Hace 43 minutos
domingo, 15 de enero de 2023
Los puntos ciegos
Muchas veces estamos embelesados con nuestros ombligos (pelusa incluida), que no vemos más allá, que solo queremos lo nuestro, o creemos querer en lo nuestro. No sé el modo de llegar a Los puntos ciegos de Borja Bagunyà, pero llegué y de golpe te da un sopetón de realidad, con la historia y con el uso de los paréntesis, con los dramas personales y las llamadas de atención, con las jodiendas con vistas a la bahía y lo que está por llegar. Con cita en la que aparece una araña y un escupitajo, comienza BB su universo particular, creando una tela de araña de oficios en los que nos empeñamos en seguir a pesar de todo lo que nos amargan: “…como en toda liturgia, es el protocolo lo que hace la cosa y no la cosa la que hace el protocolo”. Y en ese comienzo, la Universidad como batidora de mierda que es, queda reflejada en un espejo en el que no sale ennoblecida sino todo lo contrario: “Que para innovan en la docencia había que saber hablar en pedagogo, y que los pedagogos eran los únicos preocupados por esto de la innovación docente”. Y a lo largo de todo el texto se repite esa idea, ese análisis de una institución que huele a moribundo: “Hablaba de la universidad como de una gofrera que, en lugar de planchar masa de galleta, planchara discursos y los ordenara en una cuadrícula inmaculada”. Y no vivir aislado, porque todo es mentira, “y saludar era importantísimo”. Y en esa mentira, equivalente a cualquier grupo docente, a cualquier trabajo, a cualquier empleo medianamente analizable: “Había que saber diferenciar entre la efusión que se mostraba con el compañero de Departamenteo y el saludo al resto de profesores”. Y ese desinterés, y ese maquillaje falso, de lectura de artículos, de publicaciones de artículos, de articulación de cualquier mierda envasada al vacío, que tiene que innovar, que tiene que sentar cátedra, que tiene que oler a culito de bebe recién bañado en colonia. Esa mierda, la de la calidad de la docencia, del “ya veremos”, de creer que “cada cual era libre de enseñar Kant como cojones quisiera y de que aquello no tenía que convertirse en un cisma ni en un intercambio de puñaladas, ya que no habría paciencia ni ganas, o igual para las puñaladas sí”. Y me gusta como Borja Baagunyá resuelve en dos, o cuatro, o diez palabras cualquier cuestión (“epifanía irónica”,” paranoia mortuoria”, “collarcito de tópicos”, “bovinamente interesado”, “crisis de telenovela”, “pereza oceánica”, “vermut perenne”, “mirada bovina”; “tiránicamente escrotocéntico”, “verborrea nociva”; “las palabras son nudos” , “actitud de mariscada perpetua”, “cara morena de aristócrata putero”, “el circo habitual de egos sociópatas”, “lluvia de finales de febrero cargadas de gripe”, “la crítica blanda de entreprimos y amiguistas”, “fetiche chungo”, “panda de masticadores de cebada obsesionadas con la fibra”, “sumisión del evangelista trasnochado”, “empatía de garrafón”; “profeta sin discípulos”, [e incluso, mejor un poco más largas como “imágenes de una cursilería afectada e imperdonable que no pasaban de ejercicio de Gestalt del Eroski] ). Y las pajas mentales que nos montamos pensando en otro tipo de pajas: “A veces, a Morella le gustaría que una alumna subiera a su despacho y forzase una situación incómoda. A lo mejor no ahora, que ya tenía una edad y sería más bien un problema”. No siempre, pero a veces pasa. Y resumir la situación en una frase, que nos recuerda a todo y a nada: “La caída del magnolio decía todo lo que había que decir sobre el estado de las Humanidades”. Y más: “Morella solo podía pensar en lo absurdo de querer renovar una facultad que nunca había sabido que hacer con la novedad”. Y la forma de pasar la mano, y los becarios, y los discípulos, y el mentorazgo y todas esas mentiras con las que montarse en un trono, en un altar, en una silla papal si hace falta: “Un discípulo es un tesoro (…) Mira Olivier, después de todos estos años haciendo ruido por revistas y centros de cultura y streamings y podcast tiene una corte de jorobados que lo adora”. Y materializar un momento con una frase: “Pero todo esto ya estaba escrito, como también estaba escrita la sensación de tenerlo todo escrito". También reflexiona LPC sobre la infelicidad nuestra de todos los días, esa de la que no podemos escapar, porque quizás no tenemos el talento que pensamos que tenemos, o, directamente, que no tenemos talento: “No hay nada más mediocre que la obsesión por la propia mediocridad”. Y apostilla: “Las ínfulas no eran un signo de superioridad, sino de una falta lamentable de