jueves, 28 de marzo de 2024
Los alemanes
Me desconcertó mucho el comienzo de Los alemanes de Sergio del Molino. No sabía si estaba asistiendo al entierro de un mito, de un Sergio Algora, de un tipo que desborda la imaginación propia y ajena, pero que no es entendido siempre como se merecía. Además, aparecía política y fútbol, pero sin chiringuito, con tipos de estrella davidiana ejerciendo el berlusconianismo en tierras zaragozanas pero sin colchones ni teléfonos. La vida es eso que pasa entre un entierro y otro, me dijo más de una vez el hombre de la camisa verde. Los alemanes es una novela de gente de carné confuso, de música de otro tiempo, de palabras en desuso, pero con los instintos atemporales: los del furor y la sangre. Entre esos entierros a los que estamos abocados a llegar, siempre nos queda un resquicio para la Historia. Los alemanes nos lleva a la historia del último siglo, que es también el periodo que va entre una guerra y otro. La Paz Armada, otra farsa, como también decía EHDLCV. En esa desnaturalización del alma de los clubes de fútbol de la que escribe Sergio del Molino, hemos aprendido que el dinero, como casi siempre, lo es casi todo. Para los que somos muy futboleros, o, directamente, enfermamente futboleros, nos gana SDM al escribir en la página 50 lo siguiente: Sabemos que comprar un equipo de fútbol es como comprar los álbumes de fotos de una familia o su casa del pueblo”. Y este libro es que va, y mucho, de álbumes de fotos, de esos que en un momento te enorgulleces de enseñar a tus amigos, a las personas en las que crees que confías (falso, no tenemos amigos, tenemos gente con la que pasamos ratos, salvo los que van al cementerio y al tanatorio cuando cae alguien de tu familia) y que luego, a golpe de tuit, escondes para que nadie vea, y hasta reniegas de ellos. Y de tus apellidos: “El pasado nunca deja de molestarnos, por eso nos preocupamos por conocerlo tan bien, para asegurarnos de que no nos hace daño”. Reflexiona SDM, sobre el poder de hacer daño de la familia, o del que creemos que nos puede alcanzar en nuestra integridad. Los secretos familiares no se quedan en las guerras, porque siempre había alguien que conocía a alguien que nos citaba, o cita, o citará, porque es así, “qué perversa es la memoria”. En este retrato, de lo que pasó en 1916 y de lo que pasa ahora (“un bar de gente mayor, como son todos los bares de ahora”) no hay medias tintas. Escribe SDM sobre tesoros nacionales (podemos llamar nación a cualquier barrio, a cualquier colonia, a cualquier ciudad) que, antes o después, se agrietan, y hay pintarlos, o, directamente, revisar su cimentación. A esa colonia de alemanes que llega a Zaragoza, se le gruyerea el queso con la proclamación de la II República en España, con el nazismo, con Franco, con todo lo que viene después. Subraya el autor el asunto de la patria, sobre la relación entre profesores (que son maestro y alumno a la vez), sobre la dificultad de las relaciones afectivas cuando se juntan con lo político, porque lo político es todo. El retrato de lo concejil, mezclado con la basura futboinmobiliaria, nos recuerdo a un chófer de Drácula metido a alcalde y, directamente, a la mafia. Los alemanes también es sopranística en lo que describe de informes y sobres con informes, en la debilidad de la palabra dada, porque todo es mentira. En clase, cuando estoy con los alumnos, no siempre es fácil que entiendan el triunfo del nazismo, pero es que ahora no se entienden los tiempos en Historia porque directamente, no se lee. “Las familias siempre mienten”, se lee en Los alemanes. Y SDM, apostilla: “Es mejor hacer caso a los historiadores”. ¿Qué somos? A principio de curso, repito mucho esos alumnos, que no son los mismos cada año, pero a los que cuesta distinguir cada curso porque todo se parece más a todo cada vez, una frase de George Harrison que suena rancia pero en la que hago hincapié: “Prefiero ser un exbeatle a ser un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Las etiquetas, que vivimos rodeados de etiquetas. También leemos en Los alemanes sobre madrigueras de ratas, sobre el carisma mal entendido, sobre el uso de fondos que se desvían, sobre ruinas mal llevadas y, sobre ese pasado que unas veces nos da lustre y otras metemos en el cajón: “No hay que perder de vista nunca el pasado. Quien se olvida está jodido”. Humanismo y narraciones, locura y cuentos prusianos, porque también hay leyendas de santos y recitales nocturnos de niños muertos, madres que son muertas en vida y vidas en las que se nota, demasiado, la muerte. Y a esa sociedad contemporánea de gente con perros y gente que olvida, también se refiere SDM: “Que no nos pongamos elegíacos, qué risa. Si el pasado es lo único que nos queda. No tenemos hijos, nuestra familia termina en nosotros. ¿De qué vamos a hablar, si no es de los muertos y las herencias?”. También hay alusión a la soledad contemporánea, la de individuos rodeados de esbirros y secuaces pero que realmente están solos, pero que solo miran con recelo a la mamá de turno para culpar. Y de la soledad institucionalizada, la última, la del viejo con pañales y babas definitivas cuidado por aquella señora que vino del este, o del este del este, y que ejerce su estalinismo con todo aquello que se acerque al pañal o a las babas. En definitiva, un buen libro para pensar que menos la muerte, todo es mentira, aunque tengamos que ir a Palermo a ver su victoria a caballo.
