sábado, 12 de noviembre de 2022

Revolución. Una novela.

Empieza Revolución, una novela, con una cita de Conrad en la que se habla de un camino y de un desierto sin senderos (nunca he estado en un desierto, no sé los senderos que me podría encontrar). “Esta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro”. Méjico, Zapata, Villa. Conozco a otro Zapata, del que quizás debería hablar otro día. O no. Se habla de 15.000 monedas de oro, se habla de un banco de ciudad Juárez, se habla de un 8 de mayo y se habla de 1911. Se habla de un hombre llamado Martín Garret Oritz. Se habla de un disparo. Se habla de un ingeniero de minas llegado de España y del presidente Porfirio Díaz, del opositor Francisco Madero. Escribe AP-R que “para cualquier mexicano de las clases medias y bajas, la palabra gobierno era sinónimo de enemigo”. O de muchos enemigos. Leyendo Revolución, desde el principio, te das cuenta de que aquello era una jaula con muchos bichos y que no podía acabar bien. O acabar. Gente equivocada en los sitios equivocados. Hambre y mierda y moscas y motivos por los que luchar, pero todo el mundo cambia al igual que esos motivos y sus circunstancias. El libro deja desazón, da aire de lucha estéril, por no decir inútil. Tampoco sabía de la existencial del sotol, pero son tantas las cosas que desconocemos que no prestamos ya ni atención. De la revolución mejicana sé apenas nada: un Videodrome de Radio3 en el que Gregorio Parra y Sandra Urdín no hablan de Los profesionales y resumen muy bien aquella historia con tres pinceladas y buena música. Escribe el autor de “meros desgraciados contra desgraciados”. Todos tenemos la desgracia encima, o varias desgracias. Les puse hace poco a mis alumnos de la FP Básica la definición de revolución que recoge la RAE. Aquí, en la novela, se dice que “nosotros hacemos la revolución pa que a los pobres no nos chupen la sangre los hacendados capitalistas…que las tierras se repartan a quienes las trabajan y las minas sean par pueblo que se deja en ellas la vida”. Ojalá fuera todo tan fácil. Pero no lo es. Tengo pendiente la lectura del libro de Rafael Rojas, El árbol de las revoluciones, pero estos intentos americanos no siempre salían, o nacían ya con síndromes o rémoras. Gachupines todos, el recelo al español y lo que dicen de nosotros las etiquetas. En la esterilidad de esta historia, siempre ganan los mismos y el resto solo ve, observa o mira para otro lado. Repite Pérez-Reverte la idea de la marcialidad, de perseguir a los que bebían en las otras, la importancia de los filibusteros, la prensa extranjera que contaba o mentía como casi siempre, los duelos de honor, el olvido en la batalla. Ya lo hemos leído antes, pero siempre es bueno recordarlo, o creer recordarlo. “Los puercos de antes no pierden el olor, son los puercos de siempre”. En esa derrota infinita, hay que preguntarse los motivos de la lucha, la diaria y la perenne. Quebrantos para todos. Sobre Villa se lee en Revolución: “Una mezcla de genio intuitivo y canalla peligroso. Hace la guerra a su manera y no hay modo de disciplinarlo”. Y, como siempre, cambian cosas en la fachada, pero el edificio sigue siendo el mismo: “De qué revolución me habla. Ésa se disuelve en traiciones y mentiras. Los ricos son los de antes; y los pobres, también. Se lo dice a usted uno que la hizo”. Y más frases sobre la mentira de siempre: “Me enamoré de la democracia, ¿qué le parece?…Pero es una mujer que paga mal”. Vaya negocio ese de la democracia: “Confiar a trece millones de indios analfabetos la elección de un presidente es como pedir a una clase de escolares que elijan a su profesor”. También nos lleva a pensar desde el otro lado, desde la poltrona y la finca, desde el que tiene bestias de todo tipo a su cargo: “La revolución consiste en que muchos que no saben leer ni escribir se adueñen de las propiedades de los pocos que sí saben leer y escribir”. La pregunta que siempre le hago a mis alumnos es si nos están utilizando. O nos dejamos utilizar. No lo sé. Más frases: “Ni los principios son absolutos ni los pueblos son tan ciegos para suicidarse por respaldar una doctrina que los lleva al desastre”. Pues podría ser. El arrastre y la bajura: viva la pesca. Y Méjico, esa escuela “para alguien que mira”. La muerte, la revolución, los errores y más sotol, y más tequila en ese “perpetuo sobresalto”. Claro y meridiano, al más puro estilo de Jota y Manuel Ferrón: “La revolución les importaba sólo mientras estuvieran abajo; una vez arriba, se pondrían cómodos”. Este libro no va de creencias, va de hechos y, casi siempre, de fracasos. Incluso, hasta la supervivencia, a veces se hace cuesta arriba. En definitiva, una novela en la que recordar que muchas victorias parciales en batallitas no llevan a la victoria en la guerra. Y en Méjico, como en tantos otros sitios, la herida sigue abierta. Y la revolución, también.

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