martes, 28 de marzo de 2023

Daisy Jones & The Six. Primera temporada.

Tiene algo en sus inicios Daisy Jones and The Six que recuerda bastante (o mucho, lo que sea que sea cuantificable pero no tangible) a Casi Famosos. Y en esa estela de crecimiento grupal, personal, de independencia, pero sin saber lo que pasará mañana, y con una banda sonora que no deja espacio para la duda, va creciendo aunque peque, por momentos, de ingenuidad. También, ya puestos a ponerle penitencia, de cierta inmadurez. O quizás cuando tienes una edad ya no ves Casi Famosos como hace veinte años, o nunca verás la primera vez Daisy Jones and The Six con los mismos ojos. Lugares reconocibles (ausencia del padre, madre trabajadora, padres que no cuidan a la niña como es debido, panda de imberbes que no encontrarían el pecho ajeno de no ser por estar en grupo de rock) que sirven para rellenar nuestros huecos de infelicidad. Porque al final todo es eso: la falta de ser feliz que te lleva a crear, a escribir, a fotografiar y grabar porque nada es perfecto. También están las inquietudes, pero ese infierno es demasiado personal y, cada vez, más recurrente. Y con la fórmula de la creación de un falso documental (si es que hay algún documental que no sea falso), y entre himnos y más himnos, te meten en una especie de génesis que siempre acaba en algo que supuestamente alguien que estuvo en Patmos escribió. Y como todo es mentira, cada uno cuenta la parte que le interesa, miente en lo que puede mentir y se deja llevar por unas canciones que hacen que te olvides que mañana hay que madrugar, trabajar para pagar facturas y hacer el gilipollas junto a una pizarra. O ser dentista. Daisy Jones and The Six no es viento fresco pero airea un poco la habitación. O te crees que la airea, aunque no sea así. Furgoneta, viajes, piano bar, y la pregunta de si te están utilizando, o como decía el hombre de la camisa verde, si te están utilizando poco o mucho, que siempre te utilizan. Y la nietísima que siempre muestra su esplendor, aunque el salto sea demasiado Casi Famosos. Demasiado. Y cuando el asunto parece mejorar, pasa a la cobardía, al paso atrás, al catenaccio, al triunfo de lo moña y lo cursi. Lástima, porque lo parecía muy bueno a veces solamente se queda en un buen producto. El infierno, incluso el de este artefacto, sigue lleno de buenas intenciones.

sábado, 25 de marzo de 2023

Servant. Cuarta temporada.

Estoy pensando en Cerdos y diamantes después de digerir, entre chinche y chinche, los primeros capítulos de la cuarta temporada de Servant. Todavía, como tito Brad, tengo el picor de la sangre en la boca. El picorcito de la noche, de la secuela de la escalera, del traje breakingbadiano, de la videollamada sin motivo aparente, de la cuota china de la vida, del desamor televisado y convertido en mierda chefiana. Pero no. Servant es un mucho más. Con empleadas nuevas, con lazitos en el pelo, con habitaciones por ocupar, con pijamas que olvidar. El caos y lo grosero. Ayudas inesperadas y héroes de camiseta que acaban siendo malhechores. Espiritismo y cartas de ajuste, maratones de un paso que se hacen eterno, calabazas que pisar, rollo sobre rollo, parche en el maniquí. “No hay sitio para todo en nuestra memoria”. Y cada capítulo, una historia, un sofá que recordar, un tramo de asidero que recuperar, un trauma que superar, una muñeca que disfrazar. ¿Somos más de Degas o de Manet? ¿Dios en femenino? Secta sobre secta, que decía el hombre de la camisa verde. “Es un alivio tener hijos aburridos”. Y para no caer en el aburrimiento, se abre la baraja, se amplía el abanico del terror y de la compasión (y no solo hablamos de los Sixers, por supuesto). Pero todo, en la buena secta, tiene un hilo conductor, un fuego pascual, un apocalipsis interior. Y si el plasticucho debe arder, que arda, y si la verdad debe salir en la tormenta, todos a Patmos.

jueves, 23 de marzo de 2023

Punki (Una historia de amor)

