Los Soprano. Quinta temporada

La familia que reza unida…a tomar por culo unida. La familia. En primera persona del plural. Siempre nosotros por encima de todo. ¿Por qué currar como un cabrón? ¿Por qué los padres se han deslomado y han ahorrado un duro? Por nosotros. He tardado demasiado en ver terminar la quinta temporada de Los Soprano. La dejé por el quinto episodio y no se muy bien el motivo. Hay asuntos ante los que es mejor mirar hacia otro lado, aunque sean de tu familia. Un primo cabrón que la anda jodiendo sin parar; un tío al que admiras pero que se derrumba como un jodido castillo de naipes. Y, aunque suene Van Morrison, somos lo que somos. Somos instinto y punto. Aunque siempre hay decepción, depresión e ira. No siempre por este orden, pero siempre en la vida nos encontramos en algún momento con uno de estos tres elementos. No sirven servilletas de papel para dejar los recados, porque una caja de pino y los pies por delante es la única solución posible. Antes y después, y, sobre todo durante.
Hay mucha mierda en este mundo, y sólo queda luchar. Mierda sobre mierda, y, aunque un día te pongas hasta arriba, mañana sigue la misma mierda. ¿Y se puede olvidar? No, no se puede olvidar, todo sigue ahí, justo ahí, justo donde se quedó. La sombra, la esquina y la madre que los parió a todos. Y esa madre que parió a todos esos cabrones también es pariente tuyo, para variar. Y te arrastras, y los jodidos problemas siguen en el mismo lugar, como un cuadro de desvergüenza que sigue colgado en el hall de la casa. Me deja un regusto amargo esta quinta temporada de Los Soprano, aunque sea espectacular. Hubiera preferido mirar al horizonte y no ver ciertos asuntos. O tal vez no. También está bien escupir sangre y bilis de vez en cuando, que el paladar se acostumbra a todo. Y hasta las ratas se juntan, como bien nos recuerda Alatriste. Me queda la sexta temporada. Y el Dios de New Jersey dirá. Y todo lo demás.