martes, 31 de enero de 2023

lunes, 30 de enero de 2023

Treason. Primera temporada.

Nada como los secretos como para empezar una serie. O la palabra secreto, que no siempre esconden otros. O sí. Vaya usted a saber. Y, como en Litvinenko, siempre hay un veneno, aunque cambiamos tetera por vaso de licor, pero la mezcla con venenos siempre tiene algo de especial. Y las prisas, que lo cambian todo. El jefe del MI6 y de ahí, para arriba, para el este, siempre para el este. Porque esto va también de viejas historias del este. Y luego, la taza. Siempre hay un plan alternativo, un veneno más, un plus de cicuta para el mal. Y los rastros del veneno que eliminan huellas. Elecciones, volatilidad, inexperiencia, falta de instintos asesinos: siempre hay etiquetas para el reserva. “Mis enemigos son ahora tus enemigos”. Libros, iconos, oxidación, kilogramos. La intriga y las marionetas, porque siempre somos marionetas. Títeres. Simples títeres en manos ajenas. Y los buitres, de todos los cielos, al acecho. Y la familia, en la diana. Extorsión con extorsión se paga. O se hipoteca el futuro. Elecciones, rivales, Rusia. Boris sin Boris. Y nada es lo que parece, y hasta las necrológicas mienten. Muertes piadosas como reclamos, como utensilios, como mecanismos de distracción. La necesidad de entender. Los cambios. La mentira. “Dormir con el enemigo tiene ventajas”. Pero el enemigo no es que juegue en casa, sino que se ha quedado con toda la urbanización. Nada nuevo bajo la lluvia británica en Treason.

Anoxia

Hay momentos en los que todo te lleva al veneno, a los vinagres, a la etiqueta de los venenos y a las etiquetas de los vinagres. Anoxia hay que leerla con distancia, no querer hacerla presente en primera persona del singular, aunque escribe MAHN que “la distancia es siempre la posibilidad de no llegar a tiempo”. Se hace tarde. Venid un día que haga bueno. Vivos, dormidos, difuntos. Como si hubiera diferencia, ahora que todos somos zombies. En pocas horas se me han aparecido los venenos en los capítulos de Litvinenko, en el primer capítulo de Treason, en Anoxia de Miguel Ángel Hernández. Y lo he enlazado con las primeras páginas de Ahora o nunca, el dietario de 2016, en el que Miguel Sánchez-Ostiz, entre viajes fronterizos reflexiona sobre la muerte y la ancianidad de su familia política sin paños calientes, sin dulcificar lo que es amargo: “Raras veces reparamos en que nos podemos quedar solos de manera sorpresiva, repentina y todo nuestro mundo se puede venir abajo”. Y apostilla MS-O: “La filosofía de la muerte más práctica es que se muera otro. Durar al precio que sea”. Al final de Anoxia, Hernández Navarro describe esa ancianidad ya sin retorno asegurando que “ha dejado de ser un anciano para convertirse en un viejo”. Pero antes de desenchufar antenas y cables, de las paredes cuando hay tormenta y en el hospital tras la agonía, apunta MAHN que no son invisibles los muertos “por mucho que hoy quieran quitárnoslos de la vista enseguida”. Le falta a Anoxia que sonara en el Mercedes de turno Atmosphere de Joy Division, antes y después de la soga. Anoxia se puede entender como reflexión sobre el deterioro y la muerte, la nuestra y la de nuestro entorno. También se puede entender como ilustración de esos últimos momentos de antes y de ahora (no solo de esa “excentricidad decimonónica”) que son las fotos de los muertos. Cita palabras como acto de memoria y homenaje. Y con esa mezcla de desastre ecológico, de muerte continua, de cieno y urbanización de aborto de tres meses, monta un andamio que se lee bien, sin concesiones, pero con desaliento, con la convicción de que nada acaba bien en la vida, ni en color ni en blanco y negro ni con revolución de los colores. Los protagonistas, rodeados de muerte, sobreviven, huyen para hacer cosas que no estaban previstas, adquieren nuevas costumbres que sustituyen a las anteriores y al final, con tanta mierda y fango alrededor que es lo que son las vidas, se adaptan. Cuesta días o años, cuesta quitar el luto o dejarlo, pero nos adoptamos a las nuevas soledades, rodeados de esa gente incompleta que pulula en el avispero vital. Pone énfasis MAHN en las dudas que nos entran cuando descubrimos algo que no queremos descubrir, y nos entra entre el miedo y la curiosidad, y nos preguntamos sobre si seguir de vacaciones morales o nos metemos en el núcleo de la cebolla. Anoxia también es decepción y resignación, ya sea con los últimos alientos o con lo cotidiano de hacerse a la idea de la mortandad infantil: “Fueron las fotos más comunes, las de los niños. Por la alta mortalidad, pero también por esa idea cada vez más extendida de que aquellos que no poseen una imagen no han existido”. Y pone un ejemplo de treinta y tantos meses y una médula que no funciona: “Es el futuro quebrantado, el fracaso de la vida; la evidencia, más que cualquier otra cosa en este mundo, de que nada tiene sentido si algo así puede suceder”. Pero nos empeñamos en agachar la cabeza, en taparnos los oídos, en no ver el Telediario y creer que todo es mentira menos la muerte: “¿Qué hay más inevitable y habitual que la muerte? Lo anómalo y lo terrorífico es tratar de quitarla de en medio, ocultarla y hacer como si no existiera. La fotografía mortuoria constata la única certidumbre que tiene el ser humano: su caducidad”. Y en nuestra sesera no entendemos que todo se hace viejo, se olvida, se pudre y que, ni autoridades (“la orilla de la playa parece el mostrador de una pescadería macabra”) ni nosotros (“no es la primera vez que se descubre haciendo algo que no desea solo por no incomodar a los demás”) vamos a cambiar. Subraya el peligro de que ciertos deseos se cumplan, ya sean yendo a un gran premio de motociclismo o camino de un tanatorio. Y la incomprensión, y el dolor mal entendido, y la pose que tomamos ante los palos de la vida. Quizás le sobra un poquito la repetición en la reivindicación del desastre del Mar Menor, pero es una novela que se disfruta, aunque nos sobra John Coltrane y nos falta Ian Curtis. Mucho Ian Curtis.

