lunes, 30 de enero de 2023
Anoxia
Hay momentos en los que todo te lleva al veneno, a los vinagres, a la etiqueta de los venenos y a las etiquetas de los vinagres. Anoxia hay que leerla con distancia, no querer hacerla presente en primera persona del singular, aunque escribe MAHN que “la distancia es siempre la posibilidad de no llegar a tiempo”. Se hace tarde. Venid un día que haga bueno. Vivos, dormidos, difuntos. Como si hubiera diferencia, ahora que todos somos zombies. En pocas horas se me han aparecido los venenos en los capítulos de Litvinenko, en el primer capítulo de Treason, en Anoxia de Miguel Ángel Hernández. Y lo he enlazado con las primeras páginas de Ahora o nunca, el dietario de 2016, en el que Miguel Sánchez-Ostiz, entre viajes fronterizos reflexiona sobre la muerte y la ancianidad de su familia política sin paños calientes, sin dulcificar lo que es amargo: “Raras veces reparamos en que nos podemos quedar solos de manera sorpresiva, repentina y todo nuestro mundo se puede venir abajo”. Y apostilla MS-O: “La filosofía de la muerte más práctica es que se muera otro. Durar al precio que sea”. Al final de Anoxia, Hernández Navarro describe esa ancianidad ya sin retorno asegurando que “ha dejado de ser un anciano para convertirse en un viejo”. Pero antes de desenchufar antenas y cables, de las paredes cuando hay tormenta y en el hospital tras la agonía, apunta MAHN que no son invisibles los muertos “por mucho que hoy quieran quitárnoslos de la vista enseguida”. Le falta a Anoxia que sonara en el Mercedes de turno Atmosphere de Joy Division, antes y después de la soga. Anoxia se puede entender como reflexión sobre el deterioro y la muerte, la nuestra y la de nuestro entorno. También se puede entender como ilustración de esos últimos momentos de antes y de ahora (no solo de esa “excentricidad decimonónica”) que son las fotos de los muertos. Cita palabras como acto de memoria y homenaje. Y con esa mezcla de desastre ecológico, de muerte continua, de cieno y urbanización de aborto de tres meses, monta un andamio que se lee bien, sin concesiones, pero con desaliento, con la convicción de que nada acaba bien en la vida, ni en color ni en blanco y negro ni con revolución de los colores. Los protagonistas, rodeados de muerte, sobreviven, huyen para hacer cosas que no estaban previstas, adquieren nuevas costumbres que sustituyen a las anteriores y al final, con tanta mierda y fango alrededor que es lo que son las vidas, se adaptan. Cuesta días o años, cuesta quitar el luto o dejarlo, pero nos adoptamos a las nuevas soledades, rodeados de esa gente incompleta que pulula en el avispero vital. Pone énfasis MAHN en las dudas que nos entran cuando descubrimos algo que no queremos descubrir, y nos entra entre el miedo y la curiosidad, y nos preguntamos sobre si seguir de vacaciones morales o nos metemos en el núcleo de la cebolla. Anoxia también es decepción y resignación, ya sea con los últimos alientos o con lo cotidiano de hacerse a la idea de la mortandad infantil: “Fueron las fotos más comunes, las de los niños. Por la alta mortalidad, pero también por esa idea cada vez más extendida de que aquellos que no poseen una imagen no han existido”. Y pone un ejemplo de treinta y tantos meses y una médula que no funciona: “Es el futuro quebrantado, el fracaso de la vida; la evidencia, más que cualquier otra cosa en este mundo, de que nada tiene sentido si algo así puede suceder”. Pero nos empeñamos en agachar la cabeza, en taparnos los oídos, en no ver el Telediario y creer que todo es mentira menos la muerte: “¿Qué hay más inevitable y habitual que la muerte? Lo anómalo y lo terrorífico es tratar de quitarla de en medio, ocultarla y hacer como si no existiera. La fotografía mortuoria constata la única certidumbre que tiene el ser humano: su caducidad”. Y en nuestra sesera no entendemos que todo se hace viejo, se olvida, se pudre y que, ni autoridades (“la orilla de la playa parece el mostrador de una pescadería macabra”) ni nosotros (“no es la primera vez que se descubre haciendo algo que no desea solo por no incomodar a los demás”) vamos a cambiar. Subraya el peligro de que ciertos deseos se cumplan, ya sean yendo a un gran premio de motociclismo o camino de un tanatorio. Y la incomprensión, y el dolor mal entendido, y la pose que tomamos ante los palos de la vida. Quizás le sobra un poquito la repetición en la reivindicación del desastre del Mar Menor, pero es una novela que se disfruta, aunque nos sobra John Coltrane y nos falta Ian Curtis. Mucho Ian Curtis.
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