martes, 26 de marzo de 2024
Los días perfectos
Me ha gustado menos Los días perfectos que Las despedidas, y me ha gustado más la segunda parte de Los días perfectos que la primera. Jacobo Bergareche desnuda (no solo en lo físico) a sus personajes, a los protagonistas de una vida cotidiana que aburre y que buscan un plan B en sus existencias. Pero esos planes, los alternativos, duran lo que no siempre queremos que duren, se nos escapan. No podemos esperar que no acaben. Con la excusa de un reportaje, el protagonista va a Austin (Tejas, siempre con jota como decía el profesor Andreo García) y se encuentra con ese plan que no esperaba y que lo despierta, lo saca de su letargo, de ese coma sin hospital de la jodida rutina de todos los días. El profesor Andreo García era de Historia de América, pero JB empieza con una cita que la Doctora Martínez Carrillo, de Historia Medieval, hubiese firmado: “En este predicamento, conté diligentemente los días de pura y genuina felicidad que tocaron: ascendieron a catorce”. No sé si la profesora de Albacete llegó a tantos días de felicidad, con el vinagre mañanero que le alegraba el resto del día a ella y a sus alumnos… Pero aquí lo que recuerda el autor es lo que se escapa: “Te tuve, me tuviste. Nos tuvimos”. Cuando sacamos el periscopio de recuerdos, acabamos siempre a la deriva, tragando sal y agua aún más salada y si llegamos a la orilla no sabemos si rezar para seguir vivos o desear que esta agonía que se eterniza acabe ya: “Los recuerdos que no se apoyan en imágenes, ni palabras, ni objetos se deshacen poco a poco en la memoria, pierden la nitidez, sus contornos se diluyen, sus colores se entremezclan y al final solo queda una mancha borrosa de luz contra esa oscuridad que termina por engullirlo todo”. Tengo cintas de casete con las críticas de cine que hacía Rafael Escalada en el programa de Abellán, y recordé, a la vez que empezaba la lectura de LDP aquella que realizó cuando el estreno de Los puentes de Madison. Escalada hablaba de la posibilidad de elegir. Muchas veces nos preguntamos si en esas elecciones, en las que hacemos y en las que no realizamos, o realizaremos nunca, podemos herir a los que nos rodean para satisfacer nuestras necesidades de revivir. Vivir, en plan supervivencia de bestia en la jungla, no nos vale. No. O no debería valernos. Pero no nos levantamos, no damos un golpe en la mesa, seguimos en ese letargo antilisérgico que es la cotidianeidad. JB nos hace reflexionar sobre el tiempo que compartimos y el que no: “Es preciso contar también el tiempo sin ti, porque también la ausencia le ha dado forma a lo nuestro, igual que el silencio se lo da a la música, y la sombra a la pintura”. ¿Y qué hacemos cuándo alguien nos cambia? ¿Nos seguimos conformando? ¿Somos capaces de llevar la revuelta al límite de la revolución? El autor, de nuevo, nos lleva a ese océano: “Me quedo con la metáfora para decirte que cuando llegaste, sentía mi vida como un enorme buque, cargado de contenedores apilados, algunos llenos de residuos tóxicos, otros llenos de ilusiones con fecha de caducidad, de responsabilidades, de preocupaciones, otros rebosantes de deseos reprimidos”. Y apostilla Bergareche: “Era un buque insoportablemente lento sobre un océano demasiado ancho”. En esa maniobra de evasión, o de intento de maniobra de evasión que es LDP, utiliza el autor la receta de abrir la mente (al sol, siempre al sol) a los que no conocemos, porque como en la canción de Airbag, quizás con los que conocemos (o creemos conocer), nos llega la decepción: “Llega un punto en la vida en el que solo con los desconocidos se puede hablar, sin temor a asustarles ni decepcionarles, de nuestros deseos ocultos, de aquello en lo que hemos dejado de creer, de aquello que ya no queremos ser y de aquello en lo que empezamos a convertirnos”. Pero el tocino de cielo, tan rico, solo nos dura un poquito en la boca y “es como si me hubiesen vuelto a hacer creer en los Reyes Magos para cancelarme después