Punki (Una historia de amor) tiene mucho de desamor y de drogas varias. Se pone más borde, entre cintas de música grabadas en TDK’s de 90 minutos, que Al final siempre ganan los monstruos. Mucho más borde. “Cuando iba sobrio me paralizaba el miedo”. ¿Solo nos paraliza el miedo en la sobriedad? ¿O es la sobriedad la que nos lleva a ese miedo? La vida no es Chicago de Sujfan Steven por mucho que le guste a mi mujer. La vida es una etapa de montaña con un Mortirolo que no se acaba nunca, y se te pincha la rueda, se te sale la cadena y un viejo te escupe por no parecerte en tu permanente a Pantani. Al jodido pirata. No sabía hasta Punki que el Antalgin era azul, pero es que no sé de casi nada. Punki es un soplo de realidad, un empujón a un abismo que no parece acabar nunca, una forma de bruma que no se disipa nunca: “Intenta adornar una realidad fea con embustes que se adecuasen a mis necesidades y fantasías”. Claro que sí. Ni tampoco es una canción de Van Morrison. Punki habla de humillaciones ajenas y propias, de músicos sin futuros y, algunos, sin parte de lengua, de viajes a centro de atención a drogodependientes, como si los drogodependientes pudiesen ser tratados. La vida está llena de contradicciones, y el mundo de las drogas, mucho más. Punki es venganza y peligro de sábado que nunca acaba, de personas a las que se conocen como Jarrai, de escoria de distinto pelaje, de gente que piensa que prefiere que “me traigan tabaco a la cárcel que flores a la tumba” porque el único futuro es la cárcel. O el cementerio, aunque no quieras. Viva el mezcal, la absenta y el Stroh 80. Viva Austria, aunque no sepas que no es solo, como dice el molinense de Zaragoza, una bandera de España descolorida. Como en Al final siempre ganan los monstruos, también Punki es un recuerdo de padres borrachos y que solo necesitan un empujoncito, de esos a los que la cerveza les hace más grande la mano con la que azotar a la familia propia y empequeñecerse en su propia mierda. O en su propio anfiteatro, que aquí todo es tragedia griega, es venganza romana porque siempre que sea de noche hay que hacer testamento al salir a la calle. O para saltar metro y medio sin romperse algo en el pie. Drogas desde la EGB. ¿Qué se puede esperar? Me gusta de Punki esa parte de ingenuidad y de anarquía, esa que te permite escribir “querido puto subnormal” aunque esté mal escribir “querido puto subnormal”. En su banda sonora hubiera puesto más Pearl Jam y menos Billy Corgan, peor es lo que hay; menos tatuaje autoimpuesto con bolígrafo de cárcel y más orgullo propio para acceder al infierno; menos Nirvana aunque siempre tengamos cerca un Kurt Cobain al que zurrar. Pero es nuestro presente y nuestro pasado el que nos condiciona. Del futuro, ya hablaremos, porque siempre hay un Jesús en el que el karma se monta un Getsemaní del copón: “Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño”. Pero Punki es una historia de personajes en el más amplio sentido de la palabra personaje, de tipos que se buscan lo que necesitan utilizando todos los agujeros de sus cuerpos: “Era una anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga”. Ñam, ñam, que tenemos hambre. Y en mitad de la pesadumbre, un perro goyesco te define, te atrapa, te esconde: “La depresión es un perro en lo más profundo del pecho que no para de soltar dentelladas”. Y más frases: “Los alcohólicos son más duros que turrón de oferta”. Pero el escenario nos condiciona, nos enseña, nos muestra el infierno nuestro de cada jueves en el que el Ave María no es solo una oración: “Mi pueblo no era normal. Si fue capaz de subsistir allí se lo debo al punk”. La vida es muy hija de puta, y en la radio solo cuentan mentiras: “Hay muchas canciones de amor, pero pocas de apuñalar a tu jefe”. Punki no es un día de sol en la playa, no es carrera de cros en la montaña, no es un día en Wall Street ganando millones gracias a empresas que se van a la mierda. No. Pero Punki, dentro de sus limitaciones, ayuda al día a día, a superar los tropiezos, a mirar desde atalayas que ni siquiera sabías que existían. Escribe Juarma que “las canciones son los tiques de autobús para viajar a tus recuerdos, a los buenos y a los malos”. Y Punki es una buena canción, aunque no siempre rime bien. También escribe Juarma que “lo único bueno de los noventa fue que se terminaron”. Y mientras, seguimos esperando otras décadas mejores.

Lobo feroz

Con Lobo feroz me ha pasado con lo de muchas películas: las mismas caras de siempre, parecidos dejes, semejantes tomaduras de pelo con bromas innecesarias, un tal Gutiérrez que está en todas, chicas guapas y chicos malos. Y lo mejor de Lobo feroz, está al final, está en un cuarto con paredes de madera. Pero hay que esperar mucho. Una espera larga. Un chicle demasiado estirado que se queda sin sabor, y sin sabor, no mola tanto. O sí. Quizás es lo que quiere la peña: una historia que se alarga para atajarte al final entre uñas sacadas y huesos rotos, entre amenazas de sodomización de una culebra muy negra y muy larga, buscando en bolsas de basura ajenas, con partidas de golpes entre vodkas y otras bebidas blancas. No es que la historia sea vargasllosesca (vivan las primas y las tías), pero se le podía sacar más uña, más hueso roto, más niña después de ballet, más jugo de higadillos. O no. Quizás nos hemos acostumbrado a eso: a esperar. Y las esperas nunca salen bien. El infierno sigue lleno de buenas intenciones, y, Lobo feroz, también.

sábado, 18 de marzo de 2023

Luther: Cae la noche

Vuelve Luther y nada más volver, lo encierran. Lo meten en una jaula y con vestimenta azul, y enciende una radio Grundig y empiezan a ponerle claveles en la quijotera hablando de cadáveres y fuegos y culpabilidades falsas. O no tan falsas. Todo mentira en esta vida. Hasta Luther con cansancio y ojos saltones y agonía existencial. O no tan existencial. Y se escapa y vuelve a ser el Luther de siempre, aunque más taciturno más obsesionado con pillar a los malos (si es que en Luther eso es posible). Mucha carrera, mucho salto, mucha maquinita y mucho chantaje, del emocional y del de toda la vida. Pero Luther tiene muchas vidas, muchos escapes. Aunque hay un cierto recuerdo a momentos blackmirristicos. Pero, a fin de cuentas, siempre es bienvenida la vuelta de Luther. Larga vida a Luther.