sábado, 28 de enero de 2023

Santander, 1936

Va a saco Álvaro Pombo con Santander, 1936. Marca territorio (en este caso, familiar), sobre lo que pensamos y lo que decimos en voz alta sobre nuestros ancestros, sobre esa familia que algunas veces nombramos y otras, como no puede ser de otra manera, escondemos. O escondemos muchas veces. Y en esa familia, hay estratos, escalones, bigotitos y corbatas, pantalones y camisas bien planchadas, y comida caliente todos los días (que para algo está el servicio): “Sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos, somos niños bien, diga lo que diga José Antonio Primo de Rivera”. Y en esa familia se juega al tenis, se ganan copas, se buscan novias bien, se hace moda, pero hay abandono materno, y se estudia fuera el bachillerato. Escribe Pombo que “solo se acortan las distancias que se guardan”. Pero muchas veces es mejor no guardarlas. Con y sin Falange Española. Siempre tenemos en mente a personas que han nacido viejas (y no solo en el rostro o en su benjaminbuttnismo), pero Álvaro, el protagonista de esta novela “era o se sentía reviejo a los diecisiete”. Reviejo. Se subraya ese reviejo en contraposición a su padre, ya enfermo y casi sin salir de casa, pero de mente republicana y burguesa de buen salón, de buena familia, de buen estómago. Y en esas casas, AP le pone énfasis al silencio que rompen los relojes, y “al amor que se llega en lo sombrío”. Silencios y sombras, solo falta la higuera y Antonio Luque te hace un disco. Pero volvamos a Santander, 1936. Y el sol a un lado, porque hablando de amor Pombo le pone el reflejo a la luna. Y va ampliando el álbum de la familia con el tío Gabriel y la tía Rosa, aunque hay temas con los que con la parentela mejor no hablar “ni de política ni de enfrentamientos en la mesa ni en el despacho”. Y los cambios que vienen acelerando, como “todo el mundo en esa década republicana parecía demasiado público y notorio”. Pombo toma el bolígrafo rojo y subraya atmósferas y llegadas de democracias, aunque nunca se sabe si esas velocidades fueron bien utilizadas, bien entendidas, bien desarrolladas. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros de obtener la democracia de sopetón? ¿Hubiera sido fácil utilizarla? Ficciones que nos hacemos en las quijoteras. Podemos hacernos muchas preguntas, pero el desastre, con aquel inicio era cuestión de tiempo en aquella década vertiginosa. Con ese mismo bolígrafo rojo incide el autor en las peleas callejeras, en las que el protagonista perdía la timidez, y la inseguridad y hasta su condición de señorito, lo dijera o no el hijo del dictador: “Ser sociable en estos tiempos le parece a Alvarín cada vez más difícil: hay demasiadas opiniones contrapuestas”. Y Unamuno, y la virilidad, y una Falange retratada y retratable: “No es un partido político más. Es un movimiento nacional. Los partidos políticos existen a base de separarse unos de otros. Ahí tienes a UGT, por un lado, CNT, por otro, los socialistas por otro, los comunistas mismos, aunque sean pocos todavía. Falange no es un partido, es un movimiento espiritual”. Sería fácil jugar a comparaciones contemporáneas, pero no estamos para juegos, por muchos dioses que ponga el tío Gabriel encima del altar: “No me fío de los partidos sin Dios”. Y en el horizonte Asturias y su revolución de 1934, y su extensión norteña y los daños colaterales de los que escribe Pombo: “Hubo tantas personas encarceladas que, al no haber suficiente sitio en las cárceles de Santander, se tuvo que habilitar un barco, el Alfonso Pérez, como cárcel”. Y las guerras y sus leyes, y las comparaciones (hasta se refiere a la Comuna de París de 1871 y al sóviet de Petrogrado de 1917) y los amigos en los que no son tu bando: “Siempre pienso que lo que nos falta (…) es no tener verdaderos amigos a la izquierda”. En esta sucesión de diálogos entre padre e hijo que es Santander, 1936, las treguas no existen porque iban sin freno, y aunque se cite a Maura y a Canalejas, solo había una salida. Y la Iglesia (desde su atalaya), y el arte epistolar (hoy tan olvidado), y la figura de Azaña idolatrada por Cayo (el padre), y los dos bandos y sus indumentarias y sus fiebres, y la decisión de tomar partido (y siempre salimos perdiendo) y lo que no queremos recrear (“rara vez los hijos imaginan el pasado de sus padres”), y las referencias a los Buddenbrook y a Hans Castorp y a esa “Ilustrada izquierda española” en contraposición a la vistosidad anterior de la monarquía, y la excitación republicana y ese Alfonso XIII (“un Rey simpático, un Rey elegante y mujeriego, un Borbón mujeriego”) y la importancia de no tener amigos en política siguiendo el ideal azañista: “Un presidente republicano, un republicano responsable, no tiene amigos, aunque tenga colaboradores o camaradas de partido, porque las amistades son siempre, como en el célebre volumen de los amores en el siglo XVIII francés, amistades peligrosas”. Y el matrimonio roto desde antes de su consagración, y la soledad, y los destinos ignorados. Y los puños y las letras, contraponiendo hijo (“Los puñetazos vienen para eso. La letra con sangre entra”) y padre (“La letra entra con el aliento, con el espíritu. La letra es el espíritu, a trompazos no se aprende nada”). Y las cosas que hacemos sin tener que hacerlas, o que hacemos en un contexto que no es el nuestro. Y esa sensación que deja el libro, con un personaje como el de Álvaro, el hijo, que al principio es atrayente pero que va corrompiéndose o dejándose corromper por una idea sobre la que tiene dudas, pero es su idea. Y esa visión liberal del asunto, siempre que seamos del ramo: “El liberalismo conllevaba una tolerancia propia de comerciante que se toleran entre sí siempre y cuando los negocios marchen bien”. Y la camaradería, y palabras que llevaban a frases que recordar: “Victoria significaba exaltación. Derrota significaba aniquilación”. Y apostilla Pombo poniendo la voz de otro Pombo: “Porque abandonarse a la derrota es derrotismo, es una forma de decadencia espiritual”. Y puestos a sumar, todos restaron, hicieron un Bart y se multiplicaron por cero una y otra vez: “¿No eran el Frente Nacional y el Frente Popular dos expresiones rígidas, frentistas, de una misma voluntad mítica de alcanzar el todo de una sola vez y de golpe?”. Y frases joseantonianas que retumban, y, que, de tarde en tarde, en Santander y fuera de Santander siguen chirriando (“el mejor destino de las urnas es ser rotas”). Y el fútbol que no falte (los dos familiares presidentes del Racing), y la opción de huir y no huir, y la opción de ahorrar y no ahorra y llegar a la ruina (“Fue facilísimo. Fue pasando. Nos arruinamos pensando que el dinero es inmortal”). Y esos sentimientos que no nos embargan, que para eso está el banco (“la tristeza es realismo, piensa Cayo Pombo, la alegría, utopía”). Y de golpe, en la narración, los asesinatos de un republicano en zona republicana y los velatorios sin rezos y con mujeres y los bares de cada bando. Al libro no se le ven las costuras, aunque el final es previsible pero no por ello pierde interés. Un buen ejercicio de memoria, de los que hay que obligarse a hacer una y otra vez.

martes, 24 de enero de 2023

Babylon Berlin. Cuarta temporada.