la Navidad”. JB intenta cuantificar días perfectos, días memorables, y si todos intentamos hacer ese recuento quizás volvería la decepción en nuestro Excel particular de cuantificación, y, sobre todo, de la comparación: “No se debe comparar jamás, solo se compara para elegir, para establecer la superioridad de una cosa sobre la otra. La comparación siempre compromete el disfrute de las cosas, la capacidad de apreciarlas por lo que son y el momento en el que nos llegan”. Y quizás, definitivamente quizás, “la crueldad empieza cuando el engaño forma parte del disfrute”. Don Ángel hablaba en uno de sus últimos sermones de que todos hemos sido infieles, aunque nos duela reconocerlo. Y es así. Y en esa parte final del libro, la que más me ha gustado, el océano, al llegar a esa orilla, está seco, porque “hace años que no imaginamos juntos”. Añade JB: “Todas esas rutinas que establecemos para poder sentir que somos aún pareja”. Y entonces, llega lo que no queremos, o lo que pensábamos que no llegaría: “En la vida me va a tocar aburrirme mucho, que más vale que empiece ya a aprender eso”. Pero no hay fórmulas mágicas ni “potingues” para acabar con el desgaste. Pero siempre nos queda La marquesa de Santa Cruz, y recrearnos con ella antes de que empiece otra semana de rutinas. Un excelente libro para evitar caer en lo monótono de la repetición o, por lo menos, pensar en no hacerlo.
domingo, 24 de marzo de 2024
Noche
Noche, de Alejandro Sawa, rezuma desde el principio un odio visceral a los falsos beatos que, en cuanto vienen mal dadas, se comportan como los peores demonios. Nada como fingir rezos, o rezar por fingimiento, y ser un cero absoluto. Noche, de 1888, nos describe ese panorama de familias oscuras, de padres con silencios y órdenes, de olor a cera y demasiado rosario desde el punto negativo. En esta primera aproximación a Sawa, quedan claras las dianas a las que lanza flechas el autor: las eclesiásticas. La de esos padres que anulan a sus criaturas porque tienen “oficina por la mañana y santurreo por la tarde”. Oscurantismo de final del XIX llevado a su máxima expresión en una Restauración que sólo restauró tinieblas, que trajo más sombras y decepciones, que llevó a los tesoros nacionales al peor de los infiernos y que relegó a la mujer de la cocina a la cama y de la cama a la cocina: “La belleza en la mujer es cosa que trasciende a prostitución a dos kilómetros de distancia”. Reflexiona AS sobre la sobreprotección negativa, sobre la eliminación de la libertad individual, sobre la forma de convertir a los hijos en animales de carga: “Eran plantas de invernadero, y hallaban la vida en le interior de la estufa. Fuera de ella, estaría la muerte”. La lectura nos muestra una vida descorazonadora, sin ilusión, sin posibilidad de escape que no sea más que humillación y olvido. Hace énfasis el autor en lo peor, en lo cursi y hortera, en lo peor de una sociedad que antes o después iba a llevar al colapso. Y en esa cerrazón, tocaba bajar la persiana, esconder las almas, someterse a la canallada y no había maniobra de evasión posible: “No se recogen por la calle sino impiedades y pulmonías”. La vida, esa sucesión de desgracias, que decía el hombre de la camisa verde. Escribe Sawa: “Todas las construcciones de la vida están hechas con la misma cantidad de prudencia que de ladrillos o hierro; la cólera no sirve sino para hacer destrozos”. Todo es mentira, incluso con algunos curas: “El responso bárbaro de un cura indiferente que canta sus oraciones porque de ellas come, extraño completamente a las enormes inspiraciones religiosas”. Una obra oscura que ilustra con palabras desoladoras el erial en el que España ni labraba ni quería labrar. Al final, ya al final, escribe Sawa que "los únicos historiadores posibles son los novelistas modernos”. Nada como un pequeño libro para mostrar los grandes males de una España que, pese a transcurridos ciento treinta y seis años, no ha cambiado tanto. O quizás no queremos que cambie.
