jueves, 18 de julio de 2024

Perder el juicio

En la última frase de la contraportada de Perder el juicio, se puede leer: “Como dice Harwicz, se escribe una novela cuando se está en desacuerdo con el sentido de las palabras, cuando dejar de mentir es imposible”. Cierto, porque todo es mentira. No hay ningún tipo de límite en Perder el juicio. Ariana Harwicz lo deja claro desde la página 12 de esta edición de Anagrama: “Nunca se puede saber de antemano en lo que alguien puede convertirse”. Con el hombre de la camisa verde, siempre se repetía lo mismo: “De tarantinianos a chistes ambulantes”. Todo mentira. Tanta crisis existencial para acabar haciendo actos primarios. Apostilla AH: “No se decide nada a lo largo de una vida, uno va siguiendo con debilidad la propia vida por los caminos que te van indicando, las vas tratando de alcanzar sin firmeza siempre a unos pasos de caer en un barranco, pidiendo ayuda a la persona equivocada, haciendo autostop en una carrera peligrosa, huyendo de donde había que quedarse, quedándose por error”. Como todo es mentira, somos irrelevantes (“Podría no haber nacido nunca y todo sería igual”). Perder el juicio nos lleva a esos lugares comunes de la desesperación, de la huida con rémoras, de las cucarachas que comparten mesa contigo, del pelo en el consomé: “Puedo sentir la desconfianza del cerdo cuando se da cuenta de que lo van a seccionar vivo pero no todavía”. Y siempre nos equivocamos (lo sabemos, y seguimos fallando), y escuchamos como “el sonido de la peor opción de todas ya resuena”. Pero entonces surge el maldito listón (lo que mide, lo que esperamos que mida, lo que mida ponía en las camisetas). Y en ese listón, con ese maldito listón (con y sin Van Morrison de fondo), “tarda mucho la vida en volverse real, a veces nunca termina de volverse real”. Y apostilla AH: “Es que todo termina siendo menos de lo que pensábamos”. Reflexiona AH sobre el miedo (y su cambio de tercio, de bandada, de jauría, porque esta es una novela de caza y evasión, de religión con plan b y sin él, con canciones ausentes y otras que tararear). Ahora, con el jaleo francés (“siempre ha sido el jaleo francés”, decía EHDLCV) no está mal leer párrafos enteros de PEJ (“Todos atentos al color de la piel porque mucho universalismo y multiculturalismo pero para los de enfrente”). No está mal, porque “Francia está destinada a vivir amurallada”. Y luego, el flujo: “Hay que combatir esta adicción porque después de una gota viene el sorbo, el vaso, la botella y la intoxicación de etanol”. Y en esas seguimos, en ese inconformismo (sin capaces de vernos desde fuera): “A nadie le alcanza con el amor convencional”, porque, a final de cuentas (suma y sigue), “el amor es la indefensión máxima”. Y el conejismo llevado al extremo, y en ese extremo, todo mentira: “Cómo cambian las expresiones de los esposos cuando están solos”. Añade Harwicz, con razón total: “Tantas cosas se dicen a lo largo de un matrimonio, tantas cosas se hablan y casi nada es cierto”. Y en ese realismo de Perder el juicio, sobran espejos, porque todo se ve reflejado, absolutamente todo: “No es solo que el amor se fue, es que también se va el ensayo, la repetición, los celos, el sarcasmo del amor”. Y en este títere magistral que no exige mucho tiempo de lectura, no hay espacio para dejar fuera a nadie fuera de la diana (“amar a una madre es como entrar en una secta”). Pero todo es mentira, porque “la vida es a veces un error completo”. Y en esta novela maravillosa, hasta en el final hay píldoras mágicas: “Siempre están los que encubren un crimen haciéndolo pasar por accidente y siempre están los cínicos de su tiempo”. Que no muera el cinismo.

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