viernes, 22 de marzo de 2024

La lealtad de los caníbales

Decía El hombre de la camisa verde que a Fujimori no lo habían entendido ni en Perú ni en el resto del mundo. De Vargas Llosa también decía muchas cosas, pero no vienen al caso. La lealtad de los caníbales nos muestra, como esa goyesca portada, un mundo en el que nos guían ciegos y mendigos llegados al poder, retrato de lo peor de la superación personal, dejando por el camino una ristra de muertos, porque “no hay muerto malo”. Es todo ficción contemporánea, y como ficción, ya sea en Perú o en España o en casi cualquier sitio, todo está podrido porque se parece demasiado a la política contemporánea. Como buen fanático del cuore, estoy de acuerdo con Diego Trelles Paz con esa afirmación en la que asegura que “la prensa rosa es un poco menos sofisticada pero más sincera”. Ahora todo ahuyenta la sinceridad y si hay que sobrevivir, lo hacemos, aunque no todos tenemos los medios de los que tienen pistolas: “A Arroyo no le gustaba perder y nunca perdía porque siempre iba armado”. Recuerdo que leí El círculo de los escritores asesinos en 2005 y me impresionó favorablemente. He buscado las reflexiones que hace casi veinte años me dejó aquella lectura, pero no las he encontrado. Aquí, en La lealtad de los caníbales, aparte del retrato, del fresco en el que las sotanas dan miedo, pero no solo las sotanas, aparte de los policías que imponen su terror, aparte del recuerdo de Sendero Luminoso, aparte de las cuitas políticas y los cierres casi feudovasalláticos del fujimorismo, DTP nos enseña esa mezcla racial de la que no queremos hablar pero que está presente y de la incultura y la falta de lectura y como todo lo hemos reducido a una búsqueda en Google, o en Spotify. Lo aceptamos, “como suelen aceptar los que pierden”. Pero en ese lienzo de Goya contemporáneo, da con la tecla de vocal y consonantes: “A esos jóvenes iletrados ahora los llaman emprendedores y se suponen que van a dominar el mundo. Si al menos leyeran, carajo, pero ni eso…”. Bueno, no leen, pero plagian, y plagiando tesis, o lo que sea, se llega alto. Y los óleos, barnizados o no, nos muestran esa pocilga inacabable, da igual longitud y latitud (¿qué pijo serán esas dos palabras?), en la que un bar representa la perspectiva perdida (llevamos desde 2º de bachiller sin leer a Cela, sin escuchar ópera, sin bernardear), ultratumba de todos nosotros. Y en el barrizal del cieno de todos sitios, se repite siempre, una y otra vez, la misma comanda: “No se pregunte nunca que hizo la democracia por nosotros porque va a deprimirse”. Y apostilla DTP: “Sendero, los milicos, la dictadura, la democracia… ¿cuál es la diferencia”. Pero ya ni es que ni interesa la política en muchos lugares porque “la democracia no sirve”. Añade el autor: “La gente vive con la cabeza enterrada en sus teléfonos. Este país ha sepultado hasta a los que aún no aparecen”. Y ya la lectura aparece marcada en una diana, o, directamente, convertida en delito, y eso explica muchas cosas: “Pareces loquita mirando todo el santo día ese aparatito de mierda, Rosalba, ¿por qué no mejor lees una novela?”. LLDLC nos saca los bajos instintos y el sexo que llevamos dentro, o que no sabemos que llevamos dentro, aunque no queramos meternos en líos lo hacemos y no salimos: “Mejor no pensar. A veces jodía pensar tanto. Cuestionarlo todo”. Sobrevivimos inmersos con unas promociones de lechuguinos que vienen del colegio sin cuestionarse absolutamente ninguna cuestión. En el colegio no los enseñan a leer, pero ven unos videos todo el día muy instructivos. No saben sumar, pero hay fiesta de inicio de curso, de carnaval, de Navidad, de fin de trimestre, de fin de curso y todas las semanas, de viernes. Hemos convertido a las nuevas (de)generaciones en frustrados que quieren un viernes perenne. ¿Y qué nos queda? Nos está saliendo una fotografía, la de la romería isidriana, muy bonita: se multiplican las herejías del teléfono y la pantalla, el descreimiento en la bondad humana, en la lectura de Unamuno. Todo es Narcos, y peli de Scorsese, y sacar ventaja de un secuestro o de acabar con nuestra alma: “Dios castigaba de manera creativa a los buenos infieles”. Reflexiona también DTP en bastantes páginas sobre la relación hábito/monje, sobre la transformación de seres sin brújula, sobre las aficiones que nos quedan y sobre la cobardía hecha rutina: “Los cobardes no sirven para la vida porque son basura, los restos podridos de cualquier sociedad”. Y las referencias al fútbol, que no falten (afortunadamente). Y dentro de ese marco, el cuadro lleva a la muerte, aunque no siempre es fácil desprenderse de ella, porque “a los muertos había que despedirlos o uno se moría con ellos”. LLDLC es un recuerdo del abuso del pasado, de las ratas que siempre están ahí (hasta en cualquier habitación, en cualquier ascensor). Y nada como señalar lo que no siempre se señala, porque tenemos móvil y lo demás no importa: “Lo peor que le puede pasar a una mujer es nacer pobre en el Perú. El infierno es más bonito. Esto es el matadero”. LLDLC deja un rastro de bufones de medio pelo, de personajes de medio camino que no terminan su recorrido, de recuerdos de un pasado extinto, de terrorismo de estado institucionalizado por pirañas que a ratos llevan uniforme y, en otros momentos, su verdadera piel de pirañas. En definitiva, LLDLC es una obra mayor que nos muestra que la maldad, casi siempre disfrazada de fealdad, vence, aunque “no nos conviene ahora un cementerio más grande”. Pero hoy es viernes, y voy a ver la fiesta que toca hoy en el colegio mientras suena Coldplay.

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