viernes, 22 de marzo de 2024
La lealtad de los caníbales
Decía El hombre de la camisa verde que a Fujimori no lo habían entendido ni en Perú ni en el resto del mundo. De Vargas Llosa también decía muchas cosas, pero no vienen al caso. La lealtad de los caníbales nos muestra, como esa goyesca portada, un mundo en el que nos guían ciegos y mendigos llegados al poder, retrato de lo peor de la superación personal, dejando por el camino una ristra de muertos, porque “no hay muerto malo”. Es todo ficción contemporánea, y como ficción, ya sea en Perú o en España o en casi cualquier sitio, todo está podrido porque se parece demasiado a la política contemporánea. Como buen fanático del cuore, estoy de acuerdo con Diego Trelles Paz con esa afirmación en la que asegura que “la prensa rosa es un poco menos sofisticada pero más sincera”. Ahora todo ahuyenta la sinceridad y si hay que sobrevivir, lo hacemos, aunque no todos tenemos los medios de los que tienen pistolas: “A Arroyo no le gustaba perder y nunca perdía porque siempre iba armado”. Recuerdo que leí El círculo de los escritores asesinos en 2005 y me impresionó favorablemente. He buscado las reflexiones que hace casi veinte años me dejó aquella lectura, pero no las he encontrado. Aquí, en La lealtad de los caníbales, aparte del retrato, del fresco en el que las sotanas dan miedo, pero no solo las sotanas, aparte de los policías que imponen su terror, aparte del recuerdo de Sendero Luminoso, aparte de las cuitas políticas y los cierres casi feudovasalláticos del fujimorismo, DTP nos enseña esa mezcla racial de la que no queremos hablar pero que está presente y de la incultura y la falta de lectura y como todo lo hemos reducido a una búsqueda en Google, o en Spotify. Lo aceptamos, “como suelen aceptar los que pierden”. Pero en ese lienzo de Goya contemporáneo, da con la tecla de vocal y consonantes: “A esos jóvenes iletrados ahora los llaman emprendedores y se suponen que van a dominar el mundo. Si al menos leyeran, carajo, pero ni eso…”. Bueno, no leen, pero plagian, y plagiando tesis, o lo que sea, se llega alto. Y los óleos, barnizados o no, nos muestran esa pocilga inacabable, da igual longitud y latitud (¿qué pijo serán esas dos palabras?), en la que un bar representa la perspectiva perdida (llevamos desde 2º de bachiller sin leer a Cela, sin escuchar ópera, sin bernardear), ultratumba de todos nosotros. Y en el barrizal del cieno de todos sitios, se repite siempre, una y otra vez, la misma comanda: “No se pregunte nunca que hizo la democracia por nosotros porque va a deprimirse”. Y apostilla DTP: “Sendero, los milicos, la dictadura, la democracia… ¿cuál es la diferencia”. Pero ya ni es que ni interesa la política en muchos lugares porque “la democracia no sirve”. Añade el autor: “La gente vive con la cabeza enterrada en sus teléfonos. Este país ha sepultado hasta a los que aún no aparecen”. Y ya la lectura aparece marcada en una diana, o, directamente, convertida en delito, y eso explica muchas cosas: “Pareces loquita mirando todo el santo día ese aparatito de mierda, Rosalba, ¿por qué no mejor lees una novela?”. LLDLC nos saca los bajos instintos y el sexo que llevamos dentro, o que no sabemos que llevamos dentro, aunque no queramos meternos en líos lo hacemos y no salimos: “Mejor no pensar. A veces jodía pensar tanto. Cuestionarlo todo”. Sobrevivimos inmersos con unas promociones de lechuguinos que vienen del colegio sin cuestionarse absolutamente ninguna cuestión. En el colegio no los enseñan a leer, pero ven unos videos todo el día muy instructivos. No saben sumar, pero hay fiesta de inicio de curso, de carnaval, de Navidad, de fin de trimestre, de fin de curso y todas las semanas, de viernes. Hemos convertido a las nuevas (de)generaciones en frustrados que quieren un viernes perenne. ¿Y qué nos queda? Nos está saliendo una fotografía, la de la romería isidriana, muy bonita: se multiplican las herejías del teléfono y la pantalla, el descreimiento en la bondad humana, en la lectura de Unamuno. Todo es Narcos, y peli de Scorsese, y sacar ventaja de un secuestro o de acabar con nuestra alma: “Dios castigaba de manera creativa a los buenos infieles”. Reflexiona también DTP en bastantes páginas sobre la relación hábito/monje, sobre la transformación de seres sin brújula, sobre las aficiones que nos quedan y sobre la cobardía hecha rutina: “Los cobardes no sirven para la vida porque son basura, los restos podridos de cualquier sociedad”. Y las referencias al fútbol, que no falten (afortunadamente). Y dentro de ese marco, el cuadro lleva a la muerte, aunque no siempre es fácil desprenderse de ella, porque “a los muertos había que despedirlos o uno se moría con ellos”. LLDLC es un recuerdo del abuso del pasado, de las ratas que siempre están ahí (hasta en cualquier habitación, en cualquier ascensor). Y nada como señalar lo que no siempre se señala, porque tenemos móvil y lo demás no importa: “Lo peor que le puede pasar a una mujer es nacer pobre en el Perú. El infierno es más bonito. Esto es el matadero”. LLDLC deja un rastro de bufones de medio pelo, de personajes de medio camino que no terminan su recorrido, de recuerdos de un pasado extinto, de terrorismo de estado institucionalizado por pirañas que a ratos llevan uniforme y, en otros momentos, su verdadera piel de pirañas. En definitiva, LLDLC es una obra mayor que nos muestra que la maldad, casi siempre disfrazada de fealdad, vence, aunque “no nos conviene ahora un cementerio más grande”. Pero hoy es viernes, y voy a ver la fiesta que toca hoy en el colegio mientras suena Coldplay.
miércoles, 20 de marzo de 2024
Nos vemos en otra vida. Primera temporada.
