viernes, 29 de diciembre de 2023

Los Farad. Primera temporada.

Los Farad, como buen cuento de licuadoras e intermediarios, va de reputación. De las que se van al carajo rápidamente, con el ajo suficiente puede estar bien pero, si te pasas un poquito, ni una canción de Julio Iglesias lo arregla. El ascenso está bien cuando pasas del Renault 18 al Rolls Royce y no hay daños colaterales. Pero cuando si hay consecuencias, el torbellino no para y las motos de cilindrada pueden derrapar. Emprender hasta encallar, porque siempre hay alguien más rico, o más timador. Sorprende en Los Farad que parece que nunca hay secretos y “el capitalismo siempre paga mejor”. Y, además, “la gente sensible, piensa”. Tiene un aire de Narcos con imágenes castristas que vuelven a hacer pensar, esta vez, en afeitarse la barba (y decir angolanos en vez de angoleños). O dejársela más larga: “Si tu quieres ganar la Guerra Fría, empieza por alimentar bien a tu gente”. Y viva el jamón y adiós a la mortadela búlgara (la de Bulgaria, no la de Valencia capital Bulgaria). Ideologías que no se entienden para vender armas. Y todo lo demás, como conseguir un continente “sin viejos ni gordos”. Y las cacerías, y el napalm, y el pasaporte diplomático, y el Yemen que haga falta y el Menotti que llegó al Atleti en el momento equivocado. Y Saddam, y Reagan (momento surf), y Jomeini, y no preguntar el precio del yate y esa Marbella convertida en casa de putas internacional. O casi. Aunque se les va la mano con el cansino intento repetitivo a lo Top Gun (la moto, la chaqueta, los viajecitos) Los Farad se hace huecos, entre codazos en la zona, entre la inmensa cantidad de ficción que existe. O que parece que existe, porque Fukuyama nos trajo algo que nunca existió. O dicen que existió.

domingo, 24 de diciembre de 2023

El Arpista

En El Arpista no siempre pasan cosas, pero casi siempre hay frases que poder subrayar, o de las que sacar algún beneficio. Desde el principio de la novela sobrevuela la idea de la conspiración, con La Manga como escenario dentro de otro escenario, con su forma de “cabeza decapitada de roedor imperfecta”. Y en esa lengua de hoteles (solo dos), se escuchan historias sobre el final de la Guerra Civil Española y sobre niños sin familia y viajes con retorno obligado. Escribe David Galindo Martínez que “somos lo que dicen de nosotros”. Somos más cosas, pero no siempre hace falta que lo sepa todo el mundo de nuestro entorno. Y en esas, pensamos en lo que significamos, o en nuestra invisibilidad más absoluta: “Los intercambios de turistas que necesitaban sentir que la tierra no es más que tierra y no un vertedero de escombros cársticos sobre el que se afanan unos seres imperfectos e incapaces de vislumbrar la hermosura de serlo. Un mundo en el que ya no tenían cabeza los lamentos”. El Arpista es una historia de desapariciones y de búsqueda, porque “esfumarse es un acto lúdico”. Ojalá fuese tan fácil. Y “la música es un engaño”. Como la vida, porque todo es mentira: “Desaparecer en un mundo tan grande, tan desunido y tan áspero como el que habitamos no debe ser nada difícil. Solo tienes que mentir”. Y puestos a recrearnos en lo que podemos llegar a ser (o, mejor dicho, pudimos llegar a ser), la venganza siempre anda suelta, con un collar largo porque “siempre hay alguien que te odia”. El Arpista nos lleva a creer, o a querer creer, que hay algo más esperando, que detrás de tanto rechinar dental hay profetas con lugares escondidos para los virtuosos y de que todavía está imperante ese “pragmatismo impropio de locos y herencia de otros malos tiempos vividos”. Y puestos a ilusionarnos con irrealidades, con ciudades invisibles, nos creemos reyes en nuestras ínsulas, porque “las islas tienen ese poder, el de hacer pensar que están fuera de la jurisdicción humana”. Pero toca repetir, curso o cárcel o situación administrativa, y eso ocurre, DGM nos lo recuerda en El Arpista: “Si algo te sale mal tres veces seguidas, la culpa es tuya”. Y en este mundo de ruinas, de belenes apocalípticos y tierras elegidas por el dolor, resalta el autor su acercamiento a la antivictoria: “Siempre me ha marcado y hecho generar algo de simpatía por los imperios caídos y por los soldados que quedan sin saber qué hacer después de la derrota”. El hombre de la camisa verde repetía continuamente aquello de que “siempre salimos perdiendo”. Y es así, lo demás es utopía, es viento calentujo que acelera el final previsto. O el otro. Y nos recuerda también esta novela aquella letanía sanchez-ostiziana sobre los escalones de la vida humana, sobre todo haciendo hincapié en los que dejamos atrás: “Las poses son como los de los modelos de los catálogos de los grandes almacenes que tratan de vender la juventud como una virtud de la que no hubiese que huir despavoridos sin mirar atrás”. Pero el reloj nunca juega a nuestro favor, poque “casi todo en la vida, si llega, lo hace a destiempo” (ríanse del añadido postimplantación varística). Y ya puestos a madurar, nos recuerda “la ausencia sólida de los que faltan”, como si no hubiese drama ya en nuestras vidas. Pero, pese a todo, siempre hay una línea (imaginaria) de pequeña esperanza, llámese encierro propio u obligado, en el que comparar el mar con lo demás: “El mar es un área neutral casi siempre, amigo. Un espacio en el que los hombres son solo lo que son. Bien poquito, te adelanto. Bastante cabrón es ya de por sí como para andar con fronteras y zarandajas que allí en medio no tienen razón de ser. Y la gente se comporta en general bastante bien sin mirar las banderas ni el color de las plantas de los pies del otro cuando lo ven en apuros. Aunque, por supuesto, hay de todo y allí es difícil disimular lo que llevas dentro”. Pese al humo que nos llega, debemos creer que “en estos tiempos tan convulsos, el arte es más necesario que nunca”. Una buena elección la lectura de El Arpista.

viernes, 22 de diciembre de 2023

El encargado. Segunda temporada.

“Nunca me han gustado las personas que trabajan de ser buenas. Son las peores”. En la segunda temporada de El encargado toca reflexionar sobre la desconfianza absoluta, sobre lo maquiavélico, sobre lo que somos capaces de hacer (o incitar a hacer) en caso de defensa propia. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar? ¿Cuál es nuestro límite? ¿A qué locura llegamos en nuestro manicomio existencial? La vida se acelera, como las buenas canciones de los Artic Monkeys, y antes o después, puede descarrilar. y te conviertes en un Baldwin en Sliver, y te da por sacar la lupa aunque no te haga falta. Viva el resentimiento, y “la defensa de los pobres tullidos” (ah, no, que todavía no estamos hablando de Sospechosos habituales, aunque siempre es buen momento para hablar de Sospechosos habituales”. Y la familia, y el aceite caro, y los pactos germanosoviéticos, y las rancheras, y los medioparacaidistas y esas frases que se te quedan clavadas en mitad de una madrugada que va del desastre a la pesadilla: “Eviten estas manifestaciones, así primitivas, fundamentalmente en los espacios comunes porque hay mucha vieja retrógrada aquí en el edificio. A mí no me molestan lo más mínimo, son conductas humanas muy rústicas que no le hacen mal a nadie… más allá de lo antiestético”. Y como esa, muchas más, porque siempre es bueno preguntar, a la hora que sea y en cualquier contexto: “¿A qué hora se castran los hámster machos?”. Pero siempre hay un velatorio al que asistir, siempre una enfermedad que inventar, siempre una suspensión de tres semanas que llega a tu vida y no podemos ser equidistantes: “En la vida no hay medios. Entre los bomberos y el fuego, no puedes ser neutral”. Y en El encargado hay mucho fuego. Y del bueno.

sábado, 9 de diciembre de 2023

The Morning Show. Tercera temporada.

Hay momentos en que The Morning Show, en esta tercera temporada, quiere ir de Billions, quiere vender esa historia sobre el capitalismo y trajes caros, sobre Silicon Valley transformado por seres elonmuskizados, sobre los golpes de suerte convertidos en golpes de estado que acaban disfrazados, otra vez, en mero oportunismo. Pero no. A The Morning Show le falta dar, como otras veces, un paso. No vale este juego de la equidistancia, de lo políticamente correcto, de luchar contra los que luchan contra el aborto y ser más papistas que el Papa. Aunque el inicio es deslavazado (parece una suma de películas inconexas), nada como un ciberataque (o un supuesto ciberataque, o una desconexión) para enderezar la torre babilónica que es THS. No se puede estar en todas las salsas, aunque se mezcla, como en Sálvame, aquella historia de que “debemos dar la noticia, no ser la noticia”. Quizás, tirando de galones sin Sergio Ramos en el equipo, lo blanco no siempre parece blanco: “Lleva tanto tiempo que es parte de la decoración. Pero en todas las casas se renuevan los muebles”. Hay que cambiar cromos, pero siempre surgen lugares comunes: filtraciones, racismo, FBI y reconocer que “la naturaleza detesta el vacío”. Esos lugares comunes, probablemente, sean los que le dan el éxito a TMS, porque “siempre de etiqueta, nunca defraudas”. O no. Quizás sea el comercio de la bazofia, porque “es la mejor parte que tiene la basura, que se puede externalizar”. Y puestos a vender, compramos gente desesperada, gente etiquetada a la que le gusta mirar, a la que le gusta asomarse a un mundo que es incontrolable pero atrayente: “Los cotillas se vuelven suscriptores”. Pero con las pajas mentales (lo de creerse importante, tanto o más que la Sexta), chirría cuando escuchas frases del tipo “incluso los más jóvenes ven la tele si la democracia tiene un final abierto”. La gente joven no ve la tele, aunque por mucho que desde la tele se empeñen en decir que “no seguimos las reglas, las hacemos”. En este juego de TMS, “la Historia es lo que ustedes decidan que es”, aunque cansa, y mucho, esa patalea sobre la cantinela de la “fosa séptica patriarcal en la que vivimos”. Todo sube y está manipulado, nunca gusta que se despidan de ti, pero “cuando el tsunami llegue, espero que lo veamos desde el tejado”. Pero al tsunami, en THM, ellos tan socialmente no retrasados, lo llaman superola. THS nos vuelve a subrayar que todos tenemos puntos débiles (infinitos) y que no valoramos lo suficiente la distancia (cualquier roce, por pequeño que sea, nos lleva a multiplicar las palpitaciones) porque “cuando alguien tiene la viruela, no apetece abrazarle”. TMS, nos deja muchas polaroids a las que soplar. “Dicen que todas las fotos cuentan una historia” y las que deja TMS en esta tercera temporada, no son agradables por mucho que las vistan de trajes de gala y zapatos relucientes. Y no, no se dice guerra en Ucrania, siguiendo el lenguaje putinesco, se dice “operación militar especial”. Estamos perdidos en la batalla y no hay brújula que no guíe. Ni encendiendo la televisión.

