martes, 14 de marzo de 2023

La tercera clase

No sé si hay moraleja en La tercera clase de Pablo Gutiérrez. Me cuesta hacerme preguntas sobre las moralejas de institutos, profesores y alumnos. Me cuesta mucho hacerme esa pregunta y buscar una respuesta porque cada día que paso con adolescentes estoy más perdido. Mucho más perdido. Pero La tercera clase da mucho que pensar. Muchísimo. Es un libro pulcro. Yo diría que casi intachable. Se debería leer a las personas que quieren dedicarse a la docencia para que no se lleven el susto del siglo cuando lleguen a un instituto “no perfecto”; para que se lo dejen antes de amargar su existencia; para dejar de amagar la existencia de los que los rodean. He copiado en unos folios de examen que hace años se quedaron en blanco sobre el relieve de España muchas frases de LTC, pero solo me atrevo a recoger por aquí algunas, porque el libro deja perlas en casi todas sus páginas, aunque desde perspectivas distintas. ¿Con qué canción de Suede te quedas, Salva? Ayer con Beatiful Ones, hoy con She, mañana no lo sé: “La culpa sirve si eres católico, y en La Broa todos éramos hijos del diablo”. Así, en la página 11 nos presenta a los diablos hechos personas Pablo Gutiérrez en la LTC. Hay frases de engaño y cuitas que no hay Werther que las soporte: “Ser fea fue la manera de invertir en mi educación y en mi futuro”. Apostilla en la misma página y con el mismo número: “Ser fea fue mi beca de estudios”. Pero en el horizonte, queda esa línea en la que puede que tengamos algo de futuro (yo en primera persona masculino singular no lo creo): “Cómo podría, como soportaría nueve meses de combate contra esos canallas que estaban vacíos por dentro, ásperos, igual que las tierras del Peloponeso”. Recuerdo que, en mi primer curso de trabajo, allá por el 2005, un alumno (Ginés, me acuerdo de su nombre y de su aspecto de morcilla sin hilo), me lanzó una silla. Con testigos. No se cortó. Andaba en clase, en aquel 4ºC la auxiliar que acompañaba a David, otro alumno que iba en silla de ruedas y que si quería estudiar, aunque sabía que tenía los días contados. Escribe Gutiérrez: “El miedo no existe por algo, el miedo existe para que no sigas”. En ese mismo instituto, quince años después, otro alumno se acercó para pegarme y, en el último momento, se lo pensó. No sé si pensé en plan Eastwood y aquello de alégrame el día. No pensé nada. Que fuera lo que Dios quiera. “Yo era la única que sabía de números. Mis hermanos no estudiaban. Mis tíos y mis primos eran un rebaño. Mi padre sólo era mi padre”. También en ese mismo instituto, en mi guardia de patio de los martes del recreo (esos martes, con tres guardias), tuve que separar a dos alumnos entre gritos en árabe, y me salpicó la sangre. Amonestaciones y a su casa, vivan los panoramas actuales: “Nosotros éramos distintos, nuestros padres nos querían y a ellos los odiaron desde el paritorio”. En La tercera clase nos enseñan La Broa, pero el paisaje se repite por todos lados: “La Broa es un cero. Los veraneantes vienen y se marchan, igual que los profesores haraganes, nos quedamos los demás”. Pero como en cualquier trabajo, hay honrados y sinvergüenzas, hay desertores de la ilusión y cabreados con ganas de quitarse de todo. Reflexiona PG sobre los que vamos de paso, sobre oposiciones pasadas y futuras, sobre fracaso interminable y dejadez inmediata, sobre la búsqueda de pecho ajeno en el que olvidar el sentimiento mononeuronal de una clase. O aneuronal. O de amebas. Todo es mentira: “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”. Y esa decepción, esa canción de Airbag que se repite en nuestra cabeza continuamente, sale a la luz: “Cuando llegué a La Broa yo quería romanizar a los bárbaros y acabó ocurriendo lo mismo que en los manuales de Historia: que los bárbaros se lanzaron sobre Roma para desromanizarla”. Desromanizar. Ayer, con mi 1ºE y mi 1ºF, hasta los más bárbaros prestaban atención cuando les puse el capítulo II de El corazón del imperio, y les hablaba de Fulvia y Cleopatra. ¿Hay esperanza? No lo sé. De verdad que no lo sé. Cada día estoy más convencido en buscar otro trabajo. Como Kevin Spacey en American Beauty, “quiero la menor cuota de responsabilidad en mi vida”. El hombre de la camisa verde me dijo bastantes veces aquella frase de que “si tuviera huevos sería sepulturero”. Lo decía un auxiliar de hospital jubilado por las drogas, que no era poco. Añade Gutiérrez: “En La Broa no había mendrugo ni había arroyo, no quedaba nada de aquella miseria honorable y guerracivilesca, los cafres de La Broa participaban de otra clase de pobreza, la pobreza de espíritu de un chaval que te ridiculiza, que se ríe de ti y te dice que a mi no me hables, vieja”. Y