jueves, 23 de marzo de 2023

Punki (Una historia de amor)

Punki (Una historia de amor) tiene mucho de desamor y de drogas varias. Se pone más borde, entre cintas de música grabadas en TDK’s de 90 minutos, que Al final siempre ganan los monstruos. Mucho más borde. “Cuando iba sobrio me paralizaba el miedo”. ¿Solo nos paraliza el miedo en la sobriedad? ¿O es la sobriedad la que nos lleva a ese miedo? La vida no es Chicago de Sujfan Steven por mucho que le guste a mi mujer. La vida es una etapa de montaña con un Mortirolo que no se acaba nunca, y se te pincha la rueda, se te sale la cadena y un viejo te escupe por no parecerte en tu permanente a Pantani. Al jodido pirata. No sabía hasta Punki que el Antalgin era azul, pero es que no sé de casi nada. Punki es un soplo de realidad, un empujón a un abismo que no parece acabar nunca, una forma de bruma que no se disipa nunca: “Intenta adornar una realidad fea con embustes que se adecuasen a mis necesidades y fantasías”. Claro que sí. Ni tampoco es una canción de Van Morrison. Punki habla de humillaciones ajenas y propias, de músicos sin futuros y, algunos, sin parte de lengua, de viajes a centro de atención a drogodependientes, como si los drogodependientes pudiesen ser tratados. La vida está llena de contradicciones, y el mundo de las drogas, mucho más. Punki es venganza y peligro de sábado que nunca acaba, de personas a las que se conocen como Jarrai, de escoria de distinto pelaje, de gente que piensa que prefiere que “me traigan tabaco a la cárcel que flores a la tumba” porque el único futuro es la cárcel. O el cementerio, aunque no quieras. Viva el mezcal, la absenta y el Stroh 80. Viva Austria, aunque no sepas que no es solo, como dice el molinense de Zaragoza, una bandera de España descolorida. Como en Al final siempre ganan los monstruos, también Punki es un recuerdo de padres borrachos y que solo necesitan un empujoncito, de esos a los que la cerveza les hace más grande la mano con la que azotar a la familia propia y empequeñecerse en su propia mierda. O en su propio anfiteatro, que aquí todo es tragedia griega, es venganza romana porque siempre que sea de noche hay que hacer testamento al salir a la calle. O para saltar metro y medio sin romperse algo en el pie. Drogas desde la EGB. ¿Qué se puede esperar? Me gusta de Punki esa parte de ingenuidad y de anarquía, esa que te permite escribir “querido puto subnormal” aunque esté mal escribir “querido puto subnormal”. En su banda sonora hubiera puesto más Pearl Jam y menos Billy Corgan, peor es lo que hay; menos tatuaje autoimpuesto con bolígrafo de cárcel y más orgullo propio para acceder al infierno; menos Nirvana aunque siempre tengamos cerca un Kurt Cobain al que zurrar. Pero es nuestro presente y nuestro pasado el que nos condiciona. Del futuro, ya hablaremos, porque siempre hay un Jesús en el que el karma se monta un Getsemaní del copón: “Tus errores, tus debilidades o tu pasado son herramientas para que otras personas te hagan daño”. Pero Punki es una historia de personajes en el más amplio sentido de la palabra personaje, de tipos que se buscan lo que necesitan utilizando todos los agujeros de sus cuerpos: “Era una anarquista menor de edad, atrapado en mis contradicciones, maltratado por papá, que follaba con fascistas a cambio de droga”. Ñam, ñam, que tenemos hambre. Y en mitad de la pesadumbre, un perro goyesco te define, te atrapa, te esconde: “La depresión es un perro en lo más profundo del pecho que no para de soltar dentelladas”. Y más frases: “Los alcohólicos son más duros que turrón de oferta”. Pero el escenario nos condiciona, nos enseña, nos muestra el infierno nuestro de cada jueves en el que el Ave María no es solo una oración: “Mi pueblo no era normal. Si fue capaz de subsistir allí se lo debo al punk”. La vida es muy hija de puta, y en la radio solo cuentan mentiras: “Hay muchas canciones de amor, pero pocas de apuñalar a tu jefe”. Punki no es un día de sol en la playa, no es carrera de cros en la montaña, no es un día en Wall Street ganando millones gracias a empresas que se van a la mierda. No. Pero Punki, dentro de sus limitaciones, ayuda al día a día, a superar los tropiezos, a mirar desde atalayas que ni siquiera sabías que existían. Escribe Juarma que “las canciones son los tiques de autobús para viajar a tus recuerdos, a los buenos y a los malos”. Y Punki es una buena canción, aunque no siempre rime bien. También escribe Juarma que “lo único bueno de los noventa fue que se terminaron”. Y mientras, seguimos esperando otras décadas mejores.

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