Música y hambre para acabar 1930. Colas para una sopa. Acción y pausa, estirando hasta que se pueda estirar. Noches de flash. Esvásticas que empiezan a cubrirlo casi todo. Ulles für Deustchland. O lo que se diga. Fiestas de traje largo y noches con las que meter miedo. Judíos, y frío y cualquier mamarrachada con la que seguir metiendo miedo: la ciudad es nuestra. “Tenemos hambre”. Y como tenemos hambre, todo vale. Robos nocturnos. Sed sin champán posible. Sorpresas por Nochevieja. Y llega la noche y las SA campando por las calles, primero contra su propio partido y luego contra todos. Robos previsibles. Todos contra todos. El cuadro perfecto, con la policía corrupta. El marco con el que se inicia la cuarta temporada de Babylon Berlin era desolador, era la Alemania del desconsuelo. Choques inesperados, jarana muy esperada, mamporreros ejerciendo de lo que indica su nombre. “Los judíos solo se han beneficiado con la crisis”. Y el cuarto poder, al cincuenta por ciento. Y la crisis y el recorte, que ya estaba antes de las gaviotas. Piedras, cohetes, diamantes y corrupción. “Esto es lo que pasa cuando viajas: conoces a un desconocido y le cuentas tus secretos”. O no. Comunistas, espías, y la costumbre de mirar en los cajones ajenos, de volar en vuelos impropios, hermanas enfrentadas, despidos procedentes. Y los muertos y las pensiones, y buscar comida cuando no hay comida para ejércitos de niños. Danzad, danzad, que no pare la danza. Y las apuestas, y el asalto definitivo con las apuestas. Que no falte el circo para que las apuestas continúen. Pero el circo, la apuesta, el ejercicio de cajones ajenos, se alarga excesivamente, hasta explotar de verdad a partir del noveno capítulo, entre tintes y herencias. Y siempre somos incómodos con lo tradicional, y caemos en la difamación del detalle, en la escapada de la presunción. Pero todo es mentira, y sin bicho no hay insecticida viable y “el boxeo es la cosa más bonita del mundo salvo si el combate está amañado”. Y es todo mentira en la cuarta temporada de Babylon Berlin, dentro y fuera de las capas y las barcazas, dentro y fuera de los orfanatos y las deudas. Y pegar a los demás en nombre de la patria, en mitad de la humillación, en mitad de los boletos de juego que empapelas a una rata dentro de otras ratas. Y el cuarto poder perseguido por los poderes del Estado, antes de que desaparezca definitivamente. Vidas que protegen vidas, sacrificios bíblicos en mitad de un apocalipsis sin solución, de fiebres y sudores, de crucifijos antes del velatorio. Porque, sin duda, en la traición, porque siempre hay traición por mucho que repitamos aquella frase garrisoniana de JFK, no hay consuelo. Y la mentira se vende como verdad, y el espejo como como cristal envenenado, y las cicatrices de los supervivientes más que las sepulturas de los muertos. Y entre joyas, resultamos avariciosos, porque las barbas y las sinagogas eran problemáticas para algunas cabezas sin cerebro. Barcos y hundimientos, desconocidos que ayudan en el momento exacto y la certeza imprevisible. O no, “aunque a veces tiene que hacer lo que le dicte el honor”. Y siempre “a la realidad le sigue el relato”. Y las SA contra las SS, y acabar con el mal desde el mal. Nada como una guerra intestina como para que las tenias se coman entre ellas. “Mi honor se llama lealtad”, que decían las SS. Y los manicomios con huecos, con agujeros, con vías sin trenes y bebedores de lejías por las calles. Y siempre hay agentes dobles, pero no siempre son lo que esperábamos. “Intente no creer jamás sus propias mentiras”. Lo dicho, mentira todo.

jueves, 19 de enero de 2023

El caso Moro

Ahora que todos somos expertos en Historia Contemporánea, en Historia de Italia, en Historia de todas las Historias, no está mal la lectura de El caso Moro de Leonardo Sciascia. Después de Todo Modo, después de la lectura de A cada cual, lo suyo, se entiende mucho mejor la historia de Italia, la historia contemporánea, la historia de todas las historias (esta vez, todas con minúsculas). Y después de Exterior Noche nos han salido más historiadores sobre Italia que en la misma Italia, que en la misma Democracia Cristiana (y veremos si no resucita ningún sumo pontífice con el asunto, al tiempo). Empieza LS hablando de luciérnagas y de Stendhal y de Pasolini y de preguntas que nos hacemos y en el momento en el que las hacemos: “¿Cómo puede adorarse lo que angustia?”. ¿Pero es que hay algo que no nos angustie? Sigue LS con los bichitos de luz: “A ese algo que ocurrió en Italia hace unos diez años lo llamaré, pues, desaparición de las luciérnagas”. Ni Democracia, ni cristiana, que diría el otro. O casa de putas. Sigue así Sciascia citando a Pasolini: “El régimen democristiano ha pasado por dos fases completamente distintas, dos fases que no se pueden comparar -lo que supondría cierta continuidad- sino que han llegado a ser históricamente irreconciliables”. Palabras de asesinado para hablar de otro asesinado, de Aldo Moro, “sobre todo Aldo Moro, quien parece el menos implicado de todos en las cosas tremendas que se hicieron desde el año 1969 hasta hoy, con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder”. Y apostilla sobre esa DC, sobre ese “poder democristiano que, hasta diez años antes, había sido la dura continuación del régimen fascista”. ¿Pero qué fueron la RFA y la Italia posteriores a la II Guerra Mundial sino meros continuadores de aquellos regímenes tan funestos? Continuación. Continuemos con metáforas latinescas, con cartas de Aldo Moro en su secuestro por las Brigadas Rojas llenas de censura y autocensura, por “ser un prisionero, un espía en territorio enemigo vigilado por el enemigo”. Añade Sciascia sobre esos BR: “Hijos, nietos o Biznietos del comunismo estalinista, los miembros de las Brigadas Rojas mamaron la polémica del vigilar y castigar y dieron un leve toque libertario a su petrificada ideología”. Cuantifica cartas LS (entre 50 y 70) las que las BR entregaron de Moro, y reflexiona sobre el secreto postal, y empiezan a salpicar nombres y mierdas, y mierdas y nombres y como en aquellas novelas de cerdos, todo se confunde con Leone, con Andreotti (enano rumbero), Ingrao, Fanfani, Misani, Piccoli y Craxi (también somos expertos de la última década del XX en Italia con tanto 1992, y 1993, y 1994). Y utiliza LS al Quijote y A Borges y su Pierre Menard, autor del Quijote, y a Unamuno con su Vida de Don Quijote y Sancho de 1905, y aquel compromiso histórico que ya no todos comprendieron (o muchos, o casi todos). Y recalca Sciascia, que la ausencia de Moro, lo que “produjo su presencia difícilmente habría producido: la paz y la armonía necearias para que el cuarto gobierno presidido por Andreotti se aprobara sin oposición alguna”. Los estados de ánimo, y conseguir lo que queremos conseguir. Escribe Sciascia y hay que subrayarlo, y volver a subrayarlo, aunque yo no subraye los libros: “Cuando la verdad, abandonada, abandona a la literatura, se hizo patente en la vida cotidiana con toda su trágica crudeza y ya fue imposible ignorarla o disimularla, pareció engendrada por la literatura”. Y en esa locura, en mitad de esa novela guionizada, porque todo tiene un guion, “los políticos del poder o próximos al poder culparon de ello a los hombres de letras”. Y en esa quijotada que fue la historia de Aldo Moro, sigue Sciascia mezclando a Borges en el asunto: “Tanta perfección no pude darse más que en la imaginación, en la fantasía, no en la realidad”. Y ahí, todo es apólogo, todo es fábula, todo relato ficticio, todo mentira. Y entonces, aparecen las etiquetas sobre Moro en la prensa, o, deberíamos decir, en La Prensa (ahora pasamos de las minúsculas a las mayúsculas, porque toca, o porque me da la gana): líder, o gran líder, o gran estadista. A ese respecto, suma LS: “Gran mentira, entre las muchas y gordas de aquellos días”. Y siguiendo con las estadísticas, sigamos poniendo números: “La razón por la que al menos una tercera parte del electorado italiano se identificara y se identifica con el partido democristiano radica precisamente en que éste no tiene ninguna idea de estado, cosa tranquilizadora y hasta tonificante”. Y la comparación con el Kutuzov de Guerra Paz que hace Moro. Y añade: “Si alguna idea tuvo Moro parecida a una idea del Estado, estaba como encerrada dentro del partido, dentro de esa ciudad medieval que era el partido, ciudad que parecía abierta e indefensa, pero que en los momentos de peligro se revelaba perfectamente fortificada y protegida”. Y el abandono de los que él creía sus amigos (siempre lo repetimos, no existe la amistad, existen personas con las que pasamos ratos), y la retórica nacional, y la idea de Muerte (esta vez toca mayúscula como podía tocar una luz verde o una ola rompiendo contra las rocas): “El Estado italiano está vivo y es fuerte y duro. Lleva más de un siglo conviviendo con la mafia siciliana, con la camorra napolitana, con el bandolerismo sardo; lleva treinta años siendo un Estado corrupto e incompetente, despilfarrando y malversando el dinero público impunemente”. Y los falsos comunicados que llevan a lagos y a más mentiras, a esquivos lugares de nieves perpetuas que lo ennegrecen todo aún más. Y añade LS que, salvo los socialistas, por interés (para convertirlo en “una especie de hijo pródigo u oveja negra”), todos lo dejan vendido. Y los tercios de Pablo VI, y la importancia del número 13, y como los compañeros de partido, o excompañeros, o exnadas (viva George Harrison [“prefiero ser un Beatle a un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”], hablan de él diciendo que “no es el mismo hombre”. Y añade Sciascia: “Y tiene razón Moravia: en Italia, la familia lo explica todo, lo justifica todo, lo es todo. Como decía Lincoln de la democracia: de la familia, por la familia y para la familia”. Y papelitos con los que se justifica todo, o se pretende justificar, o escapar de la justificación, que todo se confunde: “Es la misma mentalidad a la que se refiere ese díptico de Trilussa que dice que la gente no se fía ya de la campana porque no conoce al que la toca”. Tolón, tolón, que tocan a muerto. Y en esos disparos, siempre hay técnicas: “Cuando la locura sigue un método, no hay que fiarse”. Y el añadido a la locura: “Y el método nació precisamente con el caso Moro”. Y el Renault rojo, y esas virtudes que se ponen con un asterisco: “Precisión, puntualidad y eficacia son para los italianos virtudes ajenas o cuando menos extrañas”. Pum, pum: “Una cosa al menos hay que funciona: precisamente la que por antonomasia llamamos cosa nostra”. Y en esa precisión y eficacia de las Brigadas Rojas, pone énfasis Sciascia, en “algo que responde más a un código mafioso que a un credo revolucionario”. Y como ejemplo, otro disparo: “Herir en las piernas a las víctimas, trasunto del desjarrate del ganado que practica la mafia rural”. Y entonces, más bolígrafo rojo (no podía ser de otro color en este caso) para la clave del drama: “Y las Brigadas Rojas no solo lo acusan explícitamente de ello en sus comunicados, sino que tienen la fúnebre ocurrencia de hacerlo también solemne y simbólicamente en Vía delle Botteghe Oscure, donde tiene su sede el Partido Comunista Italiano, y la plaza del Gesú, donde tiene su sede Democracia Cristiana”. De jesuitas a tiendas oscuras, y tiro porque me toca, y siguiendo con el juego de preguntas Sciascia se la hace con ese “esteticismo en el que morir por la revolución ha pasado a ser morir con la revolución”. En definitiva, una lectura con la que pensar en si los políticos, tanto los de antes como los de ahora, en todos los países, hacen siempre lo necesario sin mirar en sus intereses o solo lo hacen de acuerdo a su beneficio personal o grupal.

