jueves, 9 de mayo de 2024
Los que escuchan
Le repito mucho a mis alumnos que todo es mentira. Los que escuchan es una gran reflexión sobre la mentira, y buena prueba de ello son las frases que deja al final: “Cuando comienza el relato, se pone en marcha la máquina de la mentira”. Más: “Lo único que podemos entender es la mentira”. En la página 511, se puede leer: “Y entonces empezó la condición humana, la melodía de la mentira”. Lo dicho, todo es mentira, pero las mentiras hay que contarlas bien y Diego Sánchez Aguilar lo hace reflejando la gran mentira de los institutos y de la parafernalia que rodea al cambio climático, a las empresas y a las posibilidades de éxito en el deporte, a las mentiras que engloban el cuidado de los mayores y de los grupos que luchan contra el poder establecido: “Hay algo indefinido que Asunción odia a los profesores: esa mezcla de arrogancia y servilismo, esa falsa humildad, sus maneras extremadamente educadas y atentas que apenas ocultan una condescendencia irritante, esa forma de vestir descuidada con la que parecen decirte que ellos están por encima de la vanidad y de las frívolas modas, ese aire de cansancio y resignación que apenas pueden ocultar tras las sonrisas de bondad y paciencia infinita”. El pasado también aparece constantemente en la novela, como algo que nos genera preocupación y vergüenza propia, porque somos ratas en un mundo de ratas, somos las gaviotas que esperan la hora del recreo para lanzarse a por los bocadillos que los alumnos tiran descaradamente. Los falsos mitos sobre el cambio climático son representados por una niña ciega que parece beber vinagre por las mañanas y que, directamente, tal y como la describe DSA, da miedo. Y ante la depresión, la decepción del día a día (acaso hay otra cosa) y la ecoansiedad, solo quedan soluciones químicas: “Otros, más apegados a los espejismos de aquella burbuja universitaria y a los mitos sobre el genio y la autenticidad, vivirán como una condena que solo se hará soportable gracias al uso de drogas legales o ilegales y a prolongados tratamientos de ansiolíticos y antidepresivos hasta que la vejez y la enfermedad terminen por borrar por completo aquella idea del artista atormentado y dolorosamente superior al resto de ciudadanos vulgares y finamente puedan morir en la paz blanca de la demencia y la amnesia”. Y como todo es mentira, bien vale darle a la quijotera sobre realidad y ficción, sobre preguntas que cierran círculos y abren polígonos, con fama o sin ella: “La realidad imita a la ficción porque la realidad, como muchas veces discutieron Ulises y Esperanza, no es más que una concreción de las imágenes que soñamos, vemos o leemos”. En LQE el acercamiento al arte es amplio, con alusiones concretas a artistas con universo propio que han hecho de sus interpretaciones obras atemporales. Y no vale reír, o tomarlo todo a chufla porque está ahí, justo ahí (entrecejo, alma) lo que nos espera: “Y esa sensación de que el apocalipsis se cierne sobre nosotros de forma inexorable y que no hay un puto motivo para frívolas o educadas sonrisas”. Y en esa gran metáfora que es la existencia, pone DSA la lupa en los programas de cocina con niños (o con padres que se empeñan en llevar a esos programas a sus hijos, martirizándolos o vendiéndoles una idea equivocada de la vida): “Las abrumadoras cifras de audiencia del programa demuestran que gran parte del país quiere agarrarse nostálgicamente a esa imagen de padres y niños unidos delante de una única pantalla en una emisión en directo, obviando, al menos por unas horas, la amplia optatividad que ofrecen las plataformas de entretenimiento y la abundancia de pantallas de todos los tamaños que hay en los hogares de clase media”. Y apostilla DSA: “Con esa condescendencia con que los adultos imaginan el mundo de la infancia como uno en el que solo existen la alegría la diversión”. Otro de los puntos a destacar es la continua idea de enfrentamiento que aparece en el libro, de guerra, de ejércitos, de la inmediatez porque “viene el tiempo de las murallas, las guerras y las fortalezas”. También ejercita la palabra el autor para pensar sobre la etiqueta que ponemos a los activistas, escuchando (o no) a los Clash, a Joy Division, a Los Ramones o a Dead Kennedys, ya que “la palabra felicidad es una trampa de la que intenta huir”. Y el capitalismo neoliberal, y la alternancia política (¿no van siempre de la mano?) y esas preguntas que no queremos hacer, o nos negamos a hacer, porque pensar te mete en líos. Pero en este mundo de falsos amigos en internet (la amistad no existe, sólo tenemos gente con la que pasamos ratos), quizás únicamente nos queda la locura: “Si Don Quijote tuviera redes sociales, habría encontrado a un millón más de locos como él. Y todos habrían dicho que sí, que son gigantes, que hay una conspiración para hacernos creer que son molinos, una conspiración capitalista, un genio malvado que nos manipula para que no veamos la realidad tal y como es”. LQE es un libro complejo, lleno de relatos magníficos dentro del propio relato, que a veces se hace un poco difícil leer pero que deja siempre muy buenas impresiones a pesar que todo, absolutamente todo, sea mentira.
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