viernes, 24 de noviembre de 2023

Hágase querer un Viernes Negro

En esas que estoy pensando (y pensar te mete en líos) en la necesidad del coheteo (o lo que se llame) junto a la catedral del antiguo reino valcarcil, después connerynato y ahora descampado pastorial sin rumbo ni brújula. La necesidad del postureo institucional, de las luces en noviembre, de los ruidos y los atascos de una Murcia convertida en rebaño sin pastor (ni de cerdos ni de hoodinianos sin arma con la que ser Guillermo). Y ya puestos a imaginar, uno imagina, notredameizándolo todo, en un incendio. En las madres mías. En los ficus caídos. En las discotecas. En la necesidad reconvertida en necesidad, porque la cohabitación acabó (ya no hay exconcejales de Los Alcázares, o de Caravaca, o de ningún sitio) a los que culpar. No los hay. Hay males necesarios. Lo dicho: Hágase querer en un Ballestódromo un Viernes Negro, en todos los sentidos.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Bosch: Legacy. Segunda temporada.

En el primer capítulo de la segunda temporada de este Bosch: Legacy se ve a Bosch más gordo, más torpe, más nervioso y más tatuado. Pero es que han secuestrado a su hija, y quizás, por eso, lo veamos más gordo, más torpe, más nervioso e igualmente más tatuado. O no. Pero quizás únicamente sea una impresión. El listón de Bosch es tan alto que comparamos cualquier momento con etapas anteriores. Este cuento (porque Bosch es otro cuento contemporáneo), siempre va con moraleja, desde el encierro personal, a la música, a las llamadas de teléfono, pasando por terraplenes, llegando a conclusiones inequívocas en lugares demasiado equívocos. Y llegamos a la conclusión de que queremos a los que en principio teníamos en el centro de la diana. Reflexiona también sobre las mentiras cotidianas, sobre el doble filo de la confianza, sobre la confusión entre el cariño y la soledad y ese momento en el que rezamos en busca de un apocalipsis, pero el cielo no quiere caernos encima. O debajo. A veces parece que va con parches (los primeros capítulos), pero luego Bosch vuelve a ser un centro de peregrinación obligada, un Benidorm sin enfermos pero al que volvemos porque es milagroso que sigan existiendo estos altares sin fuegos artificiales, sin dragones ni chernóbyles. Somos de Bosch más que Bosch, por mucho que nos vendan la ficción como algo pasajero, por mucho que reneguemos de nuestro pasado, por mucho que enfrentarnos al espejo de la duda nos lleve a desconfiar de nuestras más firmes convicciones. Nunca sabemos, (o si lo sabemos no queremos reconocerlo) lo que seríamos capaces de hacer por defender nuestra sangre, por evitar una pesadilla dentro de otra pesadilla mayor, por hacer de nuestros genes el único objeto de nuestra existencia. La paternidad y esas cosas que se ven desde fuera hasta que, con la óptica adecuada, haces tuya hasta el límite de lo criminal. Otra vez, imprescindible.