miércoles, 18 de enero de 2023

Santo. Primera temporada.

Siempre se utiliza el Eclesiastés en un contexto determinado. Y a Santiago. Vivan los versículos ajenos a su significado verdadero. Y tiene Chinches y Ronaldos, y tiene sollozos, y niños muertos, y tiros y fuegos, y todo ese ambiente de querer ser un Seven pero no llega ni el Four, y tiene menos lluvia aunque hay alcantarilla, y toallas tendidas y barbas que afeitar y heridas en los párpados. Esas colaboraciones entre desiguales no siempre son perfectas, no siempre llevan buenos ramos de flores (los llevan , pero quizás no huelen a nada, o quizás nuestras rinoplastias fueron mal ejecutadas). Y hay violines y flautas, y tatuajes (qué sería de algo contemporáneo sin tatuajes [creo firmemente que las tiendas ya solo contratan a niños y niñas con tatuajes, o algunos que no son niños y niñas pero que se creen escolanía de todas formas], y rituales, y finales abruptos, y carreras en una ciudad de prisas y ruido de cláxones y persianas a medio bajar. Una búsqueda, un tipo sin rostro, o con rostro oculto, y barbas cortadas como si fuera esto El fugitivo. Viva Noruega y las grietas en las comisarías. Y en las paredes de las comisarías. Y niños triturados, y cabezas de niños trituradas, y motos que explotan y cortinas que dejan entrar poca luz, y hoteles y restaurantes chinos. Y tiroteos a la hora de La ruleta de la fortuna (no hay mejor hora, por supuesto). Y escenas que me recuerdan, mucho, pero que mucho, a Días contados. Y en este Seven tan particular suenan chicharras mientras alguien corta un cuello entre cañas demasiado verdes. Y saltos al vacío, y extrarradio sin bici. “Si tienes una casa tienes miedo, si tienes un hijo tienes miedo. La única manera de no tener miedo es no tener nada”. Y los traumas del pasado, o los fantasmas de los traumas del pasado, que van y vienen, aunque con demasiados tópicos, como si fuera esto Miedo y Asco en Los Madriles. Y encima, con final abierto. Lo dicho, Santo está repleta en su primera temporada de demasiadas imágenes que recuerdan demasiado a otras muchas imágenes. Y el infierno sigue lleno de buenas intenciones.

martes, 17 de enero de 2023

La ruta. Primera temporada.

El siglo XIII. Nada como empezar una serie haciendo una referencia al siglo XIII sin que nada tenga que ver con el siglo XIII. Ni Bouvines, ni Carta Magna, ni cruzadas, ni reyes franceses de nombre repetido que murieron apestados. Pero en La ruta hay otro tipo de peste: la del bakalao. Y burros con chiste o chistes de burros. Y gente sin alma haciendo dinero y los DNI haciendo la segunda misión que tienen en España y los Golf GTI sirviendo para lo que servían en los noventa, y a finales de los ochenta, y el valenciano ejerciendo, otra vez más, de catalán mal hablado. Y New Order en el corazón y en las paredes, y un seis de copas en la puerta. Y haciendo una personal adaptación de remotas ideas jardielponcelistas, freno y marcha atrás en la historia. Pero vaya historia. “¿Qué prefieres llevarnos tú o que nos coja Anglés?”. Frases que se entienden en el contexto de 1993, cuando todo acaba en esta historia, pero que es el inicio. Dices Alcácer y la gente no se acuerda. Ruido y silencio alternándose sin parar, entre cebras y peatones que no paran de salir y girar entre vinilos chimobayísticos. Ojeras y gafas ovaladas, y cascos con espumilla naranja y pinturas de guerra con dedicatoria. Y una ruta sin cambio político no es una ruta, y aquellas elecciones del 91, y Joan Lerma en el poder y todo lo demás. ¿34 minutos duraba el Máquina Total? Elefantes y gente haciendo de gente incompleta, bailando a plena luz del día o de la noche, levitando entre lanzadores de disco y camisetas de Cobi tirándose el triple. Vivan los Stone Roses. Y ya no hay curas como los de antes, si es que antes no es solo una preposición. Y esa cultura del aparcamiento que no tenía comparación. Y un partido de fútbol contra Ian Curtis y sus secuaces, y los barraqueros siempre ganaban. “La primera vez que te mienten la culpa es del mentiroso, pero la segunda ya…”. Hágase querer por terceras partes que nunca acaban, por viajes en un Renault 11 blanco, por los días que se alargan, por los botijos rojiblancos, por las tardes que no pudieron ser porque acabaron en noches eternas. Y frases de profesores que se recuerdan: “Al tercer Jb el cuerpo necesita un poco de magia”. Siempre al tercero. Nunca sabe. Accidentes que lo cambian todo, y no solo en la IBM. Y Sénder y Mayra y el concurso de Chico, y horchatas maternas, y fogonazos de huida interrumpida, y las llamadas de hospital, y el juicio de la Colza y preguntarte una y otra vez por si es verdad. El tiempo es oro, y Constantino Romero y un helecho o lo que sea que nos inventamos para las situaciones forzadas. Y dinero llama dinero. Y todos contentos y todo es mentira. Y Martes y 13, haciendo aquello de Encarna que hacía que nos descoyuntáramos con Móstoles y las empanadillas y toda aquella diatriba que nos llevó a esperar las uvas sin querer uvas, queríamos hablar de ese programa con los amigos en el instituto a la vuelta de las vacaciones. Y erizos y cangrejos y demás insectos que te llevan al sacerdocio. Y la mili, y el intento de escapada, y recaer en Sueca como el que, convertido en balón de baloncesto, acaba en una trifulca entre los Pacers y los Pistons. O no. Recuerdo que en 1992, a final de año, un domingo con un frío del copón, llegamos en un autobús a Sueca por el tema de unas beatificaciones (el de mi pueblo, ahora que estamos con el tema de La ruta, adoptó el nombre de Canuto Franco Gómez) y a la hora de comida me sentaron en una mesa de “jóvenes”. Allí todo Cristo hablaba valenciano y aquel domingo iban todos medio puestos y con una resaca del 15. La serie gana con esa marcha temporal restando años pero ganando en el interés de la historia, del drama, del peligro en el que vivimos y del que no nos recuperaremos nunca. Una serie bien hecha y que utiliza la escusa de la ruta valenciana para llegar a sentimientos que van mucho más allá, y que nos hacen recordar historias escuchadas a Jorge Albi en La conjura de las danzas. Coda: Y si suenan The Stone Roses, que no pare la música.