martes, 5 de diciembre de 2023

Mi padre alemán

La culpa y el desarraigo. Al principio de Mi padre alemán, Ricardo Dudda subraya esas dos palabras para hablar de este libro que “es un collage, es una exploración del pasado familiar”. Y todo empezó con un trabajo de bachillerato aunque él no lo supiese en ese momento. Viva el bachillerato. Vivan los trabajos. Viva Mi padre alemán, y viva Prusia, y todo lo demás. “La vida es quemar etapas y no mirar atrás”. Habla RD de su padre como "un luterano bastante heterodoxo", de los de velas encendidas (como mi madre ante cualquier acontecimiento, o examen, o viaje) pero que desde su llegada a España en los 60's cambió su visión de algunas cosas y siguió con sus manías e historias mentales en otras: "Ha sido y será siempre el único alemán prusiano luterano trombonista refugiado de la IIGM que le reza a la Virgen del Rocío". Les hablé del libro a mis alumnos de 1º de Bachillerato, del hambre y los cambios de fronteras (hay vida más allá de Alsacia y Lorena) y también les dije que aparecen bandas de música del Cabezo de Torres, y Mazarrón y de que las veces que ha nevado en Murcia y de las fotos que guardamos en casa en esos días. Es un poco lento el libro pero nos vale para entender muchos asuntos o, por lo menos, intentar entenderlos (casi como nos pasa, todos los días, con el Wilco de Templeton). La historia de este prusiano luterano que vive en tierras de Mazarrón nos lleva a leer sobre Prusia: "Los prusianos siempre se consideraron especiales. Eran alemanes pero no unos cualquiera". Nadie es cualquiera, decía el hombre de la camisa verde, con su caída de ojos, tanto o más importante que la desaparición prusiana. Apostilla RD: "Fueron un imperio antes que Alemania, y una de las grandes potencias del centro y este de Europa durante siglos. Cuando el Reino de Prusia se integró en el Imperio alemán, conl a unificación de Bismarck en 1871, Prusia se convirtió en su Estado más poblado e importante. Prusia fue, durante décadas, especialmente en sus años expansionistas e imperialistas, el verdadero esqueleto de Alemania, una especie de patria dentro de otra patria". Patria sobre Patria, que Aramburu anda por Alemania más que por España. Eso de esqueleto no siempre se entiende. Añade Ricardo, que se llama así por su abuelo alemán: "También fue su esqueleto ideológico. Era el núcleo germánico, teutón, militarista y reaccionario de Alemania. La concepción prusiana de la política era feudal: unas pocas familias de aristócratas controlaban la tierra y mantenían en un estado de semiesclavitud a sus súbditos, que solían pertenecer a minorías étnicas y religiosas". El cuadro es como la silla eléctrica: un lugar con encanto. Alentador. Llamativo. Más madera para la combustión germánica: "Sus políticos eran célebres por su desprecio a la democracia, su reaccionarismo y su obsesión militarista". Y luego, sin peligro, la opinión de historiadores, que "creen que detrás del nazismo había un largo linaje de valores autoritarios que comenzaba con Prusia. Goebbels convirtió Prusia en un personaje clave de su propaganda; Hitler elogio el espíritu prusiano en Mein Kampf". ¿Y eso? ¿Su significado? Escribe RD: "Prusia significaba el deber, la disciplina, la obediencia, los valores tradicionales". Como un colegio de monjas que pegan a sus alumnos, que atan la mano a la silla a los zurdos. A los zurdos. Y luego sigue en la página 32 hablando de lo determinante de las regiones (existan o no), porque “mi padre se considera prusiano luterano por una mezcla de orgullo y melancolía”. Y luego, como todo es feudalismo (o canción de Oasis, o Roma, o himno generacional con la gloria del amanecer), habla de semiesclavitud, de pocas familias, de “políticos célebres por su desprecio a la democracia” (como los de ahora, vamos), de poderío de los ejércitos, o del ejército, que todo es 1864 y Dinamarca existe de milagro. Vivan los masurios, su épica (también masuriana) y viva el Danzing de entreguerras y su “caos identitario” en esa época (acabo de juntar en una frase épica y época (faltaría epopeya según el hombre de la camisa verde). A los alumnos les llama mucho la atención (o, mejor dicho, a los que le llama la atención algo que cada vez son menos, o quizás menos nos llama a todos el desinterés de la mayoría) el asunto de los DNI’s: “Uno podía nacer de una nacionalidad y morir de otra. A principios del siglo XX, en Europa del Este, un individuo podía ser ruso toda su vida y morir lituano; nacer ucraniano y morir polaco; ser de origen alemán, vivir en Polonia unos años y morir como ucraniano”. Subraya el autor las ambigüedades, de superstición y autodeterminación (no como ahora, que todo es mentira), y de la falta de brújula en todo, en toda Europa: “Hubo épocas, comprensiblemente, en las que los habitantes de Europa del Este y Central no sabían muy bien que nacionalidad tenían. La confusión es tal, incluso para los descendientes de los supervivientes, que hay una industria de la memoria alrededor”. Toquen gaitas, a espuertas (si alguien sabe lo que significa eso). Pero la historia del padre alemán también es la historia de alguien que fue jefe y se hacía escuchar, de abuelas que estaban siempre de luto (siempre se muere alguien, pijo), de fotos de batallones de la IGM y de que “las derrotas son tan simbólicas para el nacionalismo como las victorias” (hace un tiempo siempre decía, continuamente, aquella cantinela de cerveza sin alcohol de que “siempre salimos perdiendo”, como un Atleti en final de Champions). Sigamos con Masuria, región de regiones y en la que todo estaba claro desde el principio: “El apoyo a los nazis en Masuria fue altísimo. Fue la región del Reich donde el NSDAP obtuvo sus mejores resultados. En Johannisburg, el distrito donde estaba Kurwien, el voto de los nacionalistas casi llegó al 70 por 100 en 1933”. Nazis todos hasta que todos dejaron de ser nazis, o nazis todos hasta escuchar a George Harrison en vez de a Boygenius (¿de verdad, Mondo Sonoro, que son lo mejor del año?): “Prefiero ser un exbeatle a un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Y la gente se muere, en familias de 14 hermanos, y en las de menos, también, aunque “en las zonas rurales el conservadurismo irredentista era muy común”. El conservadurismo irredentista, algo así como aquellos artefactos sonoros de Pleasure (o quizás estamos muy mayores para una cosa y la otra), y “el segundo Stalin” y la “Operación Aníbal”, y las cenas ligeras porque no hay otra cosa que cenar (ni comer, ni nada). Mi padre alemán es un libro de fechas y datos, de historia y de gente que “hasta el final de la guerra fue muy pronazi”. Nada como el pasado nazi en la familia alemana, porque estaba en todas. Y el mal tiempo (“tiempo de rusos”), y las violaciones, y la lectura de Los amnésicos, y “el partido de los resentidos” y de como “la polonización se asemejó a una limpieza étnica”. No sé si la gente culta alemán (cuando le pregunto algo de fotos de Tony Kros a mi mujer o de las de guerra, me mira mal, aunque yo también me miraría mal). Y las matanzas y los estratos dentro de lo germánico, porque “los alemanes occidentales consideraban a los prusianos del este, los silesianos, los pomeranios, como razas inferiores”. El libro, tiene para todos, aunque, como indica el autor, “la historia es un poco efectista y dickensiana” (viva Dickens por lo que valga). Y las bombas olvidadas hasta la sequía del Rin (o del Rin Rin que toca, viva Koblenz) y ese proceso de desnazificación convertido en una mezcla de show y olvido, de Sorpresa, Sorpresa y de Epílogo, y del síndrome del impostor convertido en icono para muchos. Y Maus y estados convertidos en cimientos de silencio, porque el silencio es lo mejor, no hay nada que lo supere. Y puestos a escurrir el bulto, con o sin empirismo radical (viva el número 207), se puede hacer hincapié en que Mi padre alemán ayuda a comprender muchas historias, muchas familias, muchos silencios. Y lo tenía escrito en su carpeta gris el hombre de la camisa verde: “Para las guerras siempre hay finales alternativos”. Pues eso. Lecturas diferentes pero que ayudan a entender, un poco mejor, muchas historias. Y la Historia.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Hágase querer un Viernes Negro

En esas que estoy pensando (y pensar te mete en líos) en la necesidad del coheteo (o lo que se llame) junto a la catedral del antiguo reino valcarcil, después connerynato y ahora descampado pastorial sin rumbo ni brújula. La necesidad del postureo institucional, de las luces en noviembre, de los ruidos y los atascos de una Murcia convertida en rebaño sin pastor (ni de cerdos ni de hoodinianos sin arma con la que ser Guillermo). Y ya puestos a imaginar, uno imagina, notredameizándolo todo, en un incendio. En las madres mías. En los ficus caídos. En las discotecas. En la necesidad reconvertida en necesidad, porque la cohabitación acabó (ya no hay exconcejales de Los Alcázares, o de Caravaca, o de ningún sitio) a los que culpar. No los hay. Hay males necesarios. Lo dicho: Hágase querer en un Ballestódromo un Viernes Negro, en todos los sentidos.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Bosch: Legacy. Segunda temporada.

En el primer capítulo de la segunda temporada de este Bosch: Legacy se ve a Bosch más gordo, más torpe, más nervioso y más tatuado. Pero es que han secuestrado a su hija, y quizás, por eso, lo veamos más gordo, más torpe, más nervioso e igualmente más tatuado. O no. Pero quizás únicamente sea una impresión. El listón de Bosch es tan alto que comparamos cualquier momento con etapas anteriores. Este cuento (porque Bosch es otro cuento contemporáneo), siempre va con moraleja, desde el encierro personal, a la música, a las llamadas de teléfono, pasando por terraplenes, llegando a conclusiones inequívocas en lugares demasiado equívocos. Y llegamos a la conclusión de que queremos a los que en principio teníamos en el centro de la diana. Reflexiona también sobre las mentiras cotidianas, sobre el doble filo de la confianza, sobre la confusión entre el cariño y la soledad y ese momento en el que rezamos en busca de un apocalipsis, pero el cielo no quiere caernos encima. O debajo. A veces parece que va con parches (los primeros capítulos), pero luego Bosch vuelve a ser un centro de peregrinación obligada, un Benidorm sin enfermos pero al que volvemos porque es milagroso que sigan existiendo estos altares sin fuegos artificiales, sin dragones ni chernóbyles. Somos de Bosch más que Bosch, por mucho que nos vendan la ficción como algo pasajero, por mucho que reneguemos de nuestro pasado, por mucho que enfrentarnos al espejo de la duda nos lleve a desconfiar de nuestras más firmes convicciones. Nunca sabemos, (o si lo sabemos no queremos reconocerlo) lo que seríamos capaces de hacer por defender nuestra sangre, por evitar una pesadilla dentro de otra pesadilla mayor, por hacer de nuestros genes el único objeto de nuestra existencia. La paternidad y esas cosas que se ven desde fuera hasta que, con la óptica adecuada, haces tuya hasta el límite de lo criminal. Otra vez, imprescindible.

