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miércoles, 17 de febrero de 2016
Mirando al suelo
No valía un Astra o un Corsa. Tenía que ser un Kadett. Un Opel Kadett para cruzar el barrio del Carmen, el polígono, ir a Los Rosales, salir de El Palmar y volver a Antonete Gálvez. Con la lectura de Mirando al suelo acabamos de encontrarnos a dos héroes de serie b, o serie c, a los dos lados del Segura. Y lo que retratan (San)Tiago y el Alergias son la descomposición del reino valcarcil, posterior sultanato de Sean Connery y ahora no se sabe muy bien que es. Es cierto que la CARM se fue a la mierda hace mucho tiempo, pero la mierda sigue aquí: en los despachos oficiales, en los ayuntamientos, en las oficinas de los (pro)motores inmobiliarios, en las oficinas de los profesores universitarios y, como no, en cada una de nuestras casas. Y en Mirando al suelo, Francisco Béjar Galera nos retrata una ciudad, la capital del reino, el invento del 825, una Murcia que da asco pero que, tarantinianamente hablando, tiene sus momentos: tiene sus bares, sus antros, sus tascas donde unos chorizos y unos michirones te solucionan el estrés y los malos hábitos. Con el parapeto de los trapicheos de drogas, Béjar Galera, antes y después de filosofar, nos retrata a todos: a los que pagamos impuestos y no pagamos IBI, a los que miramos a otro lado cuándo todo se nubla y no nos preocupamos por los ancianos mayores que antes llamábamos padres. Del cinismo inicial de la novela acabas en la sonrisa casi trágica del final. De los finales que nos esperan a todos: a las ciudades con exalcaldes y exconcejales imputados (perdón, ya no se dice imputado, ahora son investigados). Y ese mismo Opel Kadett, y el Audi no tan nuevo, y los personajes secundarios que llenan bares y puticlubs hacen de Mirando al suelo una novela para pensar. Pensar, dice el autor en unos diálogos memorables. Lo grisáceo de la portada es el reflejo de nuestra sociedad. El ascenso del miedo y las mentiras hechas realidad una y otra vez. Mentiras institucionalizadas. Y siempre hay un tonto que pague las multas, o entre en la cárcel, o se quede sin casa. Y las canciones, a través de perras electrificadas (¿o eran enfebrecidas) que nos cambian la vida. Y las perras que nos siguen cambiando la vida en esas cuatro palabras que repite FBG: amor, rencor, inercia y nada. Y el mismo FBG ha tenido los vemoles de retratar un caso como el consejeril del que en el territorio tudmiriano ya no se habla, algo que parece que no ocurrió. Recuerdo que cuándo iba a almorzar al Burrucha, bar mítico ceheginero, el regente del local (un estudio sociológico necesitaría solo este bar) sacaba de mañana en mañana un ejemplar del diario La Opinión con la entrevista al jefe de la Consejería en la que hablaba de Bin Laden y su captura. De Bin Laden. Béjar Galera no pone pegas en subrayar con rojo quiénes mandan en exsultanato del antiguo 007. Siempre mandan los mismos, siempre el banco de turno y el diario de turno, siempre las siglas que nos (des)gobiernan. Y todo lo demás.
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