martes, 14 de marzo de 2023

La tercera clase

No sé si hay moraleja en La tercera clase de Pablo Gutiérrez. Me cuesta hacerme preguntas sobre las moralejas de institutos, profesores y alumnos. Me cuesta mucho hacerme esa pregunta y buscar una respuesta porque cada día que paso con adolescentes estoy más perdido. Mucho más perdido. Pero La tercera clase da mucho que pensar. Muchísimo. Es un libro pulcro. Yo diría que casi intachable. Se debería leer a las personas que quieren dedicarse a la docencia para que no se lleven el susto del siglo cuando lleguen a un instituto “no perfecto”; para que se lo dejen antes de amargar su existencia; para dejar de amagar la existencia de los que los rodean. He copiado en unos folios de examen que hace años se quedaron en blanco sobre el relieve de España muchas frases de LTC, pero solo me atrevo a recoger por aquí algunas, porque el libro deja perlas en casi todas sus páginas, aunque desde perspectivas distintas. ¿Con qué canción de Suede te quedas, Salva? Ayer con Beatiful Ones, hoy con She, mañana no lo sé: “La culpa sirve si eres católico, y en La Broa todos éramos hijos del diablo”. Así, en la página 11 nos presenta a los diablos hechos personas Pablo Gutiérrez en la LTC. Hay frases de engaño y cuitas que no hay Werther que las soporte: “Ser fea fue la manera de invertir en mi educación y en mi futuro”. Apostilla en la misma página y con el mismo número: “Ser fea fue mi beca de estudios”. Pero en el horizonte, queda esa línea en la que puede que tengamos algo de futuro (yo en primera persona masculino singular no lo creo): “Cómo podría, como soportaría nueve meses de combate contra esos canallas que estaban vacíos por dentro, ásperos, igual que las tierras del Peloponeso”. Recuerdo que, en mi primer curso de trabajo, allá por el 2005, un alumno (Ginés, me acuerdo de su nombre y de su aspecto de morcilla sin hilo), me lanzó una silla. Con testigos. No se cortó. Andaba en clase, en aquel 4ºC la auxiliar que acompañaba a David, otro alumno que iba en silla de ruedas y que si quería estudiar, aunque sabía que tenía los días contados. Escribe Gutiérrez: “El miedo no existe por algo, el miedo existe para que no sigas”. En ese mismo instituto, quince años después, otro alumno se acercó para pegarme y, en el último momento, se lo pensó. No sé si pensé en plan Eastwood y aquello de alégrame el día. No pensé nada. Que fuera lo que Dios quiera. “Yo era la única que sabía de números. Mis hermanos no estudiaban. Mis tíos y mis primos eran un rebaño. Mi padre sólo era mi padre”. También en ese mismo instituto, en mi guardia de patio de los martes del recreo (esos martes, con tres guardias), tuve que separar a dos alumnos entre gritos en árabe, y me salpicó la sangre. Amonestaciones y a su casa, vivan los panoramas actuales: “Nosotros éramos distintos, nuestros padres nos querían y a ellos los odiaron desde el paritorio”. En La tercera clase nos enseñan La Broa, pero el paisaje se repite por todos lados: “La Broa es un cero. Los veraneantes vienen y se marchan, igual que los profesores haraganes, nos quedamos los demás”. Pero como en cualquier trabajo, hay honrados y sinvergüenzas, hay desertores de la ilusión y cabreados con ganas de quitarse de todo. Reflexiona PG sobre los que vamos de paso, sobre oposiciones pasadas y futuras, sobre fracaso interminable y dejadez inmediata, sobre la búsqueda de pecho ajeno en el que olvidar el sentimiento mononeuronal de una clase. O aneuronal. O de amebas. Todo es mentira: “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”. Y esa decepción, esa canción de Airbag que se repite en nuestra cabeza continuamente, sale a la luz: “Cuando llegué a La Broa yo quería romanizar a los bárbaros y acabó ocurriendo lo mismo que en los manuales de Historia: que los bárbaros se lanzaron sobre Roma para desromanizarla”. Desromanizar. Ayer, con mi 1ºE y mi 1ºF, hasta los más bárbaros prestaban atención cuando les puse el capítulo II de El corazón del imperio, y les hablaba de Fulvia y Cleopatra. ¿Hay esperanza? No lo sé. De verdad que no lo sé. Cada día estoy más convencido en buscar otro trabajo. Como Kevin Spacey en American Beauty, “quiero la menor cuota de responsabilidad en mi vida”. El hombre de la camisa verde me dijo bastantes veces aquella frase de que “si tuviera huevos sería sepulturero”. Lo decía un auxiliar de hospital jubilado por las drogas, que no era poco. Añade Gutiérrez: “En La Broa no había mendrugo ni había arroyo, no quedaba nada de aquella miseria honorable y guerracivilesca, los cafres de La Broa participaban de otra clase de pobreza, la pobreza de espíritu de un chaval que te ridiculiza, que se ríe de ti y te dice que