domingo, 15 de enero de 2023

Los puntos ciegos

Muchas veces estamos embelesados con nuestros ombligos (pelusa incluida), que no vemos más allá, que solo queremos lo nuestro, o creemos querer en lo nuestro. No sé el modo de llegar a Los puntos ciegos de Borja Bagunyà, pero llegué y de golpe te da un sopetón de realidad, con la historia y con el uso de los paréntesis, con los dramas personales y las llamadas de atención, con las jodiendas con vistas a la bahía y lo que está por llegar. Con cita en la que aparece una araña y un escupitajo, comienza BB su universo particular, creando una tela de araña de oficios en los que nos empeñamos en seguir a pesar de todo lo que nos amargan: “…como en toda liturgia, es el protocolo lo que hace la cosa y no la cosa la que hace el protocolo”. Y en ese comienzo, la Universidad como batidora de mierda que es, queda reflejada en un espejo en el que no sale ennoblecida sino todo lo contrario: “Que para innovan en la docencia había que saber hablar en pedagogo, y que los pedagogos eran los únicos preocupados por esto de la innovación docente”. Y a lo largo de todo el texto se repite esa idea, ese análisis de una institución que huele a moribundo: “Hablaba de la universidad como de una gofrera que, en lugar de planchar masa de galleta, planchara discursos y los ordenara en una cuadrícula inmaculada”. Y no vivir aislado, porque todo es mentira, “y saludar era importantísimo”. Y en esa mentira, equivalente a cualquier grupo docente, a cualquier trabajo, a cualquier empleo medianamente analizable: “Había que saber diferenciar entre la efusión que se mostraba con el compañero de Departamenteo y el saludo al resto de profesores”. Y ese desinterés, y ese maquillaje falso, de lectura de artículos, de publicaciones de artículos, de articulación de cualquier mierda envasada al vacío, que tiene que innovar, que tiene que sentar cátedra, que tiene que oler a culito de bebe recién bañado en colonia. Esa mierda, la de la calidad de la docencia, del “ya veremos”, de creer que “cada cual era libre de enseñar Kant como cojones quisiera y de que aquello no tenía que convertirse en un cisma ni en un intercambio de puñaladas, ya que no habría paciencia ni ganas, o igual para las puñaladas sí”. Y me gusta como Borja Baagunyá resuelve en dos, o cuatro, o diez palabras cualquier cuestión (“epifanía irónica”,” paranoia mortuoria”, “collarcito de tópicos”, “bovinamente interesado”, “crisis de telenovela”, “pereza oceánica”, “vermut perenne”, “mirada bovina”; “tiránicamente escrotocéntico”, “verborrea nociva”; “las palabras son nudos” , “actitud de mariscada perpetua”, “cara morena de aristócrata putero”, “el circo habitual de egos sociópatas”, “lluvia de finales de febrero cargadas de gripe”, “la crítica blanda de entreprimos y amiguistas”, “fetiche chungo”, “panda de masticadores de cebada obsesionadas con la fibra”, “sumisión del evangelista trasnochado”, “empatía de garrafón”; “profeta sin discípulos”, [e incluso, mejor un poco más largas como “imágenes de una cursilería afectada e imperdonable que no pasaban de ejercicio de Gestalt del Eroski] ). Y las pajas mentales que nos montamos pensando en otro tipo de pajas: “A veces, a Morella le gustaría que una alumna subiera a su despacho y forzase una situación incómoda. A lo mejor no ahora, que ya tenía una edad y sería más bien un problema”. No siempre, pero a veces pasa. Y resumir la situación en una frase, que nos recuerda a todo y a nada: “La caída del magnolio decía todo lo que había que decir sobre el estado de las Humanidades”. Y más: “Morella solo podía pensar en lo absurdo de querer renovar una facultad que nunca había sabido que hacer con la novedad”. Y la forma de pasar la mano, y los becarios, y los discípulos, y el mentorazgo y todas esas mentiras con las que montarse en un trono, en un altar, en una silla papal si hace falta: “Un discípulo es un tesoro (…) Mira Olivier, después de todos estos años haciendo ruido por revistas y centros de cultura y streamings y podcast tiene una corte de jorobados que lo adora”. Y materializar un momento con una frase: “Pero todo esto ya estaba escrito, como también estaba escrita la sensación de tenerlo todo escrito". También reflexiona LPC sobre la infelicidad nuestra de todos los días, esa de la que no podemos escapar, porque quizás no tenemos el talento que pensamos que tenemos, o, directamente, que no tenemos talento: “No hay nada más mediocre que la obsesión por la propia mediocridad”. Y apostilla: “Las ínfulas no eran un signo de superioridad, sino de una falta lamentable de inteligencia”. Y el bofetón a la burguesía, o a la gente que se cree burguesía, que se cree que ascenso es inteligencia: “Este era el problema de su generación: que tenían demasiada prisa. Cinco minutos en la universidad y ya eran todos profesores”. Y esa escalera sin salida, esa clase sin clase que aspiramos ser y no somos: “Por ser burguesía que quiere creerse inteliguentsia pero que no pasa de monserga de tendero”. Y la familia, con sus grietas y sus rémoras, con sus mentiras de toda la vida. Y el hospital y sus conversaciones de guardia, y pensar en “meterse veinte diazepanes y no despertarse en quince años”. Y más frases de esas con las que se subraya un cuaderno de notas: “Dimensiones de transatlántico, colosales, anticrísticas, como de lucha de monstruos japoneses”. Y los dramones en el trabajo, y esos jefes que encontramos en todos sitios con “algo de entrenador soberbio de la Champions”. Y la indiferencia biológica, y la imbecilidad, y las amistades inexistentes que creemos que son amistadas, y los compromisos y sus regalos, y las personas que se retratan con sus palabras: “Intentar imaginarse qué clase de persona presumiría de un Power Point le resultaba inconcebible; rozaba la indecencia”. Y las malformaciones, y niños ciegos y sordos, y lo masivo de lo macabro, y como “ciertas barrigas se convierten en cárceles”. O en algo más macabro todavía, en la botella nuestra de todos los días: “La imagen bukowskiana del torturado contemporáneo que viste de traje durante el día pero se alcoholiza metódicamente por las noches, sin clemencia, en una actuación patológica del hombre lobo”. Y las ausencias, pero con diferencias. Y la reordenación de una biblioteca, tanto o más siniestra que el retrato perfecto de la universidad contemporánea: “La universidad había decidido convertirse en lo que era ahora, o sea, en una rodaja de mortadela verbal que se colaba entre el lobby de los pedagogos y el utilitarismo descerebrado de la empresa”. Y esa confusión que retrata BB, la que “confunde el talento con la arrogancia” y de “impartir una buena clase y escribir eran actividades incompatibles”. Y lo que acaba convertido en secta, que ya es casi todo, da igual latitud y longitud, porque “tu hermano ha acabado sonando como un convergente del montón”. Y la sangre nueva que llega, o llega tarde porque somos viejos para prestar atención a la sangre nueva que nos da miedo y a la vez nos atrae porque (ese sobrino en este caso) era “como hablar con la Wikipedia si la Wikipedia tuviese un Edipo de mil pares de cojones”. Y las palabras que te marcan, te dibujan, te ilustran con tu enfermedad incurable: “Entonces, claro, te ves con la americana a juego con los pantalones y el pelo bien cortado y te siente la viva encarnación de la mediocridad leprosa”. Y creer en lo que no se puede creer, o dejar de creer, y “por eso ya no lee ni Dios. No por desinterés, sino por narcisismo”. Y los desatascos y las tuberías y la “museización de las relaciones” en las que caer antes o después. Y Los puntos ciegos, como relato que nos muestra lo que queremos leer una y otra vez, y no queremos que acabe porque no se parece a casi nada, y no es, precisamente, un álbum de fotos. Y los lugares convertidos en vertedero, en enorme sucesión de cosas sin alma, visita obligada sin nada obligado que ver: “Lo único que pasaba en Barcelona era que la gente iba a ver qué había pasado en Barcelona”. Y en esa esquela convertida en ciudad, en ese obituario, pone la púa con el buen martillo: “Si Barcelona brilla es porque está cubierta de saliva”. Y esas sentencias que no se quieren escuchar pero que leemos porque nos atrae: “No hay nada más venenoso para el pensamiento que la megalomanía”. Y claro que todo es así en la vida, no hay solución, y aquí sigue uno, preparando las clases de mañana y copiando las “gilipolleces de burguesito tristón”. Y no solo aquí, sino que todo es perder el tiempo, como un viaje a Roma porque “Italia le había parecido un pasatiempo para museógrafos”. Y en esa sucesión de páginas en las que recrearse que son LPC, nos queda claro que “el único consejo que te puedo dar es que no aceptes un consejo”. Y los entierros, y lo que decimos en los entierros, y la llegada de los suicidas a nuestra vida, y el olvido en vida y el recuerdo de las glorias pasadas y pensar hay que ponerse a trabajar porque hay demasiadas facturas que pagar si no eres el hijo de ese papá odioso que viene de Yankilandia. Los puntos ciegos, otro referente al que volver cuando nos demos de bruces con la realidad diaria.