No he leído el libro de Manuel Jabois en el que se basa Nos vemos en otra vida. La serie nos hace pensar sobre los que participaron en el atentado del 11M (sobre la dinamita, sobre las minas, sobre los que compraron la dinamita y sobre los que vendieron y trasladaron los explosivos sin hacer preguntas, o haciendo preguntas y sin recibir respuestas) pero no se pregunta en ningún momento la gran pregunta: ¿Quién pagó todo aquello? ¿Quién financió y fue el autor intelectual del 11M? A muchos les pasa lo que al gitanillo protagonista, “es que en esos años, no pensaba mucho”. La serie, con saltos temporales, nos mete de lleno en la vida de un crío de Avilés que se ve obligado a buscarse la vida (y el centro de menores), cualquier cosa por escapar de la obra y de la mina y del trabajo de verdad, por mucho que lleves el 5 de Zidane a la espalda. En el primer capítulo, el retrato no se dulcifica: “Los que tuvieron suerte están muertos; los que no, están en la cárcel”. Y entonces, la figura de Suárez Trashorras, aparece como si de un personaje de ficción se tratase (porque no lo te lo imaginas ni en una novela mala: “Emilio era un esquizofrénico con acceso a dinamita. Por eso dijeron que a los yihadistas les vino Dios a ver cuando Emilio se cruzó en su camino”. En ese ambiente, todos se conocían pero nadie dijo el no por respuesta, todos siguieron colaborando, pero da la sensación, a lo largo de la serie, de que faltan piezas. No puede ser que esos tipejos que compraban mochilas en el supermercado lo organizaran todo. No. ¿Quién mueve los hilos? Pero esta ficción está bien hecha, es un reflejo de aquellos años en los que valía cualquier cosa para salir de un agujero pequeño y, antes o después, acabar en un agujero más grande. Pero siguen faltando preguntas. Y muchas respuestas, que nadie quiere darlas.
lunes, 18 de marzo de 2024
Obituary. Primera temporada.
Obituary tiene algo de Dexter, de justicia de primera mano, de cercanía y sospecha, de accidente divino y de interrupción estelar. Y hay palabras en latín que hay que inventar, o volver a inventar para que se vuelvan a utilizar. Obituary está ubicado en un pueblo sin Primark con 5007 habitantes (y bajando). Y si algo no ocurre, la dexterización llega aunque lleva ropa de rayas escocesas, y padre borracho y se dedique a las necrológicas en un periódico de mierda que solo paga por trabajo realizado. Todo muy esquizofrénico. “A veces me preocupa que me pillen, pero entonces recuerdo la clase de gente que vive en este pueblo y se me pasa la preocupación. Pero en el caso de que algo saliese mal, he decidido que los traeré al cementerio”. Obituary va del deliro del pub cutre, a los parroquianos aún más cutres, a un mundo en el que la supervivencia va de imaginación y trapicheo, de respirar para atrapar secretos que, antes o después, tendrán que salir a relucir. Pero no relucen porque en esas tierras insulares solo hay lluvia y oscuridad y cuando te vas a dar cuenta, estás perdido, porque como el moribundo, ya sabes lo que te espera: “Está controlado. Eso es lo mismo que dije yo cuando empecé a toser sangre”. El infierno sigue lleno de buenas intenciones. Muy lleno.
domingo, 17 de marzo de 2024
Los amos del aire. Primera temporada.