sigue la mentira de intentar meterlos en vereda aunque acaben en La Vereda de Aljucer casi siempre. Y esa tercera clase, ese 3º de ESO bautizado por una lectora como La tercera clase, es ese bofetón que no me dio ese alumno de 1º pero que casi me lo como con patatas: “Para los chicos de la tercera clase, ya estaba todo perdido, tenían quince años y eran demasiado viejos”. Y añade PG: “Las cosas fueron de una manera y no como cuentan que fuera”. Otro alumno de aquella clase de 1º en la que casi recibo el bofetón, me dijo delante de la clase: “Te has cagado, profe”. Y así fue. Casi. Pero luego te preguntas, como hace PG, “por qué la pobreza no puede ser ordenada y soviética”. Y más: “Nadie quería estudiar ninguna cosa, a nadie le importaban las notas ni los exámenes. Se pavoneaban de los suspensos, era imposible leer un párrafo en voz alta, el aula les pertenecía”. Y la realidad, el bofetón que llega a la cara y el que no se materializa, es una piececita de Clint Mansell en Réquiem por un sueño, aquella película que cuando tenía ganas de todo ponía en mis tutorías. Sigue Gutiérrez: “El mayor logro, la pieza cobrada era que te dieras de baja por una enfermedad imaginaria, que no era trabajo para licenciados en Historia o en Matemáticas sino para asistentes sociales, para terapeutas, para agentes de policía”. Y, como en la historia de Juarma, podemos pensar en las diferencias sobre legalidad o no de lo que es ilegal de momento: “Muerte al narcosistema, que haría desaparecer las regalías del contrabando y que convertiría en otro producto del capitalismo, sin distinción”. Pero tiene, queramos o no, contrapartidas, como ponerte con Solbes o con Pizarro: “En el barrio nadie deseaba la legalización de ninguna sustancia, sería la absoluta ruina, la pobreza definitiva. ¿Qué les quedaría entonces? ¿Qué harían con sus vidas?”. Y las ratas se juntan, y gatos y ratones, y “después llegó el amor, que siempre acaba jodiéndolo todo”. O quizás todo pueda cambiar en un universo paralelo. Y sigamos engordando, o con la depresión, o con la baba cayéndose en mitad del manicomio al suelo: “Algunos profesores ni siquiera dan los buenos días, la gente que no da los buenos días no merece vivir, puede que eso no lo dijeran Platón ni Aristóteles pero es una verdad tan absoluta como la formación de los continentes y las leyes de la Física: La gente que no da los buenos días no merece vivir”. Y te piensas que no te lo mereces, o quizás sí, como Míchel en aquel mundial: “Nosotros queríamos enseñar la belleza inextricable del Griego, de la Química, de la Geografía y la Literatura Universal, con ese objetivo superamos una oposición de setenta temas, nuestro talento no podía arruinarse mandando callar a un niñato que ha repetido tres veces”. Y tienes tu exilio, tu destierro “en ese pueblo de entierro”. Y el desengaño: “Los domingos eran la víspera del lunes. Y el lunes era el arranque de cinco días de condena en la jaula de los locos”. Y los latiguillos, las palabras encadenadas que sumamos sin pensar, “porque los verdaderos vándalos eran los profesores, no ellos”. Y la realidad se hizo examen, y habita entre nosotros: “Llorar o corregir exámenes, que era casi lo mismo”. Tic, tac, y siempre mirando el reloj, aunque yo no lleve reloj y tarareo solo el Sally Cinnamon esperando ese timbre: “Los viernes mi horario acababa a media mañana, estaba deseando cerrar la puerta y marcharme para devorar la golosina de dos días y medio sin ver a ningún canalla que no fuera yo mismo en el espejo”. Realidades cotidianas. La tercera clase es una historia de individuos que buscan cobijo y afecto, dinero y soluciones y no promesas, como siempre, incumplidas. Como dice el amigo Andrés, “esto es prostituirse y a final de mes llevárselo calentito” (Gutiérrez dice que “No hay que darle tanta importancia al dinero, y para no darle importancia hay que tenerlo”). Y la llegada del sur con pasaporte de Marruecos, como si este norte no fuera el sur de Alemania. Y la cárcel nuestra sin Ave María que nos salve: “Lo más parecido a una prisión es un instituto de enseñanza secundaria, indistinguibles: la arquitectura, el mobiliario, las ventanas enrejadas, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares”. Totalmente. Es así. Un jodido cuadro impresionista. Y suma sigue Gutiérrez: “En el patio se prolongaban las costumbres de un narcoestado donde los rangos estaban tan bien establecidos que nadie intentaba tomar ninguna ventaja”. Pero el miedo juega su papel, y “hay gente que no puede perder y es mejor dejar que ganen”. Y con esta lectura tan gratificante no ganamos, porque siempre salimos perdiendo. Un excelente libro.

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