viernes, 13 de enero de 2023

El encargado. Primera temporada.

Empieza El encargado y no sabes si el portero es personaje kubrickiano o, directamente, de Alguien voló sobre el nido del cuco. Un colgado. Un paranoico. Un controlador de los cojones. Un sabelotodo sobre todo Cristo, incluso el que no aparece en el Antiguo Testamento. Y entonces, con esa presentación, se cree perseguido en una conspiración que ni las de Mel Gibson haciendo de taxista. Y se cuela en pisos ajenos, en coches ajenos, y pega gritos a transeúntes, y hace el mamarracho. Pero lo hace bien. Y la reunión de la comunidad de vecinos, y una piscinita y una jodienda que llevaría consigo la eliminación de la casa del portero. Cambio de cromos, pero el loco no quiere ni el cromo ni los cambios. Y los plazos, los sesenta días de una parábola sin desierto, de una tentación que no lleva penitencia sino locura sobre locura. Hágase querer por un colgado muy colgado. Por un paranoico que podría ser el peor veneno sobre una herida reciente. Ningún loco se da con dos piedras en los testículos, ya lo decía Manuel Alcántara. Ninguno. Tampoco cortan billetes de 50. Tampoco. Pero están por todas partes: en una clase de cualquier colegio, en distintas oficinas, en las calles dirigiendo el tráfico pero no lo dirigen y lo joden todo. Elíseo va más allá. Roza una palabra que no siempre se puede decir en voz alta, pero que, si se cuantifica en años y días, casi 30. Abuso de la estadística, aritmética, encaje de bolillos. Y sucesión de asuntos raros, y más gritos, y más conspiración. Vivan los impostores, vivan los que cuentan los mejores embustes, los que dan pena, pero con aires de grandeza. Siempre todo mentira. “Todo tiene que ver con todo”. Moscas para todos. Viva Pakistán y vivan los vínculos. Y chimichurri para todos.

martes, 10 de enero de 2023

As bestas

Nada como una partida de dominó y hablar de todo, o de nada, o de Amadeo I de Saboya, o de cocaína y reír por no llorar, y los gatos contados en el concejo. En el maldito concejo. Tomates o tocarte los huevos, que al final del huerto viene a ser lo mismo. Muchas estrellas, mucho vino, mucho café, mucho conquistador sin premio en esta vida. Napoleón y batallas de todos los días. Vivan las lechugas ecológicas, y las chozas sin ecología. Orujos, eólicos, sillas meadas. ¿Gatos o canguros? Grabar y escupir, cultivar y recetar. Y el control de los perros, y respiras hasta que dejas de hacerlo, y te envenenan las lechugas y todo se va al carajo, con o sin jersey rojo. As bestas no es nada nuevo, pero siempre viene bien recordar lo viejo, el odio de toda la vida, el rencor nuestro de cada día porque no hay penitencia que nos salve ni cura que nos dé la absolución. Y a veces hacen más daño los reproches familiares que las ausencias y las muertes. As bestas, pese a que veces va dejando cierto aire moralista (o eso me parece a mí), pese a su larga duración y su ritmo lento, deja buenos momentos en los que reflexionar sobre lo que decimos y hacemos a los que consideramos extraños, a los que creemos competencia en nuestro pequeño rincón del mundo (es nuestro, es mío, es un juguete, y no quiero que lo toque nadie aunque yo no lo vaya a utilizar). Y respiras hasta que dejas de respirar.

domingo, 8 de enero de 2023

La piel del tambor (película)

Y, haciendo un azote de cuerdas, los echó a todos del templo, con las ovejas y los bueyes; y desparramó las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y dijo a los que vendían las palomas: ¡Quitad esto de aquí y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado!”. Nada como unos buenos versículos para retratar una situación. Siempre, o casi siempre, encontramos en los evangelios un pasaje que nos lleva a ilustrar con palabras una historia más larga. Y si es de San Juan, mejor que mejor. No sé el número de veces que leí La piel del tambor. El problema de esta adaptación, y de muchas otras, es que, al principio, con tanta cara reconocible, no sabes si estás viendo una teleserie o una película. Pero te olvidas de eso, y recuerdas lo mejor de la novela, y como “todos cometemos errores”. Y en ese recuerdo aparecen curas de rodillas, y cruces, y te das cuenta de que no estás viendo El día de la bestia. Pero ves Sevilla, y la Semana Santa (tampoco es Nadie conoce a nadie) y aparece un cura con cara de inspector de hacienda y le pasa lo que tiene que pasar, y la sangre y tienen que ponerse manos a la obra (que nunca acaba) en el Vaticano, y vemos a Nero haciendo de Papa, y las sotanas y los trajes caros, y los anillos bien relucientes, y esa iglesia “que mata para defenderse”. Y si no mata, se ayuda a que mata, que viene a ser lo mismo. Y la Santa Sede, escándalo tras escándalo, que no quiere “un circo mediático sobre una iglesia asesina”. Y más frases, como en la que ponen, o piden, “lealtad al estilo de la mafia”. Claro que sí. Y Macarena Bruner, y Pencho Gavira, y Lorenzo Quart, y Jorge Sanz haciendo el quinqui, y más rostros reconocibles. Un poco de lucidez te sirve para recordar el libro, pero no es lo mismo. Ni Bernardo de Claraval lo arregla. O sí, que siempre hay un recuerdo de Chiapas o Brasil, de Ciudad Juárez o de elogios de caballeros medievales, y curas que se cambian de bando, y curas que no son lo que parecen, y el barroco puro, y los banqueros, y la marcha de Irlanda. Pero Quart no es 007, pero en los palomares pasa de todo. Y el infierno sigue lleno de buenas intenciones, incluso en esta adaptación de La piel del tambor.