a mi no me hables, vieja”. Y sigue la mentira de intentar meterlos en vereda aunque acaben en La Vereda de Aljucer casi siempre. Y esa tercera clase, ese 3º de ESO bautizado por una lectora como La tercera clase, es ese bofetón que no me dio ese alumno de 1º pero que casi me lo como con patatas: “Para los chicos de la tercera clase, ya estaba todo perdido, tenían quince años y eran demasiado viejos”. Y añade PG: “Las cosas fueron de una manera y no como cuentan que fuera”. Otro alumno de aquella clase de 1º en la que casi recibo el bofetón, me dijo delante de la clase: “Te has cagado, profe”. Y así fue. Casi. Pero luego te preguntas, como hace PG, “por qué la pobreza no puede ser ordenada y soviética”. Y más: “Nadie quería estudiar ninguna cosa, a nadie le importaban las notas ni los exámenes. Se pavoneaban de los suspensos, era imposible leer un párrafo en voz alta, el aula les pertenecía”. Y la realidad, el bofetón que llega a la cara y el que no se materializa, es una piececita de Clint Mansell en Réquiem por un sueño, aquella película que cuando tenía ganas de todo ponía en mis tutorías. Sigue Gutiérrez: “El mayor logro, la pieza cobrada era que te dieras de baja por una enfermedad imaginaria, que no era trabajo para licenciados en Historia o en Matemáticas sino para asistentes sociales, para terapeutas, para agentes de policía”. Y, como en la historia de Juarma, podemos pensar en las diferencias sobre legalidad o no de lo que es ilegal de momento: “Muerte al narcosistema, que haría desaparecer las regalías del contrabando y que convertiría en otro producto del capitalismo, sin distinción”. Pero tiene, queramos o no, contrapartidas, como ponerte con Solbes o con Pizarro: “En el barrio nadie deseaba la legalización de ninguna sustancia, sería la absoluta ruina, la pobreza definitiva. ¿Qué les quedaría entonces? ¿Qué harían con sus vidas?”. Y las ratas se juntan, y gatos y ratones, y “después llegó el amor, que siempre acaba jodiéndolo todo”. O quizás todo pueda cambiar en un universo paralelo. Y sigamos engordando, o con la depresión, o con la baba cayéndose en mitad del manicomio al suelo: “Algunos profesores ni siquiera dan los buenos días, la gente que no da los buenos días no merece vivir, puede que eso no lo dijeran Platón ni Aristóteles pero es una verdad tan absoluta como la formación de los continentes y las leyes de la Física: La gente que no da los buenos días no merece vivir”. Y te piensas que no te lo mereces, o quizás sí, como Míchel en aquel mundial: “Nosotros queríamos enseñar la belleza inextricable del Griego, de la Química, de la Geografía y la Literatura Universal, con ese objetivo superamos una oposición de setenta temas, nuestro talento no podía arruinarse mandando callar a un niñato que ha repetido tres veces”. Y tienes tu exilio, tu destierro “en ese pueblo de entierro”. Y el desengaño: “Los domingos eran la víspera del lunes. Y el lunes era el arranque de cinco días de condena en la jaula de los locos”. Y los latiguillos, las palabras encadenadas que sumamos sin pensar, “porque los verdaderos vándalos eran los profesores, no ellos”. Y la realidad se hizo examen, y habita entre nosotros: “Llorar o corregir exámenes, que era casi lo mismo”. Tic, tac, y siempre mirando el reloj, aunque yo no lleve reloj y tarareo solo el Sally Cinnamon esperando ese timbre: “Los viernes mi horario acababa a media mañana, estaba deseando cerrar la puerta y marcharme para devorar la golosina de dos días y medio sin ver a ningún canalla que no fuera yo mismo en el espejo”. Realidades cotidianas. La tercera clase es una historia de individuos que buscan cobijo y afecto, dinero y soluciones y no promesas, como siempre, incumplidas. Como dice el amigo Andrés, “esto es prostituirse y a final de mes llevárselo calentito” (Gutiérrez dice que “No hay que darle tanta importancia al dinero, y para no darle importancia hay que tenerlo”). Y la llegada del sur con pasaporte de Marruecos, como si este norte no fuera el sur de Alemania. Y la cárcel nuestra sin Ave María que nos salve: “Lo más parecido a una prisión es un instituto de enseñanza secundaria, indistinguibles: la arquitectura, el mobiliario, las ventanas enrejadas, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares”. Totalmente. Es así. Un jodido cuadro impresionista. Y suma sigue Gutiérrez: “En el patio se prolongaban las costumbres de un narcoestado donde los rangos estaban tan bien establecidos que nadie intentaba tomar ninguna ventaja”. Pero el miedo juega su papel, y “hay gente que no puede perder y es mejor dejar que ganen”. Y con esta lectura tan gratificante no ganamos, porque siempre salimos perdiendo. Un excelente libro.