sábado, 11 de noviembre de 2023

La Conejera

Antes de acabar La Conejera, estaba pensando varias cosas. La primera, no quería que se acabase el libro; la segunda, que llevaba mucho tiempo sin leer algo que supusiese aire fresco (o aire nuevo, que diría el hombre de la camisa verde). Luego pensé que algo no estaba bien en esa reflexión, porque llevo mucho tiempo sin leer de verdad, y no únicamente por la crianza. Entonces, entre reflexiones estériles, de las que no producen ni tristeza ni pena, volví a pensar: Es que ya no se escriben libros así. Lo que ha escrito Tess Gunty son palabras mayores, porque no suenan a pastiche historicista (no como yo, que estoy reactualizando en mis neuronas el primer programa de Videodrome en Radio3 con Gregorio Parra a la cabeza). Pero no nos olvidemos de La Conejera, que los que hemos criado conejos, y hemos tenido que ayudar en su sacrificio para meterle el colmillo hablamos con mucha experiencia de ese trance de chillidos. Siempre envidié a mi padre y sus nudillos la facilidad para el asunto (a mí me sigue dando miedo). Pero luego, bien ricos que están. O estaban. O estarán (la crianza, que ya ni me acuerdo del último día que comí arroz y conejo). La Conejera no quieres que acabe. No. No puede terminar, como Tip y Coll, y Coll llorando por Tip no ha muerto (creo que era así, pero tanto tiempo sin dormir me lleva a la confusión, a escuchar de madrugada himnos que no acaban nunca). Me gustan sus descripciones (“en la habitación de Todd, limpia hasta lo psicótico”), porque, un maniático de la limpieza como yo únicamente puede estar de acuerdo con ese axioma. También me gustan (y mucho), esas enumeraciones de acciones que te llevan al límite, que te hacen ilustrar con imágenes mentales una sangría o un velatorio: “Quería todos los extremos al vez: quería morirme, matar, follar, encontrar a mis padres y resucitarlos, y luego matarlos, luego enterrarlos y gritar y gritar” [creo que era así cuando copié la cita, porque la memoria me falla, y no únicamente por la crianza]. Me apasionan las recreaciones visuales, esas ilustraciones que te hacen meter el aguijón de la avispa que te destrozó el culo en mitad de una catedral gótica que arde impenitentemente: “Su voz es como una hostia sacramental: insípida, ligera”. Y apostilla la jovencita autora: “Blandine no está bautizada, pero, aún así, a veces va a misa a comulgar. Tampoco es que te pidan el carné”. Me gusta lo que recrea (yo pienso, en mitad de las reuniones de departamento, en empezar a soltar manotazos a todo aquel que abra la boca) y lo que no somos capaces de recrear: “Desea volver al guion estándar, ese que no exige nada a los desconocidos en los lugares públicos aparte del intercambio de medias sonrisas para indicar que no vais a liaros a navajazos”. Eso nos lleva a la pregunta importante: ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué no liarnos a navajazos con el que casi te atropella o te ha robado? Y como hay que creer, “la fe se basa en la ausencia de pruebas (….) y eso siempre me ha parecido un pelín feo parte de Dios”. Está Dios ocupado siempre en otras cosas, también decía el hombre de la camisa verde, agnóstico con tornillos en la pierna y sin tuercas de ombligo hasta la frente. Pero en ese espejo (no pensamos preguntar espejito, espejito, dime algo sobre la más guapa del garito [viva Alfredo Díaz, hasta que se pasó al lado oscuro]), “creo que vemos lo que nos asusta, lo que deseamos”. Nos creemos Robespierre y acabamos, como él, traicionados y escarmentados con la boca destrozada: “Ha sabido desde siempre que era demasiado pequeña y estúpida como para liderar una revolución, pero había confiado en que, al menos, sería capaz de imaginar una”. Vivan las margaritas, y las amapolas del recuerdo de la IGM, y la lazarada, “porque no hay nada más estadounidense que la resurrección”. Pero siempre, con matices, porque “una ventaja de la muerte lenta es que te da tiempo a escribir tu propio obituario”. En ese limbo mediático gringo, está el momento, justo ese momento (el de las 4 de la tarde), “una hora que anima a sus rehenes a hacer recuento de sus fracasos”. Mientras suena la caja registradora (siempre suena, iluso de mierda) y alguien te recuerda que “tienes que pasar un control antidrogas mensual y acreditar que no te has gastado el dinero en inmoralidades”. También me gustan las creaciones (dame barro, Dios, que Adán salió defectuoso): “Sé que tengo el cuerpo desproporcionado, como si me hubiese diseñado un crío de 5 años”. A Dios también le pedimos rábanos (o rabanitos) porque somos presa de ese “narcisismo reinante” que nos llama a leer, con las muñecas entrecortadas que, es posible imaginar “a un murciélago en un cinta de correr” (y encima, en interrogativo). Peor todavía, que la ósmosis de locura que reina en el mundo , nos lleva (en cualquier sitio) a vivir en “una de esas ciudades desechables, caducadas, responsables de las victorias electorales de demagogos que reducen el país a basura incendiada”. Y en do menor (creo que era do menor, pero no es plan de resucitar a Don Alberto), nos toca elegir, y cuando elegimos, lo que escogemos es la pagamenta de facturas: “Como muchos profesores de música de instituto, James nunca quiso ser profesor de Música de instituto”. La felicidad de las “especies diferentes”, que no de la nuestra, que es imposible de encontrar, muchas veces creen encontrarla en esos “postres veganos” que no son más que otro parche (vivan los piratas sin Ferreiro). La angustia contemporánea, en la que “la soledad es un gaje del oficio de la consciencia”, viene marcada por ese juego, el del “apocalipsis emocional a través de los correos electrónicos”. ¿Siguiente prueba? Habrá que pasarla, no habrá más remedio (escuchando el Animal de Pearl Jam, que añoro música en esta magnífica novela) porque “todo es un sudoku, un experimento controlado, una serie interminable de exámenes prácticos”. Escucho risas, escucho de todo menos silencios. La Conejera también va del relato dentro del relato, es pregunta continua sobre el marxismo, la propiedad privada y la gestión de los recursos de la burguesía (hemos acabado con un estribillo zanahorio descafeinado en nuestros oídos). En la dictadura del robot perpetuo, “comer, dormir y respirar se convirtieron en tareas antinaturales” y los días se confunden, porque siempre “es domingo pero parece miércoles”. Los putos miércoles. ¿Y nuestra esperanza? ¿Una? Quizás, y para muestra, 26 palabras: “Que existiera un lugar llamado Hondonada del Amante en otro llamado Valle Castidad daba a Blandine esperanza en la resiliencia humana frente a la brutalidad humana”. Pero la realidad (aunque aquí si hay referencias más reconocibles), es la de volver a ver algo, hacer un Matri y escribir sobre lo que pudo ser y no fue: “Reviven su historia una y otra vez como un padre borracho y triste que una fue quarterback en el instituto”. En el maldito instituto. Gunty subraya el desprecio, la adoración, hasta “el déficit internacional de salud psicológica”. Nada queda fuera de su espectro, incluso que “no había nada más patriótico que importar talento de otro país”. Desde el pienso a la estabulación más absoluta, La Conejera no deja indiferente, incluso comparando las redes sociales a la Cienciología o a Charles Manson. Y Santa Teresa de Ávila, y la “lluvia haciendo horas extras”, y comprender que “ni siquiera los profetas” (son perfectos). O quizás sí. O quizás, siguiendo a TG, tengamos que intentar no “citar a profesores de pacotilla de tu universidad de pacotilla”, porque, al final, “no impresionaba a nadie”. Tendremos que aprender. Y en plan ébola, “la gente es peligrosa porque es contagiosa”. Y apostilla Gunty: “Te infectan con o sin tu consentimiento”. Y en mitad del berenjenal (cultivado sin fitosanitarios, por supuesto) habla la autora de los “estándares del pésame”, de las promesas que no se cumplen, del complejo yanki de “inferioridad nacional”, de la “indiferencia sociópata”, de la “querencia por las mascotas discapacitadas”. Y cuando, con las botas Napoleón (viva Waterloo, viva Waterloo), nos damos cuenta de lo indolente de nuestro comportamiento, nuestra culpa nos corroe: nunca escribiremos así (ni sacaremos un córner como Trossard). Y la prospección del bocage de berenjenas, en esa soledad de “punto de congelación”, en esa “propensión genética a la invisibilidad”, creemos en esas monedas antiguas como atestiguamos que “en el futuro se pagará una fortuna por el pasado” (está aquí y es ahora). En el relato de lo que no siempre queremos ver del gringo, el retrato es el de “la tiranía de un alcoholismo multigeneracional”, el de los perdedores viviendo en cajas de cerillas, el del “glamur casual que tiene algo de sanguinario”. Viva el vodka barato, y los cómics en orden alfabético, los futuros agentes inmobiliarios, los obituarios (siempre los obituarios), pensar en lo que hacemos los miércoles por la noche, la guillotina, la novela del XIX que nunca leí, “el gesto de mascota reprendida que no sabe que ha hecho mal” y las buenas reflexiones sobre el capitalismo: “¿Quién no se ha enamorado del capitalismo? Te seduce antes de vapulearte, por supuesto. Te intoxica a través de los sentidos antes de llevarte al ring, por supuesto”. ¿Qué somos? O lo que es peor: ¿En qué nos hemos convertido? Quizás, una respuesta, sea la siguiente: “Si necesitas una prueba de que representas a la burguesía, la clase dominante, los propietarios tanto de los medios de producción como de sus frutos, basta con que mires eso: un rico que acumula bienes materiales que ni ha creado él ni necesita para compensar una deficiencia de carácter percibida con nitidez”. Y el espejo urbano (da igual el lugar, es asco es común) convertido en “este purgatorio de mierda que tenemos por toda la ciudad”. Gárgolas para todos. En definitiva, un novelón que encarna lo que toda pequeña joya literaria contemporánea debería representar.

viernes, 20 de octubre de 2023

Blue Lights. Primea temporada.

Blue Lights va soltando pildoritas hasta que la fentanilonada explota al final. Pero hay que olvidarse de las críticas leídas (y de las que no son leídas): esto no es Line of Duty. Esto es otra cosa. Hay interrogatorios y señoras que toman apuntes, y señoras que mandan en la policía de Belfast, e hijas de señoras que mandan en Belfast que también son policías y tienen miedo, y policías novatos, y policías con décadas de trabajo a sus espaldas, y secretos oficiales y de los otros que son secretos hasta que dejan de serlos. No sé si la palabra caprichosa es la adecuada para hablar de esta primera temporada en la que escupen y golpean a la policía, en la que se miden los niveles de tragaderas hasta listones que superan lo tolerable. Aunque el azar juega su papel (o los números, o las bienaventuranzas, o el bienestar común fuera de lugar), antes o después, esas pildoritas, hacen su efecto. No es azar todo lo que parece azar. Quizás lo queramos creer, quizás lo necesitemos creer, quizás lo perfecto no quepa en la ficción porque editorializar a los malos con planos de buenos no siempre nos deja buen sabor de boca. Los malos existen porque todavía, parece ser viendo Blue Lights, quedan personas en la policía. Eso parece ser, aunque yo sigo teniendo mis dudas, porque “no puedes simplemente luchar contra las sombras”.