“Llegamos de todos los rincones del país con un mismo objetivo: llevar la guerra a las puertas de Hitler”. Fiordos, B-17’s en escuadrón, cazadoras de cuero, palillos en la boca, sorpresas desagradables en el aire y una Europa vista desde los cielos. Y Viva Inglaterra, aunque se confunda con Francia. Y los geógrafos, también llamados navegantes, jodiendo la marrana. Y el problema, desde el principio, de la cadena de mando porque “el hecho de llevar la batuta no le convierte en director de orquesta”. Y para esa pandilla, entre Judas y Cristos, siempre hay preparada una última cena. Viva Bremen. Los amos del aire te llevan a esas miradas perdidas ante de subir al bicho volador sin saber si habrá vuelta, sin saber si esa bienvenida macabra será la penúltima o no será. “¿Les gusta la cerveza, no?”. Fintar, fintar y volver a fintar. Viva Argelia. Viva Münster. Viva Londres. Viva Nuremberg. “Tu amigo iba en aquel avión por un motivo, porque Adolf Hitler y su banda de matones decidieron dominar el mundo. Nada más. En esta guerra ese es el motivo de todos los muertos”. Pero quizás todos los muertos no eran iguales, quizás un bombardeo a la salida de misa en el centro de una ciudad alemana un domingo era evitable, o, por momentos, postergable. Esas preguntas, las que nos hacemos cuando buscamos justificaciones, nos llevan a creer que todo hubiese sido posible por otros medios. Pero no. Al igual que en Band of Brothers, un último episodio en el que se huele la carne quemada nos disipa esas preguntas, nos disipa cualquier atisbo de duda. Había que hacerlo, y, si se diese el caso de nuevo, habría que hacerlo otra vez. Quizás hay recreo en los cielos, en las defensas antiaéreas alemanas, en los caballos blancos llenos de sangre, en los niños nazis sacando agua de un barco que se hundía. Quizás, pero ese último episodio, el de reencuentros y huidas, el de vuelos alimenticios, vale para responderlo todo. O casi todo. “Con las matanzas que hacemos, un día sí y otro también, eso te transforma, te hace diferente. Y no para bien. A veces, al despertar, no me reconozco en el espejo”. Es que no hay guerra, ni la hubo, para bien. Todo eso son majaderías de palomos que aplaudían a las 8 de la tarde desde ventanas y balcones haciendo el gilipollas pensando que con eso iba a cambiar algo. A la mierda las banderas blancas: “Estamos aquí para combatir a los monstruos. Hemos tenido que hacer cosas difíciles, pero fue necesario. No hay elección. Ya has visto de que son capaces. Se lo merecen”. Sobre los alemanes en esa guerra, Los amos del aire, con fuego aéreo nocturno nos repite: “Asunto: curiosa palabra para la muerte (…). Los alemanes se merecen todas tus bombas. Hay quien diferencia la guerra de la matanza indiscriminada, ellos no (…)”. Y la ración doble de pomelos mejor la dejamos para otro día.
jueves, 14 de marzo de 2024
La vida secreta de Roberto Bolaño
Las vidas que se entrelazan en La vida secreta de Roberto Bolaño nos llevan a personajes que se refugian en metáforas y agujas, que se esconden entre sudores varios y retinas equivocadas, entre cenizas de cigarros que se niegan a morir por mucho que el sueño tangerino lleve a otras tentaciones. Esos tipos, algunos “con los ojos brillantes por el licor y el infierno”, nos llevan historias o son, directamente, la historia del relato, de los relatos. Son historias, o historia, con mayúscula, de las que escuchamos porque alguien “me la contó con orgullo del que ha inventado un cuento verdadero”. Pero son historias, o historia, que nos trasladan a una lectura con la que disfrutar con locura, porque “el placer es imposible de definir, por eso es tan abierto y antojadizo”. ¿La verdad? Todo es mentira, les suelto continuamente a mis alumnos en clase de Historia, contando historias. “Nadie existe hasta que es observado”, escribe Montero Glez borgetizando y asegurando que “nunca quise ser escritor, tan sólo escribir”. LVSDRB nos lleva a cuentos etílicos y nostálgicos, a ausencia de victoria porque “de poco o nada sirven las derrotas si no te fundes con ellas en su razón de ser”. Como todo es mentira, reflexiona Montero Glez sobre los caprichos que tienen los dioses (sobre todo, con los jóvenes), sobre Marsé y ficciones que parecen verdad, sobre Ouka Leele y el verano en el que acabó la vida de Ceesepe y sobre como “la culpa siempre hormiguea”. Historias, o historia, de hígados calientes, de canciones con causa, de plegarias de distinta suciedad, de pláticas que no siempre llevan a la enredadera del jardín. Pero en esa enredadera, o en lo que parece la enredadera, toca escapar, pero “huir hacia adelante es lo que tiene, que si no la haces con cierta gracia puedes pisar en falso y acabar en el abismo”. LVSDRB es sucesión de escapadas sin escapada “porque el futuro, por mucho nos lo pinten de rosa, no existe”. Y apostilla MG: “Si existiese estaría en los cementerios”. La perfección que nunca llega, por mucho que pongamos acentos en monosílabos que no los necesitan, en curas a enfermedades que no la tienen: “La ciencia, al igual que la literatura, requiere un cúmulo de errores que hace felices a los hombres mientras se equivocan”. Y para rematar la sucesión, incide en la figura del maldito, en prosas que no siempre recordamos, en estilos que se pierden entre continentes y en recordar lo que es inevitable tener en el centro del iris: “El pasado es lo más parecido al recuerdo de un sueño”. Un buen libro para disfrutar de los matices y para recordar himnos de Nick Cave, al que siempre deberíamos tener presente.
miércoles, 13 de marzo de 2024
The Gentlemen. Primera temporada.