domingo, 12 de marzo de 2023

We Are Lady Parts. Primera temporada.

No es fácil mezclar en una misma frase islam y punk, niqab y pintura de ojos, guitarras sangrantes y cuadros sobre etapas sangrantes femeninas, leucemia y matrimonios arreglados, soledad y angustia y un montón de términos más como hace We Are Lady Parts. Poco hemos hablado del punk para la repercusión que tuvo. Pero es que no toca. Los poderes, los que mandan, los que llevan traje y corbatas y se ponen como ratas con la coca, piden que no se hable de punk. No vaya a ser que les llegue la anarquía a ellos, con el gusano entre su tabique nasal reconstruido. No toca. No. Pero We Are Lady Parts lo consigue. Menos femenismo de anuncio rosa y manifa y viaje subvencionado y más bajar a la arena, al rudio, al mi mayor, al bajo con el que empezar una canción. No es una serie perfecta, pero We Are Lady Parts tiene momentos jocosos, ojos saltones, pañuelos de cabeza de distintos colores, hits reconvertidos y una pandilla de inconscientes que no se preguntan el motivo por el cual las están utilizando. Quizás nosotros, desde nuestra ignorancia consustancial, tampoco nos lo preguntamos.

viernes, 10 de marzo de 2023

Al final siempre ganan los monstruos

Al final siempre ganan los monstruos es una gran mentira, como todo en la vida. Al final del libro de Juarma se puede leer: “Si tengo una habilidad de la que puedo presumir en esta vida es la de saber mentir”. Por AFSGLM desfilan, de muchas formas y con muchas palabras, una serie de personajes. Personajes en el sentido de personajes, de tipos que no se sabe muy bien el motivo de que muchos estén llegando a la veintena o la treintena, pero es un éxito que estén llegando a la veintena o la treintena. Son personajes que me recuerdan al Sopas, al Pablo, al Gino, a mi primo Juan, a tipos sernísticos de la vida de mi pueblo pero que aquí son conocidos como Liendres o con nombres inconfundibles, porque la historia de AFSGLM es reconocible en latitudes diversas. Son individuos que farlopean a la vida, que han visto a sus padres pegar a sus madres, que han sentido los correazos de sus padres en sus espaldas, que han visto a sus padres morir de cirrosis o de cáncer, porque era lo que tocaba. Nombres como el Potas, camisetas de Guadulupe Plata, canciones de Romeo Santos, diazepames que te cambian las entrañas. E incluso, pueden llegar a la cuarentena “en ese nido de urracas” (hay vida más allá de Newcastle): “Me paso los días y las noches en los bares del pueblo, bebiendo con unos y con otros y metiéndome coca, que es lo que más me gusta hacer en este mundo”. Y siempre hay un lugar en el mundo, porque “mis camellos y la gente con la que alterno me aprecian. Y para mí eso vale mucho”. Demasiado. Y pizzerías con nombre de central de aquel Milan que primero fue de Sacchi y luego de don Fabio, y el bar del Cucaracha, y sueños e historiales médicos de traca. Al final siempre ganan los monstruos es un retrato hecho relato, con nombres intercambiables e historias que se solapan, pero es que la vida es eso: una partida de cartas en la que, aunque hagas trampas, siempre pierdes. Y si haces trampas, todo es mentira. Se lee al principio del libro: “Llevo unas semanas en la que no me caben más heridas en el cuerpo”. Los personajes (y dale con los personajes, Salva) de AFSGLM son carne de jarana, de pelea callejera, de bate de béisbol, de perro envenenado, de vinilos de Black Sabbath. Y ese bar del Entretenío, también reconocible, y el paisaje de marihuana y fragmentos de Rambo y del sueco que llegó de Malmo pero con sangre bosnia y que te puede dar un galletazo del que no te olvidas en la vida: “Todavía me duelen partes de mi cuerpo que ni sabía que existían”. Y el Priscos, y la peña que “dormía más que un gusano de seda”, y paisajes de hospitales y darte cuenta de que “a un lobo no puedes meterlo en una jaula”. En una puta jaula. Y frases como puñales, o como catanas con la que matar a una hermana: “La última vez que no lo vi drogado fue cuando hizo la comunión”. Y sabes que todo se va a ir a la mierda, aunque tengas un barniz falso de felicidad, una fachada más falsa que la de Xavi perdiendo contra un equipo alemán en Europa League en plena Semana Santa: “Qué extraños son esos instantes de felicidad antes de un desastre”. Pero la vida te pone en tu sitio, con o sin canción de Oasis de fondo: “Cuando entierras a tu mejor amigo piensas en esa última vez que lo viste y el mundo se te viene encima”. El hombre de la camisa verde decía que era casquería de la vida; Juarma, en AFSGLM escribe que “Nunca había sido tan consciente de lo hechos polvo que estamos todos. De lo reventados que están todos los que tengo alrededor. De cómo la cocaína nos había convertido en unos despojos”. Suena bien eso de despojos, y si le pones violines, mejor todavía. Al final siempre ganan los monstruos es una historia de personajes con dientes imperfectos, con dientes por reconstruir, con dientes hechos mistos por la ponzoña nuestra de todos los días. Y vayas o no con la camiseta de Isco del Madrid, “la muerte es una perra sarnosa”. AFSGLM reflexiona sobre la diferencia entre drogas con etiqueta de legal y de ilegal, de las que te llevan a la mentira y las que, legalmente, te hacen babear delante de la gente, arrastrar los pies con unas pantuflas llenas de pelusilla y con las suelas con más mierda que un árbitro comprado por más que un club. O clubes. O múltiples clubes. Decía EHDLCV que la reconversión industrial era como la droga: cierras una puerta oscura para meterte en un túnel sin salida. Y subraya Juarma el deterioro de una generación, genética hecha basura, con personajes que “tenían antecedentes penales del grosor de una guía telefónica”. Y no es raro encontrar a albañiles con estudios de Filosofía (de algo tenía que valer esa puta asignatura), aunque “los padres nunca van a ver los monstruos en que se han convertido sus hijos”. Y apostilla Juarma que ni dentro de un ataúd. Y personajes que piensan, o dicen, o subrayan, que me cuesta escoger el verbo, o la conjugación adecuada, que la cocaína “había sido la relación más larga que he tenido en mi vida”. Y por supuesto, “la única que he sido capaz de mantener”. Pero es lo que hay. Las frases que se leen AFSGLM no se escuchan en el Congreso ni en los telediarios, pero dan que pensar, dan para muchas mociones con o sin ancianos, para tesis de calado intelectual pero que casi nadie leerá: “Pregunta a quien tengas al lado dónde puedes conseguir coca. Y en menos de cinco minutos la tendrás en tus manos. Estés donde estés”. También AFSGLM nos deja momentos a lo Ian Curtis, y despedidas que no son despedidas porque las sombras no son más que eso. Es un libro de lectura para no olvidar el sitio en el que estamos, la falta de clase donde solo hay droga y no preguntas sobre una tilde o una mamarrachada con la que rellenar un telediario. “Al final siempre ganan los monstruos que escondemos dentro”. Y si la vida te farlopea, farlopa para todos: “Los monstruos siempre acaban escapando de tu corazón y haciéndolo todo pedazos”.