viernes, 13 de octubre de 2023

El querido hermano

Deja El querido hermano un poso de amargura terrible desde el principio. Joaquín Pérez Azaústre nos muestra la figura de Manuel Machado, otro señalado, otro “converso protegido” por el régimen, otro “farsante”. ¿Pero no somos farsantes todos? ¿No somos todos en algún momento de nuestra vida como Pablo antes de su conversión? La guerra es esa mierda indescifrable que mata los ideales, porque “no hay ningún ideal lo bastante alto como para que los hermanos se maten entre sí”. O sí. ¿Cómo definir la Guerra Civil? Pues JPA lo hace en pocas líneas, y lo hace muy bien: “Un hermano yendo en coche a despedirse de otro que acaba de morir. Eso es la Guerra Civil. Y esta ha tenido la suerte de ser quién es. La mayoría no podemos despedirnos de nadie”. Pero en nuestra vida todo es inspección, todo cadena de mando, todo etiqueta, y Manuel Machado es otro de esos etiquetados, otro papel pegado a la botella de Luis Felipe para que se pueda leer que es Luis Felipe y no Cardenal Mendoza, o Siglo XIX: “También cabría preguntarse por qué hay que juzgar a Manuel Machado, cuando no se juzga a Antonio, y qué tipo de superioridad moral íntima convierte a ciertos estudiosos y escritores en valerosos guardianes de la moral pública cuando ha pasado el peligro”. Siempre, a posteriori, todo es más fácil, más sencillo, pero el retrato entre obuses es más complicado, es más de dibujar una flecha en el corazón (sin conejos, o con ellos). EQH es un ejercicio que, por momentos, parece insano, con un viaje a enterrar a la familia sin saber exactamente un paradero moral o físico (aunque parezca que es lo contrario). Pero también recuperará momentos anteriores de los Machado en París, en momentos de absenta y noche interminable porque “uno siempre sublima su juventud”. O parece que sublima, aunque sea otra cosa. Y Dorian Gray, y títulos de discursos que lo dicen casi todo (o “todo”): “Semi-Ficción y Probabilidad”. ¿Qué probabilidad tenía España de llegar a una guerra entre hermanos cuando se estrenó La Lola se va a los puertos y esos hermanos se fotografían con Miguel y José Antonio Primo de Rivera? El porcentódromo, que decía el hombre de la camisa verde, se rompió varias veces antes de la guerra, pero al final nos quedamos sin cántaro, sin fuente y con muchas familias rotas y en cunetas. Y las etiquetas reinan, en las guerras de antes y de ahora, pero la muerte lleva a esa igualdad en el dolor que nos supera: “Pero no ha muerto su hermano. Ni siquiera su mejor amigo. Ha muerto un compañero en la literatura y en la vida. En la poesía y en la vida”. También reflexiona Joaquín Pérez Azaústre sobre ese “desencanto previo a la contienda”, sobre una “desesperación absoluta que precede a la posibilidad de la muerte”. Hágase querer por adjetivos convertidos en sustantivos. O no. La burguesía y los toros desde la barrera, que todos fuimos, somos o seremos barrigones, y a todos nos sobrará el mismo abrigo que antes nos quedaba pequeño. Y la enfermedad y el engaño, la decepción y el cariño, la espera y la resignación, teniendo en cuenta que “no existe mayor afrodisiaco que la imaginación". En esta historia de bares, hoteles, carreteras y ciervos, hay fauna retratada y tuberculosis que no olvidar, diferencias de edad que chirrían, abuelos y padres que no fueron entendidos, y “esa perduración de ilusiones perdidas” que antes o después nos invade a todos. La vida suele ser derrota y como todo es mentira, “la mitad de una media verdad siempre es una verdad entera”. Amarga buena lectura la de El querido hermano.

Dark Winds. Segunda temporada.

Vuelve Dark Winds en su segunda temporada con sus historias de fronteras dentro de fronteras, del pasado y los viajes a un dolor temprano que nunca se va, a la locura lunar y a las mentiras del matrimonio, al dolor de madres con hijos que no quieren y a las preguntas que no queremos responder y, añade, un rubio malísimo y una nieve que hace más duro el desierto. Pese a no innovar mucho, las historias siguen siendo buenas, los personajes (con sus silencios) siguen siendo atrayentes, los paisajes siguen siendo espectaculares. Muchas veces perdemos el tiempo que no tenemos en historias que pretender inventar la fórmula del agua en polvo y el salto con pértiga. Pero está todo inventando, y estas historias del pueblo Navajo, de la adaptación y la huida, de lo propio y lo ajeno, siguen dando mucho que observar. Aunque siempre salimos perdiendo. Siempre. . “Y hay monstruos por todas partes y los monstruos no necesitan razones”.

viernes, 6 de octubre de 2023

Vivir deprisa

“Escribo desde ese escenario lejano donde aterricé y desde el que vislumbro el mundo como una película algo desenfocada que se ha rodado mucho tiempo sin mí”. Con esas palabras de la página 15 de Vivir deprisa, Brigitte Giraud, nos mete en “la aceleración más demente de mi existencia”. Antes había escrito, también en esa misma página: “Me mudé sola con nuestro hijo, metida en una secuencia cronológicamente bastante brutal. Firma de la escritura. Accidente. Mudanza. Funeral”. Y no da tregua: “A quien decía que era viuda lo rociaba con un lanzallamas. Pasmada de pena sí, viuda no”. Y luego, las letanías, esas repeticiones, esas preguntas, esas reflexiones que no llevan a ningún destino porque no hay destino posible: “Vuelvo a la letanía de los si que me ha tenido obsesionada todos estos años. Y que ha convertido mi existencia en una realidad en condicional perfecto”. Y ya puestos, pensemos en Death In Vegas, y su Dirge, tantas veces escuchado (danzad, danzad malditos) y en Marc Márquez: “¿Por qué la Honda 900 CBR Fireblade (espada de fuego), joya de la industria japonesa, en la que circulaba Claude ese 22 de junio de 1999, la reservaban para la exportación a Europa y estaba prohibida en Japón por considerarla demasiado peligrosa?”. Claude, la pareja ausente, causante de preguntas sin respuesta y de ese Rewind de la cinta de casete que no necesita bolígrafo porque no va a escucharse más. O sí. Pero el aburguesamiento lleva a preguntas, a cuestionarse los motivos: “Convertirse en propietario, sin duda, no es solo el símbolo ideológico que pensamos”. Altivez y música de Nirvana, también hay su dosis de ello en los recuerdos de BG. Esa utopía, marcada a base de cambios, se ve con el tiempo distinta: “Nos imaginábamos que teníamos el monopolio del arte de vivir. Éramos gente guay y segura de sí misma”. Pero los guays quieren más, quieren “ascender un peldaño en la guaytud”. Especulación y llantos, muertes de abuelos e himnos de Oasis: una generación con esos ídolos no podría llegar muy lejos. O sí. Nos creemos más de lo que somos, o somos más de los que nos creemos, decía el hombre de la camisa verde. BG escribe: “Si fuera una persona elemental, hablaría de una forma larvada de lucha de clases y quizá incluso de una revancha. Digamos que soy una elemental ilustrada”. Y, como no, “para escribir hay que estar obsesionado con lo que se escribe”. Y más citas, y más música: “No por escuchar a los Sex Pistols dejo de hacer todo como mis padres”. Complejos provincianos y más preguntas que no cambian la respuesta final, la muerte de Ian Curtis, por mucho que se resalte el concierto de Joy Division en Les Bains Douches en 1979. Pero es que todo es mentira: “Igual que sobre las parejas heternormativas, también corren tópicos sobre esas madres que no acertarían a vivir lejos de sus hijos y que, al parecer, no tienen más tema de conversación que sus críos ni más preocupaciones, y hay que decir que no es del todo mentira”. También, frases de algo que ahora llaman con eufemismos que suenan a más, pero que siempre las mujeres con hijo o hijos, quieren llegar a obtener, que es la corresponsabilidad del progenitor con ese hijo, con esos hijos. Y que esos progenitores son (o somos), para criar, un poco mayores porque “tener hijos es también cosa de viejos”. La autora también compara década, padres e hijos, madres que dejaron de currar en la década de los 70’s porque era lo que tocaba (criar y dejar de trabajar fuera para trabajar más dentro). Y no, no todo el mundo escucha a PJ Harvey. ¿Pero es toda una pataleta en Vivir deprisa? ¿Es la cháchara de una mujer que con el paso del tiempo no asume lo que debe asumir? ¿Es Vivir deprisa un ensayo sobre la velocidad y los cambios? ¿Nos deja Vivir deprisa demasiado sabor a vinagre en las retinas? Busca motivos para abochornar a los constructores, al creador, al mundo con motos: “Se reservaba para la exportación a Europa y estaba prohibida en el Japón”. ¿Y qué hacemos con las armas? Sigue: “Su industria distinguía entre la producción nacional y la exportación”. Y en esa pataleta (que es una pataleta muy bien escrita, entendida como un grito entre un páramo que quiere morir ausente), suena Joe Strummer con su Should I stay or should I go, en este ensayo que es Geografía y es llanto interminable, en esta perla que nos dice que “sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa”. ¿La culpa? ¿Podemos hablar de culpa cuando todo son preguntas que nos lleva a otro estadio? Podríamos escuchar a Weezer con su versión del SISOSIG, o a We Are Standard o seguir pensando en preguntas que no debemos hacer en voz alta: “¿Quién homologa el hecho de que una moto fabricada para la competición se habilite para circula por las carreteras de Francia, España o Italia?”. Y nos volvemos a repetir, añadiendo lo que BG añade tras el punto y seguido: “Sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa. Aunque sea a uno mismo”. Y en este ensayo, en esta clase geográfica, también hay mucha política, porque no hay ensayo sin política, ni política sin relato, ni relato sin medias tintas: “Oigo que me reprochan la pertenencia a la izquierda moralizante, si tanto quiero a los inmigrantes, ¿por qué no me voy a vivir con ellos? Moralizante se ha convertido en islamoizquierdista con el paso del tiempo”. Seguros, casas de seguros, pero “la lógica de los demás es un misterio”. Habría que añadir, si se pudiese añadir aullido en el Azkoitia un 29 de diciembre de 2012, en lo que nos hemos convertido en comparación con lo que queríamos ser: “¿Qué lo convierte a uno, a ratos, en una persona de clase media que firma una hipoteca en el banco, un buen padre de familia, y en otras un punk dispuesto a plantar cara, a joderlo todo?”. Y nos hace pensar, entre velocidades endiabladas y reinas muertas en accidentes de moto, entre mapas de carretera y belgas ausentes, en los 183 kilos del bólido, de la bestia, en el Stephen King de los accidentes (como si SK no fuera un accidente en sí mismo), en el factor meteorología (factor Tindersticks), en el ensayo lesterbángsico como modo de vida hablando de Dirge: “Ese canto lancinante que empieza con guitarras y una voz femenina, va absorbiendo luego poco a poco la rítmica, se despliega con la entrada de un sintetizador distorsionando, sube un nivel cuando una guitarra un poco sucia aparece con el apoyo de una batería que pasa casi a primer plano”. Y apostilla: Dirge, antes del final, es lo que siempre me he dicho, sería como dejar en el aire un crescendo sexual, encender la luz en momento que llega el placer”. Insiste BG en esos cinco minutos y tres cuartos, como insiste en recordarnos a LB, “una de esas leyendas de la crítica anglosajona que supieron darle al rock sus títulos nobiliarios”. Y en la revolución industrial que es Vivir deprisa recordamos los primeros semáforos en 1868, reflexionamos sobre rotondas y moteros sin rostro, en esas notas de Dirge y en Iggy Pop, y, sobre todo, en reconocer que “no hay si condicional que valga” porque todo es mentira.

domingo, 1 de octubre de 2023

Special Ops: Lioness. Primera temporada.