sábado, 7 de enero de 2023

La costa de los mosquitos. Segunda temporada.

La primera frase de la segunda temporada de La costa de los mosquitos de la que me acuerdo (si es que me acuerdo de algo), es mentira: “Tenemos que contarles la verdad”. Y dicha en un barco, peor todavía. Empieza LCDLM con saltos temporales, trece años atrás, con ensayos y distintas pandemias, ébolas y delfines que nos llevan a mostrarnos sin máscaras: “Las personas no cambian, solo con el tiempo muestran como son”. O no. Y clases universitarias (últimamente me encuentro demasiadas clases universitarias en las series, pero no se acaban pareciendo a la película de Stone sobre The Doors donde nos llevaba a UCLA). Cánones que nos sumergen en una tristeza infinita, o en algo que debemos asumir: “Eres un poco infeliz porque las cosas se torcieron”. ¿Y qué no se tuerce en la vida? ¿Y qué nos queda? Tragar, tragar y volver a tragar: “A veces hay que estrechar la mano que te da de comer”. Y tormentas, y chalecos amarillos ante de los chalecos amarillos, y reflexiones sobre la violencia, y padres que cuidan hijos, e hijas que cuidan padres, y parásitos y todo lo demás: “De algo sirvió leer tantos libros. Ahora a seguir aprendiendo hasta llegar a puerto”. Pero no hay puertos con buenas acogidas en el infierno, en la huida a Egipto sin Egipto. Y gabachos negros, y casas rojas, y comunas autosuficientes, y un pupitre recreado, y una máquina de escribir, y una tesis sin terminar porque “la traición solo es posible si amas”. Viva el amor. Y creemos que tenemos lo que merecemos, no lo que lo debemos creer sobre los demás: “Nunca entró en mis planes ser infeliz”. Se repite el tema de la infelicidad porque es una constante en nuestros encierros personales, porque no habría Semana Santa sin Judas. Ni gobierno. Y nada como escuchar a Parálisis Permanente para recordar que “siempre hay un dueño”, que vivimos en un inquilinato continuo que no finalizará jamás. Y creer o no creer que “la religión es una obertura a la ignorancia en la menor”. Pero acaba LCDLM con sentencias como templos coloniales de choza de tercera en las que, sin agua corriente, nos damos cuenta de todo cuando hay que limpiarse el culo: “Todo lo que pensaba que sabía es mentira. Me he enterado de la verdad de algunas cosas. Debería ser bueno, pero ahora estoy peor. No sirve de nada”. Y puestos a pensar en el origen de todo, debemos creer, como el hombre de la gorra nos dice que “si Dios hubiera trabajado un domingo hubiese acabado su labor. ¿Por qué cagarla así?”. Pero siempre nos cuentan una trola, una mierda enlatada con bonsáis de fondo a pesar de que no necesitamos bonsáis ni escorias de diseño: “Hacemos lo que es correcto. Y a veces lo correcto, en un momento dado, no es lo que queremos. Pero aún así debemos hacerlo”. Y seguimos madrugando, y trabajando, y pagando impuestos y no levantando insurrecciones contra el gobierno: “Ni siquiera puedo entender cómo es que una puta mentira dura tanto”.

viernes, 6 de enero de 2023

Brockmire. Tercera temporada.

“La masturbación es la mejor defensa para las noches aparentemente interminables”. Hobbies e insomnio, bollería casera y figuritas de plomo. Vaya invento la Navidad, convertida en vanidad continua, en voz que no acaba, en sonido repetido. Brockmire no debió pasar de aquella mítica primera temporada, pero en algunos momentos un poco de su lucidez es más que temporadas enteras de otras series. O no. “La verdad siempre suena mal dicha en voz alta”. Será porque no existe, porque en las fotos salimos mal incluso cuando hablamos de cáncer en una información. “Que no te engañe el cáncer”. Tortugas para todos. “Esa bola se ha ido como María Conchita Alonso”. ¿Qué fue de MCA? ¿De verdad? Abstemios, problemas abstemios, y problemas para llegar al final de un día en el trabajo: “Las fiestas infantiles son una parodia de las pesadillas”. Y luego piensas en volver al instituto, y te recreas en la parodia, y en la pesadilla en bucle. Pasos que repetir y regaladores de consejos. Y, como los mormones, “tener mejor su propio planeta”. Y tener que pedir perdón por ser blanco, una y otra vez, porque es lo que toca ahora. Con un par. Y hablemos un rato sobre el holocausto, que nunca es suficiente. Nunca. Y sobre el cáncer, porque “casi te mata o te mata”. Brockmire nos ayuda a reflexionar sobre la enfermedad y sobre lo que decimos a los enfermos en ciertos momentos, y todo ello con una perspectiva distinta. Y pensar en la confrontación, y en las rotondas, y en los silencios, y en la comunicación con el Dios del Antiguo Testamento. O no. “El mundo no recompensa la bondad”. Ni la bondad, ni nada. ¿Volver? ¿Qué sentido tiene todo? ¿Por qué seguimos obsesionados con El padrino? “Saber que formamos parte de un equipo incluso cuando estamos solos”. Una buena serie aunque no siempre entendida fuera de su contexto. Tiempos sombríos para gente sombría pero que, de vez en cuando, brillan mucho.

martes, 3 de enero de 2023

Exterior Noche. Primera temporada.