domingo, 5 de marzo de 2023

El Reino

Leer a Emmanuel Carrère por primera vez (y encima hacerlo con El Reino) es como poner una selección de canciones de Beck y que empiece la feria. La montaña rusa. Sobresalto, vómitos desde atrás, pelo erizado, piel de gallina e, incluso, pantalón mojado en la entrepierna. O entre lo que cada uno considere que tiene por ahí abajo. Escribe EC en la nueve de El Reino: “La experiencia me ha enseñado que es mejor no explayarse sobre lo que escribes hasta que has terminado de escribirlo”. Quizás. O no. Tal vez. Ayer, en misa de siete y media, un cura con guantes de látex blancos y mascarilla negra, al que se le caía parte de la indumentaria constantemente y que cerraba los ojos al hablar como si no hubiera mañana, intentaba explicar la transfiguración de Cristo en el monte Tabor. No sé las veces que repitió Tabor. Hablaba de silencio exterior, de silencio interior, de películas de la Hepburn, pero con esos guantes, esa mascarilla, con las gafas empañadas, con esa estampa uno no está para el monte Tabor, ni para la transfiguración del Señor ni para pepinillos en vinagre. O sí. Incluso yendo a comulgar me encontré de bruces con un buen samaritano que decidió quedarse dineros de la antigua CAM. Es lo bueno de esta religión: el perdón. Siempre hay un versículo, una parábola que utilizar en primera persona del singular. Habla desde un punto de superioridad Carrère, pero desde una superioridad que también tiene sus debilidades (“la espera de un hijo me espanta”). Y empieza con recuerdos del pasado, de esos que siempre nos vienen a la quijotera (“las misas de mi infancia sólo me habían dejado un recuerdo de coacción y aburrimiento”). ¿A alguien no? ¿Todos los críos que son obligados a ir a misa se comportan vargasllosamente? No. Ni falta que hace, lo único que tenemos que escuchar es a Beck con su Devils Harcuit. Sobre el evangelio de San Juan, suelta EC en la 48: “Me pregunto si no sería mejor cambiar de montura antes de salir de la cuadra”. Y añade: “No olvidarlo nunca: es el Evangelio el que me juzga, no al contrario”. “Todo es mentira, como siempre has sugerido”, nos repite la voz de Is de Triángulo de Amor Bizarro. En muchas de sus canciones no sale cara, y sale cruz, ya se sabe: “Eso se llama cruz. No existe alegría tras la que no se proyecte la sombra de la luz”. Al cristianismo, y ahí incluyo sus distintas versiones, cuesta seguirlo. Cuesta horrores. Escribe tito Emmanuel: “Quisiera pasar deprisa, como un seminarista agobiado por la carne pasa por delante de un anuncio de cine porno”. Claro que sí. Es que es así. Rotación y barbecho, como decía el hombre de la camisa verde hablando de la masturbación. Vuelvo a TDAB, esta vez con su Vigilantes del Espejo: “Déjalo todo y ven conmigo. Esclavo del siglo veintiuno, deja ya de llorar. ¿Por qué dejas que te estafen?”. Y el arrepentimiento siempre presente. Sigue Carrèrre con su retahíla de improperios al mundo contemporáneo desde una visión del pasado: “Todos los místicos coinciden en señalar que lo que se nos pide es lo que menos deseamos dar”. Y pone ejemplos reconocibles: Abraham e Isaac. Pero también habla de psicoanálisis y de San Pablo camino de Damasco y de Philip K. Dick, y cita a Michel Simon: “A fuerza de escribir cosas horribles, acaban sucediendo”. En momentos de lucidez (aunque ya quedan pocos), cuando estoy en 1º de ESO y empiezo a hablar de Roma, digo a la escolanía de los gritos ultrapop que no se sorprendan con nada de lo que les voy contar, que todo es superable. Con San Pablo, también pasa eso, entre iluminaciones que van más allá de lo creíble y de lo increíble. Sale también por ahí Dies Irae, y reflexiones sobre la Eucaristía (al final del libro se pregunta si no hubiese sido mejor el lavatorio como recordatorio) y sobre el pecado (“desde hace poco sé que para el pecado hay un remedio tan eficaz como la aspirina para el dolor de cabeza”). Sobre las apariciones virginales (poniendo el ejemplo de Medjugorje), escribe: “Quiere leer bien el evangelio, no incurrir en este tipo de beatería”. Y del evangelio de Juan al de Lucas, y opiniones que dan que pensar: “Si no ilumina, la figura de Jesús ciega”. Universos conocidos. O no tanto. Creemos que todo Cristo ha leído y ha reflexionado sobre los evangelios, pero no es así. No todos diferencian a gentiles (todos los no judíos) y prosélitos (gentiles atraídos por el judaísmo). No todos se hacen preguntas continuamente. No todos se hacen la pregunta definitiva, antes y después de Getsemaní: “¿Se puede pensar?”. Y los encuentros entre Lucas y Pablo en el puerto de Troas, y Lucas retirándose del relato y volviendo siete años después, y recordando que “es rezando como se aprende a rezar, no os perdáis en grandes frases”. Y las traducciones, y Pablo en Atenas, luego a Corinto (y la explicación de llamar a la sífilis “la enfermedad corintia”) y frases para dejar de llorar: “La verdad, decía Pablo de los judíos y también de los griegos, es que todo está permitido. Todo está permitido, pero, añadía, no todo es oportuno”. Y hay un juego que utiliza mucho EC sobre la relación entre estos personajes bíblicos que es meterlos en la ecuación de la revolución rusa: “Tras el episodio de Antioquía, Pablo se había convertido en el equivalente de Trotsky para Stalin”. Y sigue: “Se organizó una compaña contra él, enviaron emisarios de todas partes para denunciar su desviacionismo”. Y más líneas de máscara negra sin Conde-Duque de Olivares: “Si Jesús tarda en volver, nos explica, es porque antes tiene que venir el Anticristo”. Pero el espejo es lo peor: “Pablo no sólo temía la acción de enemigos, impostores y falsarios. Hay que dar otra vuelta de tuerca: se temía a sí mismo”. Es más. Añade Carrère que “Pablo de Tarso no era Philp K. Dick ni Stalin, aunque tenía un poco de estos dos hombres singulares”. Y citas a Edgar Allan Poe y la historia de Eutico que ha citado don Ángel más de una vez en la parroquia de San Pablo y citas homéricas: “Un sufrimiento auténtico vale más que una felicidad ilusoria”. Y La guerra de los judíos de Flavio Josefo, porque El Reino también es un libro sobre la historia de Roma y de algunos de sus emperadores y sus fobias y su locura, porque ser emperador era creerte tito Jack en el manicomio del cuco. Escribe Carrère: “Leyendo a un historiador, sea cual sea su escuela, se ve cómo confecciona su guiso, más allá del sabor que les procura su salsa se identifican los ingredientes