“¿Hay algo que no le dirías o algo que no le harías al hijo de Bin Laden con tal de librar al mundo de su padre?”. ¿Vale todo? ¿Seguro que vale todo? Con esa pregunta del capítulo 7 de la primera temporada de Operación Lioness nos metemos en el desierto y en las tiendas caras, en las palizas y en el reclutamiento, en los accidentes domésticos y en maldita dependencia del petróleo: “Depender de un recurso que no puedes generar significa que tu posición política es la posición del país al que le compras el recurso”. Así funciona esto, mientras toca la cimitarra algún político esnob en una playita con un daiquiri en la mano. Taylor Sheridan no duda en azuzar a los líderes que llevan el asunto a un callejón sin salida, a un coche que no arranca porque es eléctrico y no tenemos electricidad porque no hemos podido generarla sin petróleo ni carbón: “Hemos jodido tanto la estructura política de los países del Golfo, que los líderes que hemos puesto en el poder necesitan que seamos los enemigos de su gente. Si no, la gente va a empezar a preguntarse por qué el 0,6% de la población gana más de un millón de dólares, mientras que el 41% gana menos de 10.000 dólares. Los conflictos en la región protegen a los poderosos, y nosotros los necesitamos en el poder. Cuando los quitan del poder, pasa lo que pasó en Irán. Por eso, dejamos que nos demonicen, por ejemplo, secuestrando aviones y chocándolos en nuestros edificios”. Con el lenguaje militar que no siempre se entiende bien, la pregunta nos lleva, entre salas de hospital, llantos familiares, accidentes de coche y gente sin ocupación vestida de militar, a preguntarnos por la alternativa: ¿Qué alternativa tenemos a esa situación? Podemos mirar para otro lado, y ponernos una insignia de colores en la americana y creer que Pocoyó nos salvará mirando colores básicos. Pero no. Pese a que los ilustrados progres no les hace mucha gracia Sheridan, no está de más que nos recuerde lo básico: “Todas esas tonterías del cambio climático… cuando estamos al borde de una tercera guerra mundial todos los días. Y ninguna de las potencias mundiales, ni siquiera nosotros, tiene el liderazgo para evitar una guerra nuclear”. Y añade en voz de ese oscuro personaje que ejerce de esposo de una zanahoria no que se ríe ni una sola vez: “Cuando saquemos energía de algo que no sea petróleo, tendremos más posibilidades de no exterminarnos. Dudo que los humanos vivamos lo suficiente como para morir por culpa del cambio climático”. Operación Lioness nos hace reflexionar sobre la autoridad moral (de los yankis, de la izquierda, de lo que no sabemos pero creemos saber). Más que sobre la autoridad moral, sobre la falsa impresión e que somos ombligo de un ser que no responde a estímulos externos, que salta de isla en isla porque la prisión interior no hay quien la soporte. “Los soñadores no tienen dinero”, se repite con distintas frases en esta primera temporada en la que tenemos claro que “uno no planea las rutas con el chófer, sino que simplemente le dices a dónde tiene que ir”. Ya que todo es mentira, no está de más recordar que “las mejores mentiras están envueltas de verdades”. Sigamos fieles a nuestra ignorancia, a nuestro miedo y a nuestra codicia, que así nos va. Y los cambios dan miedo: “Quedémonos con el mal que conocemos, por ahora, porque el mundo no tiene líderes para navegar el mal que no conocemos”. Lo dicho, una buena mentira para escapar de frases hechas y repetidas, que no todo es cambio climático en la vida.

sábado, 16 de septiembre de 2023

Un día para mirar al cielo

Aunque al final, lo que realmente preferimos es recrearnos con Mirando al suelo.

El problema final

Cita Arturo Pérez-Reverte en El problema final, nada más empezar, la palabra mentira, la palabra que los que me conocen, saben que más utilizo: “Una mentira enorme, contundente, aplastante, sin paliativos. Con eso nos encontramos nada más llegar”. El problema final es mentira, como habitualmente, en nuestras vidas, en nuestros trabajos, todo es mentira. El problema final deja una retahíla de películas de nombre falso rociadas con mucho nombre de actor famoso (podría ser un juego, aunque alguna vez cansa), pero como todo es mentira, o un juego, o un puzle en el que hay que diferenciar muchos asuntos, podemos especular sobre ello. O no. Me gusta en El problema final las reflexiones sobre aquella segunda gran guerra de la que muchos se han olvidado, o se siguen olvidando, como si no hubiese existido, como si fuese un hueco en un eje cronológico sin orden ni concierto: “La guerra fría y otros etcéteras que por aquella época oscurecían el horizonte”. Todo parece claro, porque es mentira: “En las buenas novelas con enigma, la solución está ala vista desde el principio”. O no. No todos lo vemos. Después de leer El problema final, me recuerda a aquellos libros que lees cuando tienes quince años y te gustaron mucho, pero a los que no quieres volver, o sabes que no vas a volver porque estás mayor para ciertos pasatiempos. Pienso que lo mejor, como decía, son esas invitaciones a pensar en lo que pasó en esas décadas locas del siglo XX que lo cagaron todo: “Las últimas guerras nos arrebataron la inocencia que nos quedaba”. Ahora, por no quedar, no queda ni decencia, porque la tele ha cambiado, y nos ha cambiado, y no somos los mismos, o quizás tampoco queremos serlo, porque nuestros valores, o los que dejaremos a nuestros hijos, han cambiado: “Sherlock Holmes no saldría en la televisión por ser famosos. Sería famoso por salir en ella”. También deja buenas frases el libro sobre la diferenciación entre el tipo de novelas: “Esclarecer un crimen mientras se beben tazas de té, como quien juega al ajedrez o resuelve un crucigrama, suena hoy blando. La novela que llamamos negra, más innovadora, arrinconó los enigmas elegantes”. Pero es que Sherlock es mucho Sherlock, aunque tenga 65 y cascado y con un pasado hepático manifiestamente mejorable. Peor sigue siendo SH, y por eso “creer que los personajes se resignan a permanecer dentro de los libros puede resultar un error”. Ahora, en política, todo es relato, pero “los relatos minuciosos solo existen en las novelas”. Y hasta cita a Jardiel Poncela, otro grande olvidado y subraya, con razón ciertas formas que se mantienen (o se agrandan) en 2023: “La crítica cinematográfica, tornadiza, esnob, volvía la espalda al gran cine, politizándolo todo. Incluso a John Ford y a Duke Wayne los tachaban ahora de fascistas”. Y como enanos que somos, nos gusta el sonajero, “porque nadie juega más en serio que los niños”. También nos hace pensar en lo que nos hemos convertido, o en lo que no queríamos convertirnos y hemos permitido: “A veces, con veinte preguntas bien formuladas puede averiguarse lo que piensa una persona”. Y a vueltas con la mentira, subraya el autor: “A veces -repliqué-, para quien escuche atento, las mentiras son más significativas que la verdad”. Pero somos malos, antes, durante y después de las guerras, porque “tratándose de seres humanos, nunca hay que atribuir a la locura lo que puede atribuirse a la perversidad”. Y en esa soledad, la del día a día y de los telediarios (hay que ver en lo que se han convertido), “la humanidad no es sino grupos desamparados en demanda de alguien que ofrezca esperanza física o espiritual”. Y en esas guerras, en las que algunos seguimos enfatizando errores pese a inventos de saberes básicos y estándares de aprendizaje evaluables, siempre hay que tener en cuenta que “la muerte colectiva resulta más tranquilizadora que la individual. En las grandes matanzas, el espanto se diluye, se hace anónimo. Hasta los rostros acaban igualándose unos con otros”. Y como ahora, el personal anda buscando líderes equivocados con los que danzar y hacer el autorretrato con el teléfono, aunque luego llegue la decepción: “Sólo habían pasado 15 años, y aún se trataba de la misma generación que había vitoreado a Hitler porque encarnó, decían, la esencia del arma germánica. Aunque ahora, al preguntarles por Adolf, las rubias de trenzas y los jóvenes arios que antes se emocionaban y aplaudían al paso del Mercedes oficial pusieran cara de poca memoria y preguntasen de qué Adolf les estabas hablando”. Lo dicho, El problema final es un juego de mentiras, bien disfrazado, pero como escribe AP-R al final, “el mundo actual tiende a menospreciar a quienes juegan”. Pero yo quiero seguir jugando.

martes, 5 de septiembre de 2023

El retrato de casada

He sobrevivido (todavía no sé el motivo) sin conocer el significado de uxoricidio hasta que he leído El retrato de casada de Maggie O’Farrell. Con ERDC me ha pasado como con tantas otras cosas: las expectativas. Te venden tan bien, y tantas personas, un producto, que esperas el 10, y no esperas otra calificación. Ni otra nota. ERDC es una obra pulcra, híbrido como tantos otros híbridos que nos rodean en el mundo de las letras. ERDC es una historia de personas que sobreviven menos de lo esperado, de melenas que llegan hasta los tobillos hasta que dejan de hacerlo, de acercamientos a tigres en momentos inesperados, de familias políticas que dan asco y de asuntos políticos que no solo dan asco sino todo hasta el infinito. ERDC es la historia de una niña llevada al matadero (o de varias niñas), aunque “la duquesa está presente en el retrato”. Apostilla MO’F: “Lucrezia es innecesaria, puede irse. Su lugar está ocupado; el retrato desempeñará su función en la vida”. ERDC también muestra días que se repiten hasta la saciedad, y de gestos y hechos que nos llevan a pensar en lo que hacemos sin recurrir a intermediarios (o quizás, sí). También tenemos descripciones detallistas hasta la tortura (“el jardín, imperturbable e indiferente), motivaciones varias (“quiere preguntarle si no ha intentado recurrir a la ternura, en vez de a las órdenes”) y la historia que hemos visto repetida en millones de Matrix (“está ante su marido con la actitud de una penitente"). Pero siempre tenemos fetiches que escondemos tras una cortinilla, tras un armario, tras una armadura. ERDC es una buena novela, pero quizás debería ir un paso más con la ambición, con esa descripción que hace que los malvados siempre sean los mismos, pero sin mirar en el espejo en la dirección correcta. O quizás yo esté equivocado y no entendiera ningún detalle del libro.

jueves, 31 de agosto de 2023

Justified: City Primeval. Primera temporada.

Empezar Justified: City Primeval con la crianza es una buena experiencia, porque hasta Raylan Givens se le cae la baba viendo fotos de su hija (con piercing falso en la nariz) con el móvil. Pero Detroit, aparte de consideraciones sobre Thomas y Dumars (yo tengo dudas cual de los dos es mejor en la cancha, fuera de la cancha no), es una ciudad distinta de lo que fue (como todos nosotros, no somos los mismos que hace cinco minutos). Y ese “primeval” da mucho juego, porque el bueno de Givens, con Elmore Leonard viéndonos desde las alturas, o desde los infiernos, o desde nos escribiera que estuvo antes de palmarla, tiene su aquel. O muchos. Givens se quita complejos, anda más lento, escucha más pero sigue siendo el mismo: si tiene que apalizar a alguien en plena calle, a la altura de la puerta de un hotel, lo hace. Yo por mi hija haría mucho más. Muchísimo más. Tiene lo mejor de las temporadas de Justified en su fase primigenia y tiene mejorado lo contemporáneo, lo instantáneo, lo rápido y la huida. Droga, palizas, el peligro de los caucásicos en barrios de negros ricos (no estigmatizando frases, ni poniendo la rodilla en el suelo [esto no es la Premier ni falta que hace]). J:CP es una vuelta de tuerca pero sin destornillador adecuado, una verso libre en un mundo en el que lo políticamente correcto se ha vuelto demasiado atronador (y dejamos de escuchar hace mucho tiempo a Amaral). Y ya puestos, Viva Albania (aunque podríamos hablar de aquella película, La conquista de Albania), y los personas con agendas que esconden secretos (tenemos la imagen grabada de Julián Muñoz siempre con su agenda en la mano), y las abogadas sin escrúpulos y con miedos pero atrevidas, y las policías con secretos, y los jueces corruptos (salvo en España, que parece que no hay, que no hay juicios a jueces, viva el corporativismo). Pero luego creemos que, como Florent, hay retirada posible, y pinturas los días que acaban en ese, y paseos con la niña del pendiente mentiroso, pero no. Kentucky siempre será Kentucky, con o sin biblia, con sin tatuajes en los brazos y esvásticas de corazón. No. Todo es mentira, hasta las versiones de canciones de Jack White. Todo mentira.

martes, 29 de agosto de 2023

Kin. Segunda temporada.