inteligencia”. Y el bofetón a la burguesía, o a la gente que se cree burguesía, que se cree que ascenso es inteligencia: “Este era el problema de su generación: que tenían demasiada prisa. Cinco minutos en la universidad y ya eran todos profesores”. Y esa escalera sin salida, esa clase sin clase que aspiramos ser y no somos: “Por ser burguesía que quiere creerse inteliguentsia pero que no pasa de monserga de tendero”. Y la familia, con sus grietas y sus rémoras, con sus mentiras de toda la vida. Y el hospital y sus conversaciones de guardia, y pensar en “meterse veinte diazepanes y no despertarse en quince años”. Y más frases de esas con las que se subraya un cuaderno de notas: “Dimensiones de transatlántico, colosales, anticrísticas, como de lucha de monstruos japoneses”. Y los dramones en el trabajo, y esos jefes que encontramos en todos sitios con “algo de entrenador soberbio de la Champions”. Y la indiferencia biológica, y la imbecilidad, y las amistades inexistentes que creemos que son amistadas, y los compromisos y sus regalos, y las personas que se retratan con sus palabras: “Intentar imaginarse qué clase de persona presumiría de un Power Point le resultaba inconcebible; rozaba la indecencia”. Y las malformaciones, y niños ciegos y sordos, y lo masivo de lo macabro, y como “ciertas barrigas se convierten en cárceles”. O en algo más macabro todavía, en la botella nuestra de todos los días: “La imagen bukowskiana del torturado contemporáneo que viste de traje durante el día pero se alcoholiza metódicamente por las noches, sin clemencia, en una actuación patológica del hombre lobo”. Y las ausencias, pero con diferencias. Y la reordenación de una biblioteca, tanto o más siniestra que el retrato perfecto de la universidad contemporánea: “La universidad había decidido convertirse en lo que era ahora, o sea, en una rodaja de mortadela verbal que se colaba entre el lobby de los pedagogos y el utilitarismo descerebrado de la empresa”. Y esa confusión que retrata BB, la que “confunde el talento con la arrogancia” y de “impartir una buena clase y escribir eran actividades incompatibles”. Y lo que acaba convertido en secta, que ya es casi todo, da igual latitud y longitud, porque “tu hermano ha acabado sonando como un convergente del montón”. Y la sangre nueva que llega, o llega tarde porque somos viejos para prestar atención a la sangre nueva que nos da miedo y a la vez nos atrae porque (ese sobrino en este caso) era “como hablar con la Wikipedia si la Wikipedia tuviese un Edipo de mil pares de cojones”. Y las palabras que te marcan, te dibujan, te ilustran con tu enfermedad incurable: “Entonces, claro, te ves con la americana a juego con los pantalones y el pelo bien cortado y te siente la viva encarnación de la mediocridad leprosa”. Y creer en lo que no se puede creer, o dejar de creer, y “por eso ya no lee ni Dios. No por desinterés, sino por narcisismo”. Y los desatascos y las tuberías y la “museización de las relaciones” en las que caer antes o después. Y Los puntos ciegos, como relato que nos muestra lo que queremos leer una y otra vez, y no queremos que acabe porque no se parece a casi nada, y no es, precisamente, un álbum de fotos. Y los lugares convertidos en vertedero, en enorme sucesión de cosas sin alma, visita obligada sin nada obligado que ver: “Lo único que pasaba en Barcelona era que la gente iba a ver qué había pasado en Barcelona”. Y en esa esquela convertida en ciudad, en ese obituario, pone la púa con el buen martillo: “Si Barcelona brilla es porque está cubierta de saliva”. Y esas sentencias que no se quieren escuchar pero que leemos porque nos atrae: “No hay nada más venenoso para el pensamiento que la megalomanía”. Y claro que todo es así en la vida, no hay solución, y aquí sigue uno, preparando las clases de mañana y copiando las “gilipolleces de burguesito tristón”. Y no solo aquí, sino que todo es perder el tiempo, como un viaje a Roma porque “Italia le había parecido un pasatiempo para museógrafos”. Y en esa sucesión de páginas en las que recrearse que son LPC, nos queda claro que “el único consejo que te puedo dar es que no aceptes un consejo”. Y los entierros, y lo que decimos en los entierros, y la llegada de los suicidas a nuestra vida, y el olvido en vida y el recuerdo de las glorias pasadas y pensar hay que ponerse a trabajar porque hay demasiadas facturas que pagar si no eres el hijo de ese papá odioso que viene de Yankilandia. Los puntos ciegos, otro referente al que volver cuando nos demos de bruces con la realidad diaria.
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