lunes, 19 de septiembre de 2016
Sons of Anarchy. Séptima temporada.
Si Sigmund Putifroid levantara la cabeza, encendiese un televisor y, curiosamente, que no casualmente, en ese preciso momento sintonizara cualquier episodio de la séptima temporada de Sons of Anarchy, se volvía a la tumba. Nunca una serie mete a la familia en este embrollo de padres, hijos, abuelos y ancestros varios, parientes, amigos, hijos de la anarquía y del horror sin fin. Porque la deriva hacia ese horror, hacia el espanto mayúsculo no cesa en la última temporada de Sons of Anarchy. Como el rayo, pero en motos y con pistolas, con muchas pistolas. Una serie en la que se escucha mucho decir te quiero, hermano, y en la cual la mentira es la base de todo. La gran mentira. Mentira crepuscular, en este western sin arreglo en asuntos hemofílicos. Y el perdón, y las cartas marcadas en las barajas falsas, y el señor Manson, eme para los amigos, con cruces gamadas en las manos. Cuadrutura de círculos imposibles de descifrar. Y los delatores, y las confesiones de hospital, y el precio de la traición. La enésima traición. Ni en El Padrino se hace uso de la palabra Familia como en esta serie. Pero las mentiras, con Courtney Love de maestra de escuela, o sin ella, saltan. Se ven. Y los cuervos, entre las sábanas, hechos morcilla y sin ahuecar el ala carnavalesca, tienen una pinta aún peor. Y hay cárcel de redención y hay moteros que, tras las cirugías manuales, podrían entrar en la organización que lleva el cupón pro ciegos. Y siempre hay un espectro detrás de una puerta, un niño que escucha, una camarera con buenas intenciones, un Wayne para todo, un escocés que escucha, otra policía corrupta y otra con buen corazón. Hay de todo. Y manos encajadas en azoteas sin Beatles, y Carmelo empuñando un machete, y utópicas huídas a granjas con exyonkis y niños. Todo es mentira en la viña telleriana, todo es mentira en el extinto mundo morrowiano. Cenizas que huelen a cenizas, como debe ser. Hospitales en el horizonte, horror en el presente. Y las galletas de la suerte no funcionan en los funerales de la puerta de atrás, como en casi todos. Solo queda mirar al cielo y rogar que deje de llover sangre. Y cuervos cuando la hora llega. Y siempre llega la hora. El final. En un bar, en un juzgado, en una tienda, en una carretera. Llega el final, el rosario, la cuenta, la sangre de nuevo. Y el cuervo, enterrado y resucitado, vuela entre interestatales, con y sin manta. Y todo lo demás.
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