Kin sigue siendo, en su segunda temporada, un nido de serpientes (físicas y de las otras, si es que hay alguna diferencia entre ellas). Kin vuelve con serpientes que salen de sus jaulas, con serpientes que creen tener redención (otra gran mentira de nuestra vida, unida a la reinserción [mierda sobre mierda], con serpientes que se arrastran lo suficiente para sobrevivir y con serpientes que se hacen preguntas sobre los tres minutos entre los que estás entre la superficie y la caja de pino. En ese zoológico dublinés en el que todas las bestias se conocen (demasiado pequeño), no hay lugar para dar un paso atrás, es imposible dudar ante la necesidad, es necesario sobrevivir para llegar a la ciénaga con posibilidades. Pero como todo es falso, creemos que hay arreglo, pero al final solo confiamos en el poder, en la tijera agresiva, en cortar por lo sano aunque el quirófano lleva mucho tiempo sin limpiar. O quizás, en esa ciénaga, hasta los que parecen buenos son los peores, las ratas luchando contra las serpientes, primo contra primo, hermano contra hermano. Y no hay ni un resquicio para pensar. Kin se mantiene como un valor en alza en una bolsa que, con los agentes turcos de rigor, está sujeta a demasiadas fluctuaciones. Y siempre, en todos los sentidos, hay un tiro esperando. O dos.

jueves, 24 de agosto de 2023

Círculo cerrado. Primera temporada.

Al principio de Círculo cerrado no sabes si hay que tomar el asunto en serio o todo es una tomadura de pelo. Si pasas, como en Elige tu propia aventura, a tomártelo en serio, quizás te pierdas con tanta curiosidad y sin apuntar frases memorables; por el contrario, si te pones en plan Guy Ritchie, y piensas en tipos de Guyana, en ritos chamánicos, en chinos con bolsas de dinero multiplicadas por dos, es que no estás en Círculo cerrado. En esta primera temporada de CC no hay medias tintas, pero todo tiene su tiempo de tinte: primero compras en el supermercado el tinte; luego te pones los guantes de un solo uso; al final, pones ese mejunje en la cabeza de alguien para tapar canas, pero, es verdad, que a nadie le quedan tan bien las canas (lo de dice Claire Danes, su esposa) como a Timothy Oliphant. Con esa musiquilla de Zack Ryan de fondo, mitad entierro con sofás en primera fila, nos vamos metiendo (si es que hemos seguido la primera de las opciones en ETPA) en un berenjenal que incluye a un Dennis Quaid con coleta metido a Chef (sin oso pero citando CD, su hija, a José Andrés), metiendo a tíos cojos con pasado oscuro, a gentes de mal vivir y peor pasaporte, a personajes que no tienen nada que perder porque no tienen nada, en ese berenjenal que tiene mucho de adictivo y maquiavélico. Como es soderberghiano el asunto, está bien rodada, aunque a veces te pierdes viendo el Principio de Peter en la policía, en asuntos postales, en firmas que no son firmas y en deudas que no solo están en el casino sino en el día a día. Familias que solo son de apellido y otras de sangre convertidas en fetiche, tanto o más que la palabra lealtad. Todo mentira en una historia atrayente, que parece de otra época, en la que nada está prohibido porque hasta la prohibición de hace cien años dejó caminos a ninguna parte (o al mejor sitio, nunca se sabe). Muchos secretos que empiezan a salir, y no siempre para bien. Un buen ejercicio que deja la sangre para el final y la bilis en los puntos suspensivos. O quizá, ya estén firmados los puntos suspensivos, pero en una buena postal de despedida.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Ghosts of Beirut. Primera temporada.

Fantasmas de Beirut nos da un paseo por distintos lugares de ese ajetreado Oriente Medio que siempre tiene entretenido a analistas políticos, espías y gente que cierra bares antes de no saber lo que le pasará en un rato (o mañana, o nunca). También FDB nos lleva de viaje entre lugares de Egipto, Siria, El Líbano, Irán, Irak, Israel, Colombia y Estados Unidos, siempre con una mochila preparada. La historia gira en torno al personaje de Imad Mugniyah, una sombra, un fantasma, un asesino que tenía su familia, y buscaba otra, y mientras no tenía nada mejor que hacer que asesinar y hacer el mal. La serie intenta ser aséptica hasta el final aunque sea ese final sin aplausos ni cohetes ni premios lo que la hace más llamativa (¿no hay premio en la victoria?). Pero se deja ver, hace más de un ejercicio de geografía y nos muestra a los malvados haciendo el mal (aunque no solamente el mal). Un buen retrato de otro de esos personajes que no salen en los libros de Historia.

lunes, 21 de agosto de 2023

Black Mirror. Sexta temporada.

Ahora siempre llego tarde a todos sitios (también a Black Mirror). Llegué al primer capítulo de la sexta temporada dos meses y tres días después (Joan is Awful). JIA es insano y locura, es repetición dentro de la repetición, es cookie y desodorante, es novedad rancia (pero novedad), es la equivalencia al terror de nuestros días (y por momentos me recordó a Dead Set, al mejor creador dentro de la creación, a la verdadera aberración de nuestros días). Llegando tarde a la cárcel de nuestros días (esa competición por ver sin analizar, por meterte en la quijotera algo que no entiendes pero que dices que entiendes y ves) nos retratamos: somos algo que no queremos ser, o quisimos ser, o no somos capaces de hacer lo que realmente quisimos hacer. Quizás todo es demasiado complicado, o lo hemos hecho horrible por un simple capricho, por sumar cuando solo somos una resta en una operación matemática más compleja y que somos incapaces de entender (o, ni siquiera imaginar). Pero al final, como todo es mentira, seguimos pinchando y creemos que el icono del Marca es el mismo que el de Netflix, y leemos que Neymar vive como un marajá en Netflix mientras vemos a la mujer de Cristiano protagonizar un reality en el Marca: eso es sí que es un JIA, eso sí que es Black Mirror y no esto (bueno, realmente, era lo del cerdo, no esto). En Loch Henry, erre que erre (aunque en España hemos sido más de ERE que ERE, viva la patronal), sigue la ese roja mayúscula haciendo de las suyas, porque necesitamos contenidos hasta la arcada, hasta el vómito (más o menos prieto), con jocosas referencias a proyectos de brujas (no como alguna exdirectora mía) y lugares encontrados (la industria siempre muere, incluso siendo de un grupo racial no privilegiado). Con Loch Henry descendemos a los infiernos (en muchos sentidos) porque el infierno (y aquí más) es una cosa muy personal (pero si es televisado, lo es menos, es más masticable, más digerible y huele tan bien al salir por el culito que ni el de bebé). Incluso haciendo, con LH, demasiados guiños (y no solo al cerdo imperial) a la videocámara, a las pestañas y las cintas, a grabar sobre grabar y tiro porque me gusta mucho (hasta que la realidad te salpica, y piensas en Lobatón y en Nieves Herrero y en aquellas niñas que dejaron de ser niñas). Con Beyond the Sea tenemos demasiados lugares comunes: Matrix, Una odisea en el espacio, La matanza de Texas (o de Tejas, de colores, como las de cualquier cúpula pintada, como la de cualquier aceite de linaza, como la de un Hannibal Lecter hecho Renacimiento). En las dos últimas piezas, o píldoras, o explosiones de lucidez (Mazzey Day, Demon79) ,Charlie Brooker se pone el disfraz de Tarantino para escribir sobre las bestias y las decisiones, sobre la posibilidad de hacer el mal para hacer el bien, ya sea con una cámara en la mano, con un micro en un estrado o desde el cuchillo más próximo. Como siempre, una experiencia para repetir.

