lunes, 9 de mayo de 2022
Petit Paris
No tenía ni idea de la existencia de las obras de Justo Navarro. Ni de su persona. En esas que estás en un lugar extraño, o diferente, o fuera de casa (si que es tienes casa, hogar, o paredes en las que buscar Refugio sin Bazooka), y, después de un rato en una librería en la que no te conocen, y se preocupan cuando llevas veinte minutos dando vueltas con tus pintas grunge, coges Petit Paris. Y te lo lees, en ese lugar extraño, o diferente, y muy fuera de casa, Petit Paris. ¿Por qué cogí Petit Paris y no otro? Pues no lo sé. O, quizás, sí. Porque aparecían la palabra Gestapo, o SiPo, o esos conglomerados de letras que ahora solo utilizamos para citar a los bancos que, como nazis y estalinistas, nos sangraron y nos sangran. Tenía en mis manos Petit Paris cuando ayer vi a unos tipos disfrazados (Me sobra carnaval, como a Los enemigos) con vestimentas del Ejército Rojo y haciendo arengas por el 9 de mayo. Con un par. “Aunque los platos pagues…”. Y sí, “de nuevo carnavales”. Petit Paris es un carnaval de personajes, de supervivientes, de gente que vivió en una época convertida en tobogán pero sin La granja y sin Mallorca. El París de 1943 era un París cambiante, en el que la contestación ya era evidente por parte de algunos franceses, aunque no de todos. No todos fuimos paracaidistas en Argelia, que me dijo un día el hombre de la camisa verde hablando de Juan María. Y eso es verdad, aunque en Petit Paris todo es mentira, como en la vida. “Las apariencias son lo único que en principio ofrecemos”. Nos lleva a una investigación, a una búsqueda, a un carnaval del que “de aquí se entra pero no se sale”. Pero aunque vayamos vestidos (de barbaridad), al final, nos pillan. Un comisario de lado oscuro es llevado contra su voluntad (como casi todo en la vida, viva el matrimonio), a ese Paris para buscar a un tipo que juega siempre con muchas barajas, ya sea en los negocios o en el sexo, ya sea en las escapadas o en los refugios en los que no te ponen ni Bazooka ni Súbete al árbol. Ese París, lleno de gestapistas (esa palabra es adictiva, suena bien aunque defina a estiércol andante) y de buscavidas, es un escenario ideal para ese tablero de ajedrez de peones y reyes de serie B, de restaurantes para gente que viste bien (envidia) y gente de uniforme (depende de la hora, odio o envidia), de gente que va al boxeo, a un velatorio o al descubrimiento de un cadáver que parece lo que no es. O la persona que no es. Y ahí, como dice Justo Navarro, aparecen personajes con “la autoridad de un niño caprichoso”. Vivan los caprichos, vestidos de harapos o con traje caro, o con corbata cool o perfume caro. Siempre se puede discutir sobre los sábados o los domingos, sobre cadenas, o sobre nombres de programas de radio: “Los judíos contra Francia” o “Francia contra los judíos”. ¿Éramos más de Bulver o de Disco grande? Pues ya no nos acordamos, porque ahora Radio 3 no es radio, es otra cosa. Viva lo público. Y aunque no me gustan las descripciones en los libros, Justo Navarro hace algunas para enmarcar (ese momento en el que describe los floreros y el agua de la iglesia, me ha hecho recordar cuando cambiaba los gladiolos podridos de la iglesia de Aljucer). Y como si de la nieta de Franco, o de sus exnovios, siempre sale la chatarra en mitad la conversación y de las iglesias: “Qué desagradable los candelabros de iglesia que no están en la iglesia”. Muertos y corbatas, y cajas de pistolas vacías (ya hablaremos otro día del tío de la pistola, del padre de mi madrina), y tipos que forman pandillas y sobreviven a la guerra y a las persecuciones hasta que dejan de sobrevivir a la guerra y las persecuciones. Y calles de Granada que parecen embajadas. Nada como celebrar aniversarios (ayer era 9 de mayo, pero podía ser un sábado 6 de marzo de 1943 y habría que celebrar la llegada de Hitler al poder, que no todos los días llega un vegetariano al poder). Síncopes y oro que encontrar, aunque no tengas que encontrarlo. O la mujer ajena. O el pianista ajeno. O el amigo, socio o contrabandista de turno. Repetía Alfonso Azuara, muchas noches (ya no escuchamos radio deportiva nocturna, porque ni es radio ni es deportiva ni es nada) que se puede ser imbécil en muchos idiomas. Pero también todo lo contrario. Escribe Justo Navarro en Petit Paris: “¿Cuántas lenguas sabía aquella Babel humana? Todos los idiomas civilizados, dijo un día. Los mismos que un apóstol en Pentecostés, dijo una noche”. Petit Paris también es un eje cronológico que da saltos, una línea temporal que deriva en raya de Benzedrine y Pervitin, de misa por los muertos de los bombardeos aliados en el Paris ocupado (¿por qué no se habla de ellos en los libros de historia?), de mujeres que te utilizan y se olvidan de ti, de metales preciosos que pesan en el alma y en la mochila. Y hay frases que hay que subrayar aunque yo no subraye los libros: “Carcajada de taberna de cazadores en pleno zafarrancho alcohólico”. Y hágase querer por la bofia, quiera ser el orgullo de mamá en el entierro de la madre de mamá (vulgo abuela, o estorbo). Y piense en esos tipo que cuando va a poner una denuncia, preguntan por la calle y le dicen aquello de “Alfonso XIII…el Sabio”. Y ya se sabe que “un policía no es nada sin sus soplones” y que “cada uno tiene la compañía que se merece”. O la soledad, que decía Ginés Caballero. Pero no es el día de hablar del hombre de la camisa verde, porque aquí estamos para reflexionar sobre los secretos que esconde hasta el final Petit Paris. Y a veces, solo le damos carrete a la farmacia y “no pensamos la mayoría de las cosas que hacemos: solo obedecen al sentido del deber o al capricho del momento”. Vivan los caprichos, y el oro, sobre todo el oro: “El oro es como ciertas personas, que animan y aceleran la vida cuando aparecen”. Leo acelerar y pienso en Julio Iglesias, deformación musical. Petit Paris también es un espejo, un reflejo de tipos que nos hemos encontrado en muchas ocasiones y que se repiten, como la pregunta en Utopía sobre la chica: “Era uno de esos hijos que causan preocupaciones en las familias bien”. Muchas veces pensamos que vivimos en un Matrix alternativo, y siempre viene bien que alguien nos diga que esto o “aquello no era el cine”. Pero con Franco o sin él, con república o sin ella, “los españoles nos son malos siempre, pueden ser peores”. Petit Paris nos cuenta un relato, una parte de esas millones de historias que fueron las ciudades ocupadas por ajenos, y que cambian y mutan su piel y su zoológico de personajes día tras día, asesinato tras asesinato, bala tras bala y tren tras tren. Petit Paris también nos recuerda que no hay mejor invento que el silencio: “Si con toda seguridad decir una palabra va a dar problemas, lo mejor es no decirla”. Y apostilla Navarro: “Se habla lo menos posible en la oficina, o solo se habla si se baja mucho la voz”. Petit Paris también nos hace meditar sobre la fragilidad de las alianzas, de las personales y de las coyunturales, de las que parecen eternas y que luego son azúcar en el café. Siempre le digo al personal, en plan regalador de consejos cafre, que no hay que hablar de futuro en posición horizontal, que después de joder todo se jode. Pero no siempre es así, aunque hay que recrearse, como bien indica Navarro en “los encantos de la humillación y la derrota”. Y ya he decidido, desde hace un tiempo, no contestar al teléfono si no es nadie conocido, aunque en 1943 era un poco más difícil, sobre todo si eres el comisario Polo, el protagonista de esta historia (o mejor dicho, el hilo conductor ahora que hablamos de teléfonos, al que JN llama “ese conductor de noticias intempestivas”). Y antes y después del Pegasus, todos sabemos, o por lo menos los que creemos saberlo, que “también los periodistas son en nuestros días agentes del Estado”. Y no sabía que existía el Dubonnet, ni que se podía mezclar con enebrinas como el agua y el vino en misa, y que se puede estar en el limbo o a medio camino de él. Y lo mejor, muchas veces es ese silencio: “No tenían nada importante que decir y no abrir la boca, una demostración de sensatez”. Hacía tiempo que no veía la palabra sensatez en un libro, la verdad. Petit Paris también habla sobre la posesión personal de hombres y mujeres, y “todo el mundo sabe que los viejos son celosos” y que “la salud exige olvidar”. Gran verbo ese de olvidar. Me gusta esa distancia que marca Navarro en la novela entre dueños y siervos, entre señores feudales y vasallos (decía el hombre de la camisa verde que la II Guerra Mundial era una guerra de señoritos feudales), entre gente que no renuncia a lo que fue (“fui rojo, luego soy rojo”), entre los que van a misa y los que no, entre los que siempre ganan y siempre pierden, entre los que alargan el día y los que se pierden en la noche: “Era la hora de la misa, del paseo de antes y después de misa, del sagrado aburrimiento dominical en el cuarto de estar insoportable”. Y Petit Paris es todo menos una obra insoportable, es una pequeña joya que habrá que releer con el tiempo, aunque no siempre somos fieles a nuestros principios y “la personalidad es inestable y uno se descubre haciendo cosas que no pensaba”.
Que gran frase la del silencio, no ha nacido nada mejorable.
ResponderEliminarY cada vez más.
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