que se ha esforzado en utilizar, y es esto lo que me induce a pensar que ya no necesito un libro de recetas, que puedo lanzarme yo solo”. Y los zelotes, y el encuentro de Emaús citado solo por Lucas y que “nadie sabe lo que sucedió el día de Pascua, pero una cosa es segura: sucedió algo”. Bueno, y tenemos el Merry Christmas de los Ramones. Y entonces, se nos pone el autor otra vez en plan demasiado sincero: “No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en este punto de vista”. Y Marcos y la sábana en Getsemaní, y otra vez Eutico y Bernabé (“que formará equipo con Pablo en Antioquía”), y Juana (la mujer de Chuza, el intendente de Herodes) y esas pajas mentales sobre lo que puede ser y lo que no suele suceder: “Aunque haya dicho que aquí hay una novela, el tema no me inspira. Y si no me inspira quizá se debe a que es una novela”. Y esas mentiras que vemos televisadas y que chirrían, y a las que se le ven las costuras como bien indica EC: “Es el problema de la novela histórica, y con mayor razón de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica: enseguida tengo la impresión de estar en un Astérix”. Y Roger Van der Weyden y su cuadro de San Lucas y Rembrandt y el lavatorio y las vírgenes de Caravaggio (EC la tilda de sexy) y pajas féminas bien descritas. Y más preguntas: “Ella existió realmente, sin embargo. La Santa Virgen no lo sé, sinceramente no lo creo, pero la madre de Jesús sí”. Y sigue con la revolución rusa: “Todo va bien cuando de se trata de controlar las disputas de Pablo y de Santiago como de Trotsky y Stalin”. Y los cambios que tiene, pasando de escritor a escritor y de creyente a agnóstico: “Es como las personas que se declaran apolíticas: lo cual quiere decir que son de derechas”. Y Cafarnaúm y esta serie en la que no todos los capítulos son del mismo guionista, porque “especular sobre la fuentes de los evangelios no es un deporte moderno”. Y especificaciones obre la palabra publicano: “Les recuerdo que publicano quiere decir recaudador, colaboracionista, quiere decir pobre diablo y hasta cabronazo”. Y Lucas y relato en agosto del año 60, y el asesinato de Claudio y Nerón, y Británico y Agripina y esa ciudad millonaria en gente que era Roma. Y en otras cosas, también, peligrosa a toda antorcha: “Y las calles al caer la noche se volvían peligrosas: antes de salir a cenar, dice también Juvenal, más valía haber hecho testamento”. Y la llegada en el año 62 de San Pedro a Roma, y Juan y Marco, aunque “ninguno de ellos debió de rebajarse a visitar a Pablo”, y el fallecimiento lapidado de Santiago. Y puestos a protestar, Lutero: “Martín Lutero, que consideraba las cartas de Pablo y en particular las cartas de los romanos el corazón y la médula de la fe, pensaba que la de Santiago era una epístola de paja, indigna de figurar en el Nuevo Testamento”. Y repite, EC, la importancia de La Anchura, de La Altura, de La Longitud y de La Profundidad, aunque “lo esencial, repetía incansable Pablo, es creer en la resurrección de Cristo: el resto se da por añadidura”. Y el proyecto de Pier Paolo Pasolini sobre Pablo que quiso hacer, ambientándolo en el siglo XX y en el que aparecerían nazis (romanos), resistentes (cristianos) y Pablo (Jean Moulin). Y la visión de Lucas como oportunista, porque “como es amigo de todo el mundo, Lucas es el enemigo del Hijo del Hombre”. Y el final de Séneca, y el casi final de Paulina, y Suetonio y Tácito como fuentes, y el incendio del 64 culpando a los cristianos: “¿Nerón incendió Roma porque estaba obsesionado por el incendio de Troya? ¿Para reconstruirla más a su gusto?”. Y hasta Putin sale en el relato. Y “vidas minúsculas contra teología mayúscula”. Y la incógnita llamada Juan: “Juan es el personaje más misterioso de la generación cristiana. El más escurridizo, el más múltiple”. Añade EC: “Jesús apodaba a Santiago ya Juan Boanerges, los hijos del trueno, a causa de su carácter impetuoso”. Y esa posibilidad del viaje a Éfeso de la Virgen y de San Juan, y Marcos como secretario de Pedro y la afirmación, totalmente real, de que “si uno es cristiano, se pasa la vida renegando de Cristo”. Y la guerra en Judea del año 66, y la corrupción del gobernador, y la equivalencia que suelta EC sobre Chechenia y Rusia. Y el ascenso de Vespasiano (“el Mulero”), y Vespasiano, y los acontecimientos del 68 en Roma, y las siete iglesias de Asia, y la paranoia del Apocalipsis: “Por eso el título del libro no es Revelación sobre Jesucristo (apocalipsis quiere decir revelación), sino revelación de Jesucristo”. Y ese apocalipsis, o Apocalipsis, “se ha convertido en el campo de juego favorito de todos los esotéricos excitados, Philip Dick en el mejor de los casos, Dan Brown en el peor”. Y el saqueo de Jerusalén del 70, y Tito, hijo de Vespasiano, encargado de la victoria en Oriente para “que pusiera de manifiesto que no se desafiaba a Roma impunemente. A los terroristas, como dijo Vladimir Putin en el contexto bastante próximo de Chechenia, había que cargárselos hasta en los retretes. Y eso hicieron”. Y en esta historia de Roma que es el Reino, más frases: “Se pueden decir las cosas de otra manera, como hace el jefe bretón Calgaco, del que Tácito nos conservó estas fuertes palabras: Cuando lo han destruido todo, los romanos llaman a eso paz”. Y la ucronía (hoy la hemos convertido en distopía) y Constantino en el siglo IV y la palabra secta (y su diferencia de uso en el ámbito anglosajón): “La secta se transformó en una iglesia. En la iglesia”. Y más parábolas, como la del hijo pródigo, ya que “cada uno tiene en el Evangelio una frase que le está especialmente destinada”: “Con la conversión de Constantino comienza la larga historia de la cristiandad en Occidente, o sea, una vida adulta y una carrera profesional compuestas de pesadas responsabilidades, de grandes éxitos, de poderes inmensos, de compromisos y faltas que avergüenzan. Las Luces y la modernidad anuncian la hora del retiro. La Iglesia ya no se encuentra a gusto, es del todo evidente que su tiempo ha pasado y es difícil decir que su ancianidad, de la que somos testigos bastante indiferentes, tiende más bien a la chochez desabrida o a la diáfana lucidez que uno se desea, yo al menos, cuando piensa en su propia vejez”. Y para acabar, escribe Carrère: “Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en que creí, o si, a su manera, les ha sido fiel. No lo sé”. Pues eso. Que la duda triunfe, pero triunfe con un buen libro como El Reino.