Decía EHDLCV que el dinero vuela y las putas se van corriendo. Otras veces decía que van corriendo, que dependía del contexto. Y del dinero. Sobre todo, del dinero. Las historias de Guy Ritchie no van de Inglaterra (aunque citen a Tony Blair y Guillermo el Conquistador [Viva Normandía]), van del Rubicón que debemos cruzar y del Julio César que llevamos dentro (los idus, los putos idus). Hubo toda una generación de británicos (y gente con apariencia de británicos, o borracheras de británicos) que creció con el chascarrillo de las frases de Lock & Stock. Con The Gentlemen no se llega a tanto, pero no será por palomas, o por palomas mensajeras, o por la granja entera, antes y después de pasar por el matadero, porque “nada une más que un poco de sangre sobre la lona”. No sólo de L&S hay en TG, sino de Cerdos y Diamantes, porque siempre hay algo que poner en la lápida, sea de mármol de Macael o de peor calidad y que se pone de mierda hasta el culo cada vez que la calima hace de las suyas: “Educamos al perro, no al hombre. Hay un perro en todo hombre que el hombre no puede controlar, así que lo hemos controlado por él. ¿Sabes cuál es el reto fundamental de la condición humana? Demasiado perro no entrenado”. Demasiado perro no entrenado. También hay vírgenes y gitanos en este universo neodarwinista: “Las personas o sobreviven en la jungla o existen en el zoo. Pocos reconocen la importancia de la paradójica reconciliación de las dos”. Con música que ayuda a la reflexión continua, al cambio de la dirección del viento, a los secretos, a las convivencias, al cristianismo utilizado, vemos una serie que nos lleva a la prisa y la violencia, a la jodienda y a lo susceptible de la inmediatez porque “los relojes son para la jubilación, y no es tiempo para ello”. O, podemos “reciclarnos como jugueteros”. Como putos jugueteros. Y luego, el continuo deseo de ajusticiar (no sólo en plazas públicas, pero también en ellas): “No basta con hacer justicia. La justicia debe ser vista para que se haga como aviso para aquellos que tengan tentaciones en el futuro”. Y eso es la vida una sucesión interminable de derrotas, de decepciones y de visiones que te llevan a darle a la quijotera en el diván frente a la lavadora: “A veces ganas y a veces ves como matan a alguien a machetazos”. Y más de una vez, hubiera añadido EHDLCV. Siempre hay que pensar en poner testiculina a nuestras vidas, y no solo en utopías hitlerianas, pero es que sin peligro no hay premio, no podríamos escapar (o intentar escapar) de la cárcel nuestra de todos los días. Lo dicho, una joya que podría estar mejor pulida pero que, por momentos, recuerda a ese mejor L&S, al de la sonrisa maliciosa y los dardos envenenados de Vinnie Jones. O no. O simplemente nos hemos hecho demasiado mayores y nos creemos lo que no somos.
miércoles, 6 de marzo de 2024
Lionel Asbo. El estado de Inglaterra.
Cuando tienes un garrulo en tu familia no hay forma de deshacerte de él (da igual el grado de parentesco, es tu familia). Siempre estará ahí. Siempre habrá una llamada de teléfono. Siempre habrá una habitación que compartir. Siempre. Siempre. Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, es un retrato de un país, pero también de una generación, de un grupo de macarras que, por suerte o por desgracia, siempre están ahí. Y lo mejor es que, de página en página, te sale la carcajada mientras estás leyendo (“profesores; son todos una panda de perdedores”) esta foto con marco de Lionel y de su ciudad, Diston, que describe así Martin Amis: “Diston, con sus embarazos de colegialas de primaria, sus chiquillos desdentados y sus veinteañeros asmáticos y sus treintañeros artríticos y sus cuarentones lisiados y sus cincuentones demenciados, y sin sesentones”. Ese es el lugar “donde la calamidad hacía su ronda diaria, como los carteros”. Diston, la ciudad, como tantas, con enfermedades carenciales en las criaturas escolares y en la cual “como todo distoniano con la edad suficiente para caminar, Des conocía la existencia de la pornografía en la red”. Y no sólo de los que están en el cuadro, sino de los que están fuera, de los que estamos fuera, de los que estarán fuera desde la guardería: “La postura moderna estándar: caras muy inclinadas hacia terminales de telefonía móvil sostenidas a la altura de la cintura”. Ese tonto con suerte, Lionel Asbo, un Wayne Rooney a todas las luces, y que le pasa lo que a todos los que la loto premia, “que te quedas insensible, ni feliz, ni triste, insensible…”. Y