Hay ocasiones en las que Exterior Noche parece un experimento, una inventiva entre cruel y sarcástica, sobre el asunto final en la vida de Aldo Moro. En el primer capítulo nos muestran al presidente de la Democracia Cristiana italiana en 1978, en el día de su secuestro, con sus rutinas (ya había alguien que se lavaba continuamente las manos antes del COVID), sus oraciones y su tranquilidad, su forma tranquila y pausada de hablar. En el último, en el final de los finales, nos lo muestran con un cura, airado y pensando en sus dudas y sus miedos, con el temor a morir y la conciencia de ser abandonado por los que consideraba sus compañeros. Exterior Noche es una historia de abandonos continuos, de traiciones considerables, de olvidos de los que no se perdonan (si es que se puede perdonar algo en la vida, que yo creo que no). En el primer capítulo, pone la serie el contexto de un debate en el que se dice que “nos han pedido que dirijamos el país, no que negociemos con nuestros enemigos”. Como si no hubiera otra cosa que enemigos en política. Ni democracia ni cristiana, que diría el otro, pero con palabras que escondían miedo y complejos, muchos complejos: “Los comunistas deben esperar cincuenta años más y demostrar que son vasallos de Moscú”. Como ahora, como siempre. Se ponen en los labios de Moro palabras que escondían medias verdades, o simples sentencias con los que únicamente estaban de acuerdo los que querían estarlo: “Dos vencedores en una misma batalla es evidente que crearía problemas”. Y la sombra yanki, contraria a acuerdos cuando todo en Italia eran pactos, cuando Italia era un pacto. Más palabras de Aldo Moro: “Sigamos unidos. Si debemos errar, será mejor que erremos juntos. Pero si acertamos sería maravillosos que estemos juntos”. Presencia, responsabilidad, pero lo rojo siempre es rojo para los que lo quieren ver rojo. O no. Ópticas para todos. Flores, misas, pintadas contra el Estado, clases con alborotadores (incluso antes de las LOGSE’s italianas), loas que olían a rancio (“puede que compre a los revisionistas del PCI, pero no al proletariado”). ¿Pero qué era el proletariado italiano en 1978? Y asesinatos varios, y palabras de Moro que se quedaron en el maldito olvido: “Yo solo pido que se me conceda una posibilidad de persuasión”. Otro gran invento el de la persuasión, casi tanto como las emboscadas. Y ministros que olvidan, y cuestiones de confianza y Roma convertida en laberinto (“cuando llevas mucho tiempo aquí no te das cuenta de su infinita belleza”), y el Cristo abrazado a la cruz del Greco en el dormitorio solitario, y el trabajo como escape y una fotografía con la que pensar, y gente que sueña con Trotsky. Y en ese cuadro imperfecto, en ese artefacto experimental que es Exterior Noche, no puede faltar el Papa, un Pablo VI que pasa del incordio al cilicio, del rencor a la súplica, del suplicio a la rémora. Y tiene su cuajo que desde el Vaticano sea el dinero definido como “estiércol del Diablo”. Viva la rendición, porque “pagar es rendirse”. O no, y como vemos al hermano pequeño, o como olvidamos nuestro pasado reciente cuando nos apoltronamos en el parlamento de turno y olvidamos el mono de trabajo y nos ponemos el trajecito: “Para nosotros los comunistas, los brigadistas son criminales sanguinarios, no forman parte de nuestro álbum familiar”. Y el revolucionario materialista, o que se cree experto en, experto de, experto en cualquier frase que continúa con una preposición. El capítulo que más me ha gustado, el cuarto, en el que se retrata a los terroristas, ya que se ha utilizado la palabra álbum, también se puede utilizar la palabra retrato, porque esto iba de retratitos y todos nos vemos en el póster con cara de extrañados y desubicados, como en una noche de navidad con gente de tu familia política en un autobús lleno de yonkis y gente extraña, terroristas y tipos que apuran el último piropo, y señoras que sueltan frases lapidarias para el obituario de un país que siempre se reinventa camorrísticamente hablando: “Si el Duce estuviera vivo, las ratas se quedarían en las alcantarillas”. Y funerales colaterales, de esos de los que nadie se acuerda, y las cartas y los mandamientos del buen revolucionario: “Estamos en guerra y las órdenes no se discuten. Primero se obedece y luego no se discute”. Y en mitad de esa locura, un cine y Grupo salvaje y frases con las que volver a pensar en lo que tenemos que hacer: “Tú no quieres ganar. Quieres morir como un héroe, como en Grupo salvaje”. Nos creemos revolucionarios, pero al final solo somos un número de DNI, un cero a la izquierda del contador del cambio. ¿De qué sirve lo que no sirve de nada? Y la renuncia a todo, o a casi todo (si es que la vida privada es casi todo), o hasta la traición del ideal primigenio: “No pienso en una Italia socialista sin capitalistas. Mi imaginación no llega a tanto. Y no soy un visionario”. Y en esa coyuntura, preguntas sobre lo que era o no era revolucionario, guerras individuales en una guerra global: “Liberadle es lo más revolucionario que podéis hacer”. Y en esas traiciones, los peor retratados en el álbum, no son los terroristas (bastante tenían con su error), sino los políticos con responsabilidad (y que siguieron en el negocio mientras tuvieron acceso a la caja) y los compañeros de partido (que eran los que controlaban la caja registradora). Y la familia, y la confesión, y los curas, y la negación del consuelo, y la negación del abrazo y el cementerio antes del cementerio, capilla en construcción, panteón en construcción. En Exterior Noche nada es casual, ni el martirio involuntario ni en el ajeno visto desde fuera: “Cuando el partido de los locos tenga la mayoría, veremos que pasa”. Pero nunca pasa nada, porque siempre ganan los mismos. Y las ilusiones que tenemos muchos (morir mientras dormimos, como si pudiésemos elegir el momento y el lugar), y el verdugo que nos toca, como AM indica: “Un profesor de derecho condenado a muerte por un puñado de gente que no reconoce nuestras leyes, nuestro Estado. Es todo tan absurdo”. Y las cartas infinitas, y los culpables en su trono, porque siempre siguen en su trono. Un buen experimento el de Exterior Noche, aunque el espejo italiano se puede trasladar a otros espejos, aunque su reflejo no siempre sea rojo sino negro.

lunes, 2 de enero de 2023

Slow Horses. Segunda temporada.

Es raro que no se muera más gente en los autobuses. Deberían existir estadísticas al respecto. Si ponemos en valor la cantidad de mierda, la cantidad de guarros y la cantidad de julandrones de distinta calaña que entran y salen de los buses, es escaso el número de incidentes que se producen. Ínfimo. Empieza la segunda de Slow Horses con autobuses de muerte, pero de otro tipo de animales. Leemos esto en la RAE: “Insecto hemíptero, del suborden de los homópteros, de unos cuatro centímetros de largo, de color comúnmente verdoso amarillento, con cabeza gruesa, ojos salientes, antenas pequeñas, cuatro alas membranosas y abdomen cónico, en cuya base tienen los machos un aparato con el cual producen un ruido estridente y monótono”. Es la definición de cigarra. La oficial. La clásica, si es que clásico puede ser algo que contiene a palabra hemíptero. Pero aquí, se trata de agentes durmientes en este universo de espías que es Slow Horses. Y hay mucho juego de palabras, porque “yo no discuto, hago judo con las palabras”. Claro que sí. Siempre es bueno hacerse preguntas, cuestionarse si las gabardinas se lavan, hacerse ver lo de las trampas a ambos lados del muro de Berlín. Las cigarras eran los agentes durmientes a un lado del muro y, en el otro, leones muertos: “Los rusos operan a largo plazo. Tienen una gran capacidad de sufrimiento. No perdonan”. Da igual cuando ponemos en una misma frase rusos, envenenamiento, Gran Bretaña, espías y similares, porque “todo el mundo guarda secretos”. Y con esas gabardinas sucias, con esos elementos de la ciénaga, siempre hay que estar, siempre hay que sentir sus pérdidas, siempre hay que dedicarse a lo que hay en tu interior: “Antes de venir aquí te dedicabas a beber por Inglaterra”. Se pone cafre la segunda de Slow Horses por momentos, incluso hablando de los compañeros muertos (“era majo para ser tan mediocre”), de los compañeros que ya no están porque han sido asesinados: “¿Ya estás en la rabia? ¿No había que pasar antes por la negación? Negación, rabia, borracheras, más borracheras… Había más fases. La aceptación también estaba”. Slow Horses es cinismo sin complejos, es error necesario, es el mal que todos tenemos presente para evitar males mayores. Pero a veces, incluso en esos peores momentos, hay personas que hacen su trabajo, que ponen en práctica sus códigos para engrasar una maquinaria malévola pero imprescindible. Y es la vida, porque "suena a fiesta sorpresa y no me gustan ni las fiestas ni las sorpresas".