sábado, 7 de enero de 2023
La costa de los mosquitos. Segunda temporada.
La primera frase de la segunda temporada de La costa de los mosquitos de la que me acuerdo (si es que me acuerdo de algo), es mentira: “Tenemos que contarles la verdad”. Y dicha en un barco, peor todavía. Empieza LCDLM con saltos temporales, trece años atrás, con ensayos y distintas pandemias, ébolas y delfines que nos llevan a mostrarnos sin máscaras: “Las personas no cambian, solo con el tiempo muestran como son”. O no. Y clases universitarias (últimamente me encuentro demasiadas clases universitarias en las series, pero no se acaban pareciendo a la película de Stone sobre The Doors donde nos llevaba a UCLA). Cánones que nos sumergen en una tristeza infinita, o en algo que debemos asumir: “Eres un poco infeliz porque las cosas se torcieron”. ¿Y qué no se tuerce en la vida? ¿Y qué nos queda? Tragar, tragar y volver a tragar: “A veces hay que estrechar la mano que te da de comer”. Y tormentas, y chalecos amarillos ante de los chalecos amarillos, y reflexiones sobre la violencia, y padres que cuidan hijos, e hijas que cuidan padres, y parásitos y todo lo demás: “De algo sirvió leer tantos libros. Ahora a seguir aprendiendo hasta llegar a puerto”. Pero no hay puertos con buenas acogidas en el infierno, en la huida a Egipto sin Egipto. Y gabachos negros, y casas rojas, y comunas autosuficientes, y un pupitre recreado, y una máquina de escribir, y una tesis sin terminar porque “la traición solo es posible si amas”. Viva el amor. Y creemos que tenemos lo que merecemos, no lo que lo debemos creer sobre los demás: “Nunca entró en mis planes ser infeliz”. Se repite el tema de la infelicidad porque es una constante en nuestros encierros personales, porque no habría Semana Santa sin Judas. Ni gobierno. Y nada como escuchar a Parálisis Permanente para recordar que “siempre hay un dueño”, que vivimos en un inquilinato continuo que no finalizará jamás. Y creer o no creer que “la religión es una obertura a la ignorancia en la menor”. Pero acaba LCDLM con sentencias como templos coloniales de choza de tercera en las que, sin agua corriente, nos damos cuenta de todo cuando hay que limpiarse el culo: “Todo lo que pensaba que sabía es mentira. Me he enterado de la verdad de algunas cosas. Debería ser bueno, pero ahora estoy peor. No sirve de nada”. Y puestos a pensar en el origen de todo, debemos creer, como el hombre de la gorra nos dice que “si Dios hubiera trabajado un domingo hubiese acabado su labor. ¿Por qué cagarla así?”. Pero siempre nos cuentan una trola, una mierda enlatada con bonsáis de fondo a pesar de que no necesitamos bonsáis ni escorias de diseño: “Hacemos lo que es correcto. Y a veces lo correcto, en un momento dado, no es lo que queremos. Pero aún así debemos hacerlo”. Y seguimos madrugando, y trabajando, y pagando impuestos y no levantando insurrecciones contra el gobierno: “Ni siquiera puedo entender cómo es que una puta mentira dura tanto”.
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