esa insensibilidad, unida a lo hortera y lo macarra, describe muy bien a los que les cambia todo, porque se “sentía absolutamente feliz con el porno”: Y llega el dinero y llegan las avispas revoleteando, y las moscas de color verde metálico (vulgo, las de la mierda) y todo cambia, aunque se mantenga “el andar neolítico”. Lionel Asbo, podría pasar por ser otro animalito en su “zoo de hermanos”, pero ejerce de tío con un sobrino mestizo (“el antihéroe, el contrapadre. Lionel hablaba. Des escuchaba y hacía lo contrario), y todo se complica porque pasar de un piso 33 a una mansión no es fácil (y el ascensor solo subía hasta la altura 21). Lionel Asbo, ser pluricelular que tiene ese lugar en el momento y ese tiempo: “El único momento en que sé que respiro es cuando tengo algún lío de faldas”. Y las peleas continuas, y las entradas en la cárcel, y las viandas de taberna y los chuchos peligrosos que te meten en líos y el material robado y un montón de cosas más. He visto como amigos del colegio emborrachaban a gallinas y como le daban viagra a cerdos para que se restregaran el nabo contra la pared. Algo así es la vida cotidiana de Lionel Asbo, un tipo para el cual “el código penal era el tercer elemento de su trinidad vocacional; los otros dos eran la villanía y la cárcel”. Y hablando de cárcel, “al criminal de carrera no le importaba realmente estar en prisión”. Una buena postal de una sociedad que se fue a la mierda hace mucho.
lunes, 4 de marzo de 2024
Tic-Tac Megacuarenteno
Tic-Tac Megacuarenteno parece un videojuego de plataformas en el que hay que ir pasando pantallas y mundos, pero siempre hay que pasar al siguiente nivel, a la siguiente misión. Pero no va de princesas ni de otros castillos, va de tiempo y relojes, de globos que pinchan y caída del sistema (nada como una Windows como escapatoria), de pulpos y dragones, de bunga bunga y de minutos que no llegan porque el bicho de turno siempre escapa con el Longines en el pico. Pero siempre hay un recurso a lo quijotesco, a la molinología, que antes o después lo soluciona todo. O casi todo. Coda: Y de lo relativo al castigo hablamos otro día.
domingo, 3 de marzo de 2024
For All Mankind. Cuarta temporada.
“La elección de Ícaro no es no vueles muy cerca del sol, es debes tener mejores alas”. Esa frase, del final del tercer capítulo de la cuarta temporada de For All Mankind, resume muy bien el espíritu de una serie que siempre va por delante, que te pasa por derecha e izquierda, que se reactualiza en cada entrega, que hace pensar en esa otra frase de ese mismo capítulo una y otra vez: “Para aprovechar el futuro, hay que inventarlo”. Al final, después de huelgas y sabotajes, después de destierros sin vuelta atrás y empresas de farsa, después de reuniones familiares y recuerdos de bombas y emociones, después de ver una oportunidad única, vemos que la humanidad ha determinado que es mejor no llevarse bien, sino simplemente soportarse. Y cuando todo se acaba, por el décimo episodio, el norcoreano le dice al yanki convertido en oso y en líder sublevado, que “las palabras no tienen alas, pero pueden volar mil millas”. Todo es conspiración, todo progreso tiene un precio, todo tiene consecuencias, todo es mentira. Y como en Rebelión en la granja, al final, siempre hay purgas, aunque el último capítulo se llame Perestroika (o quizás, simplemente, por eso).
Galgos. Primera temporada.
Cada vez que veo a Carmina, la protagonista de Galgos, me imagino a Carmen Polo y sus collares, y más collares, e infinidad de collares. Cría ratas y se comerán el queso. Carmina tiene secretos, porque casifamoseando, “la gente guapa no tiene valores” (y los “socialmente no retrasados”, menos). En esa colección de ratas, cada una de ellas tiene secretos de alcoba o de fábrica quemada, de consejo de administración de borrachos y con peste a pies, de hijos del pasado y de nietos con nombre raro. El azúcar como nueva droga a prohibir, si es que ya no está hecho. Galgos reflexiona sobre las etiquetas y las acciones, que todas tienen un precio hasta que dejan de tenerlo. El problema de Galgos, quizás, sean las pegas, la de ver continuamente a RB en sus botellas, la de ver al postizo tonto, a la pequeña incontrolable, al yonki metido a lobby, a la que perdió peso como mandamás, al papá consentido, a la vida convertida, de principio a fin, en una canción de Los Chicos de la Tienda de Mascota. Y para mascotas, estos Galgos que van de sucesores y se han quedado, por el camino, entre Abigail y Cristal.