sábado, 4 de marzo de 2023

Fauda. Cuarta temporada.

Empieza Fauda con un ritmo trepidante en esta cuarta temporada, con otra emboscada dentro de la emboscada que es aquella tierra elegida por los dioses, aquel pueblo elegido por los dioses, pero que ha instalado a los demonios en la tierra y vive inmerso en el peor de los infiernos. Y en Bruselas todo es posible, casi como en un campo de refugiados de Yenín, casi como en el Líbano. Hermanos en la guerra, pasado obtuso que se tuerce con un poco de arena en la cara o con una boda en la que reencontrarse. Agentes dobles en el interior de Hezbolá. Viva Bélgica. Y los jeques. Y los mentirosos. Y los ultras: “Tuve que elegir entre tenerte como amigo vivo o compañero muerto”. Viva la capacidad de elegir, los falsos agentes dobles, las palizas en nombre de una guerra santa. Vivir fuera de tu ambiente, de tu hábitat natural, fuera de tu colmena con el aguijón encendido. Y hasta los fieles se convierten en los peores asesinos. Y el cambio de cromos, y el miedo a lo que puede ocurrir, y los fantasmas del pasado hechos DVD. O imágenes que olvidar. Nombres y direcciones, miedo dentro del miedo, escaques que ocupar con piezas destinadas a la muerte. Hombres convertidos en ratas y miedicas, en niñas pequeñas escondidas. “Si vas a hacer algo malo, hazlo bien”. Y pasaportes españoles para escapar. Venganzas de sangre. Dudas familiares. Barrigas en duda. Dudas al poder. Y los altos del Golán. Pese que hay mucho morralla hasta el capítulo seis (casi como si de un caldero se tratara), luego se acelera el asunto y la tensión hace a esta cuarta temporada digna heredera de las anteriores. Y la figura de Ron Arad en el horizonte. Y la utilización de los cadáveres, banderas en busca de viento, giros que acaban llevándote al boca del infierno convertida en pocilga. ¿Solución? ¿Posición ganada en ese ajedrez en el que es imposible ganar? Esos últimos capítulos dan mucho que pensar, sobre la decepción y la duda, sobre la posibilidad de la derrota infinita, de un giro a un mañana aún más cabrón pese a que el hoy ya es un verdadero hijo de puta. Y sí, "hasta a las mejores maletas le fallan las ruedas".