haber. ¿Poética? Para nada. La segunda parte se titula La singularidad de Schwarzschild, un científico que era mucho más que un científico, que era mucho más que la curiosidad hecha persona. Y empieza esta segunda pildorita con una carta, con Einstein, con respuestas a preguntas sobre ecuaciones y jodiendas curiosas de la teoría de la relatividad general. O algo así. Si vamos a lo sustancial, este tipo de apellido impronunciable (ríanse del de Zweig), pudo librarse de ir a la guerra, pero no lo hizo. Labatut habla de honor, habla de un tipo que en la guerra fue diagnosticado de pénfigo, seguramente provocado por ataque de gas en la batalla (vaya usted a saber de cual de ellos), pero que según dice Labatut también era relativamente común en los judíos askenazis. Cuando he visto con alumnos Hijos del Tercer Reich alguno me ha preguntado el motivo por el que el motivo por el que el padre del sastre, también judío alemán, había luchado en la I Guerra Mundial para luego ser perseguido por Hitler. Por honor. No todo el mundo esperaba que Hitler hiciese lo que hizo aunque muchos lo preveían. Ahora que todos somos expertos en putinejas cuestiones sobre Ucrania, hay algunos que reivindican a Chamberlain con aquella pantomima que hizo antes de la II Guerra Mundial, y apaciguando al personal. Podemos creer en las estrellas y su estudio, como lo hacía este Schwarzschild, en su pasión por todo lo que veía, y no solo en el cielo, pero sobre todo en el cielo. De ese mismo cielo del que caen bombas, aunque a él le hacían trabajar para calibrar disparos y cañonazos y mierdas varias, aunque subraya BL que acabó, mientras lo enfermedad en el frente lo corroía, descreído con los mandos militares. Acabó hasta los mismísimos de la cadena de mando, del politiqueo, de avanzar en la ciencia para seguir matando. Vaya puto desperdicio. Un tipo que se preocupaba por la estabilidad de los anillos de Saturno y que acabó de la forma en que acabó. El tipo que llegó a ser en su día el profeso más joven de Alemania en su día con 28 años, el tipo que se dañó las retinas observando a tope un eclipse total. Un personaje, pero que en la segunda parte de esta narración aparece desdibujado con tanta ciencia. O quizás sea yo el que lo desdibuje desde mi percepción. La tercera parte del libro se titula El corazón del corazón y empieza con un japo y un problema matemático: a+b=c. 2012. Un blog. Un tal Mochizuki y la maldición de Grothendieck. El padre de Grothendieck, de padre ucraniano de origen jadísico, y las cárceles rusas, y el régimen de Vichy, y Zyklon B en Auschwitz; la mdare, la Segunda República en España, la lucha anarquista. Vivan los apátridas, sean de Nansen o de donde sea: vivan los refugiados sin Estado. El peligro de las matemáticas y las ciencias. Esos científicos, que indica JL, antes o después tendrían que ver con la guerra, con Hiroshima y Nagasaki. Ecolología. Pacifismo. Viva la pobreza, la juventud, la marginalidad. Degenerar en anomia. Totalidad y meditación. Viva la negación. Una pieza manifiestamente mejorable. La cuarta parte se titula Cuando dejamos de entender el mundo. Nos lleva de primeras a 1926, nos lleva a Schrödinger, físico entre físicos, va a tierras bávaras como si de una estrella del pop se tratara a presentar una ecuación. Qué distinto a todo lo de ahora. Los átomos y su interior. Heinsenberg y su viaje a Munich para escuchar a Schrödinger en más absoluta de las miserias. Intentar refutar ante Schrödinger en una pizarra y delante del personal que no eran las ondas las que mandaban en el funcionamiento de los átomos. La marcha de Heisenberg a la isla alemana de Heligoland, huyendo del polen. Y el recuerdo de su mentor, Niels Boher, que no era un tenista melenudo nórdico sino el mayor físico de la primera mitad del siglo XX, solo comparable a Einstein. Un aislamiento de alucinaciones y ceguera, de lucidez eterna para volver a la universidad de Gotinga, a la rutina de las rutinas. Y por Navidad de 1925, la publicación de la primera formulación de la mecánica cuántica. Y escribe BL: “Las ideas de Heisenberg causaron estupor”. Y pasando por Einstein, el autor llega a Louis-Victor Pierre Raymond, séptimo duque de Broglie, al que describe encerrado estudiando “encadenado a una rutina repetitiva e inflexible”. La guerra llegó a él tras alistarse en el cuerpo de ingenieros en 1913, siendo telegrafistas en la Torre Eiffel intentando cazar mensajes de los oponenetes y donde se enamoró de su compañero de torre, Jean-Baptiste Vasek, un multiartista que iba recogiendo obras de arte de todo tipo de chalados y locos. Hasta que Vasek se suicidó, no sin antes pedir a su amigo que continuase su obra. Y entre la mierda, Louis terminó su tesis en 1924, llamada Investigaciones sobre teoría cuántica. Y las ideas de De Broglie llegaron a Schrödinger, otro que tras participar en la I Guerra Mundial con una tropilla de artilleros austrohúngaros por tierras venecianas se fue a la ruina entre I y II Guerra Mundial. Pinta Benjamín Labatut la Viena Post I Guerra Mundial como un escenario terrible: miseria, hambre, frío, bloqueo de ingleses y franceses, imperio convertido en república, una joya convertida en mierda. Cuenta BJ que Schrödinger malvivía dando clases en la Universidad de Viena y leyendo a Schopenhauer. Y la boda y la decepción y coger la maleta de país a país hasta llegar a la Universidad de Zúrich, donde pilló la tuberculosis, y de ahí a otra de esas montañas mágicas, donde volvía año tras año, empeorando tras mejorar, Subraya BJ una de las secuelas de la tuberculosis, ahora que todos somos expertos en secuelas COVID: hipersensibilidad auditiva. Suiza y las infidelidades, las suyas y las de su esposa (una de ellas con el físico de su facultad, Peter Debye), y todo lo demás, incluida su pasión por todo tipo de arte y todo tipo de alcohol. Y de ahí, al estudio exhaustivo de De Broglie. Y en la montaña, con la hija de su médico, conoció el azul de Prusia, utilizada para matar pulgones. Y entonces aparece la diosa Kali, aquella que utilicé en el número 4 de Campos de morsas esféricas, allá por junio de 2003 en un engendro titulado “Los adoradores de Kali (o la muerte de la región universal)”. Schrödinger aprovechó una cojera temporal para enfrascarse en su ecuación. Y la huida de la montaña, y Bohr y su pupilo Heisenberg en Copenhage, y la complementariedad, y sus fuertes discusiones, y la bohemia y el hachís, y las paranoias y las frases que nos hacen siempre volver a cuestionarnos muchas cosas: “Hoy nadie tiene tiempo para la eternidad”. Luego se recrea el autor en frases einstenianas, en la quinta conferencia de Solvay en la que aparecen varios protagonistas de este libro, y acaba con un epílogo, El jardinero nocturno, sobre un tipo que admiraba a Grothendieck, sobre perros envenenados, sobre cianuro y limoneros, sobre preguntas acerca de la fertilidad y el crecimiento exagerado. Un verdor terrible es un libro que va de más o menos, que se diluye cual disolución de un laboratorio que empieza brillando y acaba, simplemente, en una habitación limpísima que huele demasiado a lejía.
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