miércoles, 16 de agosto de 2023

La utilidad de lo inútil

La utilidad de lo inútil. Un título equívoco (la segunda palabra del mismo es oxímoron, y no me parece bien, pero es que últimamente casi nada me parece bien [será la crianza]), porque todo es mentira y contradicción en esta vida. O juntar esta vida y mentira sea todo lo que conviene en agosto, con la humedad y las vacaciones y los pañales. Escribe NO: “Considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”. Mentira. A cierta edad, lo único que quiero es consuelo, no ser mejor. Ser mejor es imposible. Podemos escuchar el Oh! Sweet Nuthin’, e intentar recuperarnos, pero no lo hacemos. Imposible. Pero sueña el Money de PF y recuerda el italiano que “no es cierto que en tiempos de crisis económica todo esté permitido”. Faltaría más (y un pijo). Luego mete (con calzador de zapatería cursi lo de la “prima de riesgo”, pero se lo perdonamos, tanto o más que un premio en Oviedo). Añade el autor: “Hoy en día Europa se asemeja a un teatro en cuyo escenario se exhiben cotidianamente sobre todo acreedores y deudores”). Vuelvo a repetir: YUP. Si yo fuera Soros, Europa tendría ya mi nombre, mis apellidos, mi DNI y hasta mi talla de zapatos (y no solo Italia y Malta [o Malta e Italia, con Melli y Datome siempre en mi equipo]). Apostilla el difunto en plan boticario: “El fármaco de la dura austeridad, como han observado varios economistas, en vez de sanar al enfermo lo están debilitando aún más de manera inexorable”. El enfermo, desde hace mucho tiempo, está en la UCI y con la extremaunción recetada vía Meet (no vaya a ser que el capellán pille algo entre ascensor hospitalario). Otro ladrillo, que seguimos con PF de fondo, aunque Berlín se convirtió hace tiempo en un Benidorm de los ladrillos: “Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza”. Y en la página 12 sale a relucir, o reluce saliendo (parece algo de Brandon Flowers con The Killers), lo de la utilidad dominante. Palabras que soltamos, con una pierna encogida y con herpes en la otra (en la piscina hay de todo), y con las que nos quedamos a gusto (o muy a gustito, Ortega, acelera): “La utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana”. Me gusta que el autor reconozca que es un “retrato incompleto y parcial”, porque todo es parcialmente incompleto (faltaría más, como en toda autopsia, porque LUDLI es una autopsia en toda regla). “Cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos sino también las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras” (suena de fondo el TV Preachers de los Automatics en aquel concierto de Radio3 del 99) y la conjunción es inequívocamente placentera. Y en la 22 (como aquella pareja del 123), aparece Keynes (también en la 23), pero sin montera y sin pescozones, pero si con pellizcos. ¿Qué banda sonora hubiese puesto Cristobal Tapia de Veer a LUDLI? Mejor no hacer, o hacerse, esas preguntas, porque nos llevarían a la inutilidad de lo inútil. Pero, llamando al 112, o al 062 (viva el Duque y la GC), y los párrafos salvables, algo queda: “Es mejor proseguir la lucha pensando que los clásicos y la enseñanza, el cultivo de lo superfluo y de lo que no supone beneficio, pueden de todos modos ayudarnos a resistir, a mantener la esperanza, a entrever el rayo de luz que nos permitirá recorrer un camino decoroso”. Un camino decoroso, con música de sitar de fondo (JJF), nos lleva al apartado 1 en el que leemos: “El aparentar cuenta más que el ser: lo que se muestra –un automóvil de lujo o un reloj de marca, un cargo prestigioso o una posición de poder—es mucho más valioso que la cultura o el grado de instrucción”. Apartado 2, descripciones sobre conceptos de gratuidad y desinterés. En el 3, David Foster Wallace, y nos seguimos recreando con aquello que es supuestamente divertido (muchas cosas) y no queremos volver a hacer (muchas más cosas todavía, y el hombre de la camisa verde también me preguntó un día sobre aquello que le habían dicho que era el agua, pero sin hablar de peces). Escribe Ordine: “No tenemos, pues, conciencia de que la literatura y los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza constituyen el líquido amniótico ideal en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, laicidad, igualdad, derecho a la crítica, tolerancia, solidaridad, bien común, pueden experimentar un vigoroso desarrollo”. Y luego, nos seguimos preguntando: “¿Dónde está Jessica Hyde?”. Utopía, pero de la de Tomás Moro, la del apartado 6. Hágase querer por una ínsula, por mercaderes venecianos, por pretendientes que esconden objetivos, por versos que no lo son y por valores que tampoco lo son. En esas páginas, quizás un poco difusas, se pierde el autor (un poco, la falta de brújula) hablando de usura y crédito, de amores y tensiones de religión (¿puede existir religión sin tensión?) y de otras cuestiones que unos podrían considerar más o menos importantes. Aristóteles nos queda lejos, Platón casi en Nueva Zelanda (mejor hablamos otro día de leyes educativas en España). Kant nos queda lejos (“I can’ understand Kant”, dijo Ginés Caballero una vez en su lucidez taciturna, aunque de Ovidio no recuerdo que comentara nada). De los que siguen, letrinas incluidas, ni idea antes de esta lectura. Andantes todos, como en la sucesión narrada en imágenes. Baudelaire, Locke, utilitarismos varios, caballeros descaballerizados y esa página 65 repetida en contraportadas y reseñas varias: “Mi experiencia como docente en una facultad humanística –en la cual desde hace décadas resuena la misma pregunta planteada por padres víctimas de la nefasta ideología dominante de lo útil: Pero ¿qué hará mi hijo con una licenciatura de letras?—me hace suponer que, con toda probabilidad, los ásperos argumentos de Locke no suscitarían ningún enojo”. Y las musas boccacianas, las de hueso, más hueso (y en la postmodernidad, con suerte, alguna carne, o pellejo caído, o injerto para salir en el Sonorama). Y pensar (en infinitivo) en una universidad española en 1934, con palabras sobre palabras (Lorca sobre Neruda). Y, ya puestos, cervantinos todos: “El mítico don Quijote podría ser considerado el héroe por excelencia de la inutilidad”. Entonces, quijotescos todos. Todos simulacros, todos mentirosos, todos Vedder. Quijotescas impresiones: “Todas sus empresas están inspiradas por la gratuidad, por la única necesidad de servir con entusiasmo a sus ideales”. Ideales, recuerdos (ya no hay bares así, o no creemos recordar bares así, o no nos reconocemos en bares así). Nirvana, Smells Like Teen Spirit y los últimos gritos de rebeldía antes de un disparo, antes de un molino, antes de una ruleta rusa en mitad de Albacete, o de Cuenca, o del desierto de Atacama en mitad de Roma: “Cervantes, en definitiva, hace de la contradicción uno de los grandes temas de su novela: si la invectiva contra los libros de caballerías suena como una incitación al desengaño, en el Quijote encontramos también la exaltación de la ilusión que, a través de la pasión por los ideales, alcanza a dar sentido a la vida”. Y la pregunta del millón para tipos con camisa verde: “¿Era Sancho Panza albino?”. Quizás. Y luego, Ordine, tras comprar por internet, nos lleva a Tiananmen, nos lleva a 1989, nos lleva a “empresas” que acaban en nada, a gestos sobreutilizados que al final solo son estampas de camisetas, infografías de una canal de noticias sin sonido (o con el volumen muy bajo, viva Euronews). Y luego, Dickens: “Nadie ha pintado mejor que Charles Dickens la guerra declarada contra la fantasía en nombre de los hechos y el utilitarismo”. No sé. Tampoco visualizo a Cioran, ni a Ionesco, ni a Calvino. La segunda parte de La utilidad de lo inútil la inicia Nuccio Ordine con el título de La Universidad-Empresa y los Estudiantes-Clientes, subrayando, nada más empezar, “los efectos catastróficos que la lógica del beneficio ha producido en el mundo de la enseñanza”. Recortes y, lo que es más grave, “secundarización de las universidades”. Apostilla, como el Demócrito velazqueño de la portada, asegurando que “casi todos los países europeos parecen orientarse hacia el descenso de los niveles de exigencia para permitir que los estudiantes superen los exámenes con más facilidad, en un intento (ilusorio) de resolver el problema de los que pierden el curso”. Añade NO: “Se busca atraerlos mediante la perversa reducción progresiva de los programas y la transformación de las clases en un juego interactivo superficial, basado también en la proyección de diapositivas y el suministro de cuestionarios de respuesta múltiple” (vamos, lo que yo hago en la ESO). En el caso del territorio berlusconiano, con plus: “En Italia, donde el problema de los que pierden el curso alcanza dimensiones preocupantes, las universidades que logran el objetivo de graduar un estudiante en los años previstos por la ley reciben el premio de una financiación ad hoc”. Pero que quede claro, que “las universidades, por desgracia, venden diplomas y grados”. ¿Motivo? Claro: “Y los venden insistiendo sobre todo en el aspecto profesionalizador, esto es, ofreciendo cursos y especializaciones a los jóvenes con la promesa de obtener trabajos inmediatos y atractivos ingresos”. Y en esa rueda de la fortuna, con o sin profesor engominado, “institutos de secundaria y universidades, en definitiva, se han transformado en empresas”. ¿Objetivo? Claro: “El cometido ideal de los directores de instituto y rectores parece ser sobre todo el de producir diplomados y graduados que puedan insertarse en el mundo mercantil”. ¿Resultado? Claro: “El año académico transcurre velozmente al ritmo de un incansable metrónomo burocrático que regula el desarrollo de consejos de todo tipo (de administración, de doctorado, de departamento, de curso de graduación) y de interminables reuniones asamblearias”. Más que recortes, tijeretazos mayores, ya sean contemporáneos o en época de Víctor Hugo, ya sea pensando con Alexis de Tocqueville o con Herzen, o con Georges Bataille y “valor universal de la educación” que defiende John Henry Newman. Más preguntas, aunque no salga Cabra ni la palabra egarense ni una corte franquista: “¿Para qué enseñar las lenguas clásicas en un mundo en le que ya no se hablan y, sobre todo, no ayudan a encontrar trabajo?”. Suma NO: “A los estudiantes se les disuade de emprender carreras que no reproducen recompensas tangibles y ganancias inmediatas. Poco a poco, el creciente desapego al latín y el griego llevará a cancelar definitivamente una cultura que nos posee y que de manera indiscutible nutre nuestro saber”. Hache dos o: “Y si, naturalmente, gracias a estas tendencias solo unos pocos estudiantes se inscriben en los cursos de latín y griego, la solución para resolver el problema del coste de los profesores parece ser simple: clausurar su enseñanza”. Y al final, el final: “Por este camino, se acabará liquidando la memoria a fuerza de progresivos barridos que conducirán a la amnesia total”. Punto y seguido: “Tendremos una humanidad desmemoriada que perderá por entero el sentido de la propia identidad y la propia historia”. Más motivos para la desesperanza (aunque aquí haré matizaciones, que me obligaron a hacer exámenes del Quijote cada cuatro capítulos): “Los estudiantes pasan largos años en las aulas de un instituto o de un centro universitario sin leer nunca íntegros los grandes textos fundacionales de la cultura occidental” [bueno, mejor me voy a callar mi opinión sobre aquella profesora que iba en bici al instituto, quijotesca ella]. Acaba NO el subapartado de la desaparición programada de los clásicos de la siguiente manera: “Difícilmente la pasión por la filosofía o por la poesía, por la historia del arte o por la música, podrán brotar de la lectura de materiales didácticos que, siendo en principio simples apoyos, acaban por sustituir definitivamente a las obras de las que hablan: los textos, en definitiva, se convierten en puros pre-textos” (y leo esto mientras el Rape me de Nirvana antecede un universo sin Kurt, que los suicidas están mal vistos). Y en la misma página, la 98, sentencia NO: “No es posible concebir ninguna forma de enseñanza sin los clásicos”. Y antiquijotescos profesores, también hemos tenido, reyes del orden y el compás, y es necesario reconocer que “todos nosotros hemos podido experimentar hasta qué punto la inclinación hacia una materia específica ha sido suscitada, con mucha frecuencia, por el carisma y la habilidad de un profesor”. Subraya el autor la seducción de la enseñanza, y como “verdadero profesor toma los votos”. Reflexiona, como George Harrison con lo que lo que rodeaba, sobre la desaparición de las librerías históricas (esto no es nuevo, antes y después del fenicio, y de los fenicios, y de la Fenicia contemporánea): “Pero por desgracia la avalancha de catástrofes no se detiene aquí”. Avalancha, HDS, camisetas y pelo largo. Apostilla: “También la identidad de las librerías se ha visto desfigurada por las exigencias mercantiles”. Como todo, cuando el plato me gusta: “Lugares históricos de encuentro, donde era posible hallar en cualquier momento textos y ensayos de fundamental importancia, hoy se han convertido en cajas de resonancia de obras a la moda, cuyo éxito puede parangonarse a efímeras llamaradas”. ¿En qué lo estamos convirtiendo todo? “Sin responsabilidad, los libreros se transforman en simples empleados cuya tarea principal es vender productos con el mismo espíritu de quien trabaja en un anónimo supermercado”. Creo que es un jardín equivocado (lo que se lee en la 103,104 y 105) meterse en hierbas sin querer quitar la alfalfa del bancal (por mucho que cite artículos del siglo pasado). O no. ¿Plutarco? ¿Poincaré? ¿Juvenal? ¿En qué equipo jugaba Juvenal? Yo no veo armonía entre matemáticos y escritores (ni analogías, tampoco). Veo Pearl Jam por todos lados, veo Vitalogy, veo MB con un 10 en la espalda, pero nadie se acuerda de él, ni de esos equipos que no ganaron nada. Escribe NO: “Sólo el saber –poniendo en cuestión los paradigmas dominantes del beneficio—puede ser compartido sin empobrecer. Al contario, enriqueciendo a quien lo transmite ya quien lo recibe”. 111, antes de la lesión de Militao, y después, y la de Kevin. Come back, Eddie. Come back. Y la tercera parte, que empieza con voces de clásicos (¿no vale la mía, Vedder?). Tampoco me gusta eso de la prostitución de la sabiduría, pero es una conjetura que da la quijotera para ejercitar el quijoterismo (aunque no nos gusten las profesoras quijotescas). Pero pasa como con Wilco (los ves en un concierto con lluvia, y luego los escuchas en tu casa, y son distintos). Falsas ilusiones, dice NO. Falsas ilusiones, y veo leer a mi mujer Lo mejor de nuestras vidas, de una pediatra que hace colas en las librerías en su espera. Hasta el amor aparece al final de LUDLI. Pero vuelve PJ, y seguimos leyendo, y se nos pasa (o no se nos pasa, pero seguimos leyendo). Y luego, entre anécdotas, penar que “el amor implica despojarse de toda pretensión de poseer certezas” (y no puedo mejorar el Just Like Honey, desde los dos minutos y medio hasta el final). Tremor Christ. Celos. Lotario y aquellas pruebas a las que impone el hidalgo: “La posesión, a fin de cuentas, se revela uno de los peores enemigos del amor”. Perfección moral, que siempre es bueno recordar a Ornamento y delito (antes y después de Montejurra) [otro día nos quitamos la corbata]. Escribe NO que “poseer la verdad mata la verdad”. Quizás Theodore Saphiro escriba otra partitura mejor, pero seguimos siendo de Severance. O no. Paz, Erasmo, brutalidad. De todo hay en la viña ordiniana. Verdaderas religiones ante las que escribir, o pensar, o recrearse: “Quien está seguro de poseer la verdad no necesita ya buscarla, no siente ya la necesidad de dialogar, de escuchar al otro, de confrontarse de manera auténtica con la variedad de lo múltiple”. Viva Bryan Ferry (LST). Viva. O no: “La pluralidad de las opiniones, de las lenguas, de las religiones, de las culturas, de los pueblos, debe ser considerada como una inmensa riqueza de la humanidad y como un peligroso obstáculo” [y no lo ha escrito Armingol, ni nadie saliendo de un bar en la pandemia, o cerrando iglesias, o confesionarios]. Todo es mentira y el tiempo nos dice que en el futuro todo estará parcialmente soleado. O parcialmente. O: “Convivir con el error no significa abrazar el irracionalismo y la arbitrariedad. Significa, por el contrario, en nombre del pluralismo, ejercitar el derecho a la crítica y sentir la necesidad de dialogar también con quien lucha por valores diferentes de los nuestros”. ¿Milton? ¿He leído Milton? No, pero seguimos escuchando Jeremy, una y otra vez.

lunes, 14 de agosto de 2023

Fortuna

Fortuna, de Hernán Díaz, vuelve a confirmar que todo es mentira. Todo es mentira de principio a fin de la novela. O de lo que sea Fortuna, que es mitad testamento, cuarto y mitad de restos y mucha basura de la que nos gusta. ¿Es que no hay mejor basura que la mentira? ¿No hay mejor mentira que la bolsa? ¿No hay mayor escoria que la mentira cotidiana que duerme con nosotros? HD nos dice, al final de Fortuna, “que Dios es la pregunta menos interesante a las preguntas más interesantes?”. Quizás sea realidad esa esfera de niebla, porque “este sitio parece lleno de simulacros”. Y ya puestos a escribir sobre Fortuna, vayamos a la 414: “Uno solo está casado de verdad cuando está más comprometido con sus votos que con la persona a quien aluden”. Fortuna nos lleva al mercado y a la farsa (¿acaso nuestra vida no es otra cosa?), a reflexionar sobre cerdos, buitres y vampiros (¿acaso no nos dominan solo esas tres especies?), a creer que todo es posible (incluso que una mujer domine el mundo). Más preguntas que nos deja Fortuna: “¿Dónde cree usted que habría alojado Dante a los sabios de Wall Street? ¿En el cuarto círculo del Infierno o en el octavo? ¿Codicia o fraude?”. Y palabras raras en italiano, en alemán, en inglés, que suenan diferentes pero excluyentes, porque en ciertos ámbitos, hasta el aire es excluyente: “¿Y qué es una elección sino una rama del futuro que se injerta en el tallo del presente?”. Noticias, noticias que varían dependiendo de la hora y caras que son “ruina desolada”. Me gusta ese pensamiento pecaminoso (o pensamiento, que ya eso no se lleva, y no es solo pecaminoso sino delictivo), de pensar que cualquier cosa “en el futuro sería considerada libro de texto”. Fortuna también es entreguerras y Suiza, Hitler y ociosidad, universos equivocados en vidas fuera de lugar, billetes impresos sin papel suficiente, recuperaciones que parecen bancarrotas y ruinas que salen al amanecer con un vestido blanco de domingo. Y como todo es mentira, podemos seguir “explotando todas las posibilidades del luto”. Fortuna es una mentira sobre el luto antes del luto, sobre negar lo evidente ante la realidad, un “espectáculo ligeramente bufonesco” que se queda a la altura de chiste ambulante con nuestra realidad cotidiana: “Hay gente que en ciertas circunstancias esconde sus emociones verdaderas detrás de la exageración y la hipérbole, sin darse cuenta de que su caricatura amplificada revela la medida exacta de los sentimientos que pretende ocultar”. Nos repite Fortuna ese axioma de que el “capital que engendraba capital engendraba capital”, pero es que es no hay otro. Es el que manda. Toca trabajar e intentar dormir un poco y alguna cosilla más sin importancia. No suena REM pero “la negación es una forma de confirmación” (y algunos seguimos negando escuchar a REM en el pasado, o en The Bear, o en cualquier asunto que nos lleve a posicionarnos. Y ya puestos a reflejarnos en el espejo, que nos quede claro que “lo importante el cómputo de nuestros logros, no lo que se cuenta de nosotros”. Y como profesores, como alumnos, como esclavos de ese capitalismo hecho cruz y martillo y cincel y canción de relleno, sabemos que “el trabajador ha quedado reducido a la condición de pordiosero”. Pero como profesores, también sabemos que “no hay inversión que devuelva mayores dividendos que la educación” (aunque también me gusta esa de que “la educación de un niño empieza varias generaciones antes de que nazca”). Y ya puestos a soltar trolas en plan Fortuna, sigamos en contra de los “guardianes del gusto” que nos dicen que leer, que escuchar, que respirar. Y puestos a poner números en la calculadora del error, pongamos 1807, pongamos 1837, y 1873, y la cifra de 1884, y la de 1893, y la mentira de 1907, y 1920 y 1929, porque “el brazo egoísta siempre es corto”. Con un par. Y los pasatiempos convertidos en herencias envenenadas, en locura, leyes económicas de retrete sucio, en basura (y no solo frívola ni burguesa), en “mascotas obedientes”, en las formas de medir el miedo (HD utiliza la palabra “estándar”). Todo es mentira, pero debo recordar que “sé que tengo los días contados, pero no todos los días son números reales”. Y Fortuna no es un número, ni real ni de los otros, en un texto complejo pero lleno de matices maravillosos.

jueves, 10 de agosto de 2023

The Bear. Segunda temporada.

Los primeros capítulos de la segunda temporada de The Bear no son lo que nos habían contado (al menos, en la primera). Moho, propósitos, números de teléfono falsos, mitos que se te caen, reuniones familiares, palidez que salta a la vista y un montón de lugares comunes (¿se puede seguir escribiendo lo de “lugares comunes”?) al más puro estilo canción de relleno en un álbum doble de una banda que lleva poco tiempo de gira con un gran primer disco en el mercado. Y la depresión postcovid que hace salir a los fantasmas de marzo del pasado (cierre de locales, adiós a historias de bares, llantos por lo que pudo ser y no fue) y el melodrama (sin Anthony ni NY, que estamos donde el viento) reluce, por momentos, de más. ¿Quizás demasiado Wilco en nuestras vidas? ¿Quizás no queremos reconstrucción cuando solo tenemos casilleros vacíos y gorras del pasado? ¿Quizás no nos hemos sacudido el moho pendiente en nuestras almas perdidas? Pero, de pronto, una cena navideña, un combate de lucha libre, lo cambia todo, o hace que entendamos muchas cosas, o algunas cosas. Algún detalle, y no solo pequeños: tenedores, osos, uñas rojas, primos ejerciendo de primos y ratas ejerciendo de carroñeras. Lo que era y no pudo ser, o se truncó, o acabó con casi todo y explica aquello que nos chirriaba, aquello en lo que no podíamos creer y tuvimos que hacer. Caminos paulinos que, sin pesebre y con siete pescados, hacen que lancemos atunes fuera y lo negro se tiña ala de cuervo. O sobaco de grillo. Y después, catárticos todos, es una agonía larga, una de esas que Manuel Alcántara definía para que los que no sabemos definir sepamos la forma de definir los asuntos sangrantes. Pero hay vida con la resurrección, y la resurrección se traduce en un recuerdo (y no solo sonoro) de la primera temporada, con unos capítulos finales que no dan tregua, que te llevan a la extenuación, que te exigen atención y sentimientos, que te encierran en una nevera en la que, entre congelados, te hacen decir lo que no quieres decir, pero debes. O tal vez, todo sea una equivocación, “porque los errores no forzados son contagiosos”. Y en eso, precisamente en eso, The Bear transmite, es contagioso para lo bueno, porque “tachar no es una ciencia exacta”. Nos muestra el modo de equivocarnos, de escapar del error (o, por lo menos, de intentarlo). Y seguimos creyendo en el Animal de Pearl Jam. Mucho.

miércoles, 9 de agosto de 2023

El perro de terracota

Vuelvo a Montalbano varias estaciones después, aunque creía que hacía menos tiempo de la lectura de Camilleri. El perro de terracota nos lleva a darle un poco más, como debe ser, a la imaginación: a la imaginación de guerras mundiales y pequeñas historias que se entrecruzan con un presente maldito. Y da mucho juego el sarcasmo que utiliza AC para darle hilo a la salamandra: “Gaettano Bennici, llamado el Griego no había visto Grecia ni siquiera con un catalejo y de las cosas de la Hélade debía de saber tanto como una tubería de hierro”. Podría pensar lo mismo de la mayoría de mis alumnos de 1º de ESO, pero como he decidido no pensar, no lo haré (por lo menos durante un rato). Y esas noches (porque con Montalbano las noches son importantísimas, entre buenos platos de comida y bañitos a deshora) que son “dignas de contarse al médico”, y las referencias a Vázquez Montalbán y el recuerdo de que “era un hombre de honor en la época en la que la palabra honor significa algo”. Hay distinción entre bombardeos ingleses y yankis en una Italia que languidecía en 1941, entre pesebres que no eran pesebres sino monumentos, entre padres que hacen cosas que no son dignas de padres y países que no hacen cosas dignas de países: “Representaba la memoria histórica de los errores históricos”. Y apostilla el autor: “Hijos bastardos de políticos bastardas”. Y a la hora de definir, Camilleri también define a los personajes, o aquellos que no llegan a personajes y son serie B dentro de la serie b: “Profesaba ideas de extremísima derecha”. Y como nada es casual, siempre es bueno hacerse la siguiente pregunta: “¿Es que usted cree que los accidentes ocurren accidentalmente?”. Nunca, por eso, se asegura que “uno busca los accidentes y siempre hay alguien dispuesto a enviárselos”. Y los polvos para la cara de las putas de hace treinta años, y Bosch y Brueghel, y el disfrute de las bromas y los cultos que ya no se llevan. De todo tiene El perro de terracota. Cuevas, granizados de limón con fórmulas perfectas y el retrato de una época que siempre tendremos presente con un eje cronológico: “De febrero de 1941 a julio de 1944 fui, siendo muy joven, alcalde de Vigàta. Quizá porque el fascismo decía que le gustaban los jóvenes, hasta el extremo de que se los comió a todos asados o congelados, o quizá porque en el pueblo sólo quedaban los viejos, las mujeres y los niños, pues los demás estaban en el frente. Yo no pude ir porque estaba enfermo del pecho, pero de verdad”. Y preguntas sobre el carnaval y sobre las clases de Numismática y de Historia y de como “ahora matan sin dar explicaciones”. Y como en casi todos los países, siempre encontramos a alguien que es “ex comunista, ex democristiano, ahora destacado exponente del partido de la renovación”. Y las creencias nos llevan a lo que nos llevan, porque siempre hay bondad en el infierno y en las despensas compartidas: “Él creía en la guerra. Era fascista. Un buen chico, pero fascista”. Y fuera disfraces y uniformes, que “Dios nos libre de las cosas oficiales. Aquí las cosas van muy bien porque todo se desarrolla con carácter extraoficial”. Me ha gustado más que La forma del agua, aunque sobre algún diálogo de relleno y no sean suficientes las referencias al sueño. Y ya puestos a perdernos, y no solo en la traducción y en la tradición, pensemos (solo por un breve momento) en el poder de las palabras que nos deja Camilleri: “¿Le complicaría sus deducciones si le dijera que en árabe se utiliza un solo verbo para designar el dormir y el morir? ¿Y que también vale un solo verbo para el despertar y el resucitar?”. Y ya puestos a reinar, porque Montalbano es un rey que no quiere trono, se conforma con la silla de mimbre vieja y sin barniz de marinero, Camilleri cita a Sciascia y nos recuerda que “a uno se le encuentra cuando los demás necesitan o tienen intención de encontrarlo”. Y yo no quiero que me encuentren. Lo único que quiero es más tiempo. Y no lo tengo.