sábado, 11 de noviembre de 2023

La Conejera

Antes de acabar La Conejera, estaba pensando varias cosas. La primera, no quería que se acabase el libro; la segunda, que llevaba mucho tiempo sin leer algo que supusiese aire fresco (o aire nuevo, que diría el hombre de la camisa verde). Luego pensé que algo no estaba bien en esa reflexión, porque llevo mucho tiempo sin leer de verdad, y no únicamente por la crianza. Entonces, entre reflexiones estériles, de las que no producen ni tristeza ni pena, volví a pensar: Es que ya no se escriben libros así. Lo que ha escrito Tess Gunty son palabras mayores, porque no suenan a pastiche historicista (no como yo, que estoy reactualizando en mis neuronas el primer programa de Videodrome en Radio3 con Gregorio Parra a la cabeza). Pero no nos olvidemos de La Conejera, que los que hemos criado conejos, y hemos tenido que ayudar en su sacrificio para meterle el colmillo hablamos con mucha experiencia de ese trance de chillidos. Siempre envidié a mi padre y sus nudillos la facilidad para el asunto (a mí me sigue dando miedo). Pero luego, bien ricos que están. O estaban. O estarán (la crianza, que ya ni me acuerdo del último día que comí arroz y conejo). La Conejera no quieres que acabe. No. No puede terminar, como Tip y Coll, y Coll llorando por Tip no ha muerto (creo que era así, pero tanto tiempo sin dormir me lleva a la confusión, a escuchar de madrugada himnos que no acaban nunca). Me gustan sus descripciones (“en la habitación de Todd, limpia hasta lo psicótico”), porque, un maniático de la limpieza como yo únicamente puede estar de acuerdo con ese axioma. También me gustan (y mucho), esas enumeraciones de acciones que te llevan al límite, que te hacen ilustrar con imágenes mentales una sangría o un velatorio: “Quería todos los extremos al vez: quería morirme, matar, follar, encontrar a mis padres y resucitarlos, y luego matarlos, luego enterrarlos y gritar y gritar” [creo que era así cuando copié la cita, porque la memoria me falla, y no únicamente por la crianza]. Me apasionan las recreaciones visuales, esas ilustraciones que te hacen meter el aguijón de la avispa que te destrozó el culo en mitad de una catedral gótica que arde impenitentemente: “Su voz es como una hostia sacramental: insípida, ligera”. Y apostilla la jovencita autora: “Blandine no está bautizada, pero, aún así, a veces va a misa a comulgar. Tampoco es que te pidan el carné”. Me gusta lo que recrea (yo pienso, en mitad de las reuniones de departamento, en empezar a soltar manotazos a todo aquel que abra la boca) y lo que no somos capaces de recrear: “Desea volver al guion estándar, ese que no exige nada a los desconocidos en los lugares públicos aparte del intercambio de medias sonrisas para indicar que no vais a liaros a navajazos”. Eso nos lleva a la pregunta importante: ¿Por qué no lo hacemos? ¿Por qué no liarnos a navajazos con el que casi te atropella o te ha robado? Y como hay que creer, “la fe se basa en la ausencia de pruebas (….) y eso siempre me ha parecido un pelín feo parte de Dios”. Está Dios ocupado siempre en otras cosas, también decía el hombre de la camisa verde, agnóstico con tornillos en la pierna y sin tuercas de ombligo hasta la frente. Pero en ese espejo (no pensamos preguntar espejito, espejito, dime algo sobre la más guapa del garito [viva Alfredo Díaz, hasta que se pasó al lado oscuro]), “creo que vemos lo que nos asusta, lo que deseamos”. Nos creemos Robespierre y acabamos, como él, traicionados y escarmentados con la boca destrozada: “Ha sabido desde siempre que era demasiado pequeña y estúpida como para liderar una revolución, pero había confiado en que, al menos, sería capaz de imaginar una”. Vivan las margaritas, y las amapolas del recuerdo de la IGM, y la lazarada, “porque no hay nada más estadounidense que la resurrección”. Pero siempre, con matices, porque “una ventaja de la muerte lenta es que te da tiempo a escribir tu propio obituario”. En ese limbo mediático gringo, está el momento, justo ese momento (el de las 4 de la tarde), “una hora que anima a sus rehenes a hacer recuento de sus fracasos”. Mientras suena la caja registradora (siempre suena, iluso de mierda) y alguien te recuerda que “tienes que pasar un control antidrogas mensual y acreditar que no te has gastado el dinero en inmoralidades”. También me gustan las creaciones (dame barro, Dios, que Adán salió defectuoso): “Sé que tengo el cuerpo desproporcionado, como si me hubiese diseñado un crío de 5 años”. A Dios también le pedimos rábanos (o rabanitos) porque somos presa de ese “narcisismo reinante” que nos llama a leer, con las muñecas entrecortadas que, es posible imaginar “a un murciélago en un cinta de correr” (y encima, en interrogativo). Peor todavía, que la ósmosis de locura que reina en el mundo , nos lleva (en cualquier sitio) a vivir en “una de esas ciudades desechables, caducadas, responsables de las victorias electorales de demagogos que reducen el país a basura incendiada”. Y en do menor (creo que era do menor, pero no es plan de resucitar a Don Alberto), nos toca elegir, y cuando elegimos, lo que escogemos es la pagamenta de facturas: “Como muchos profesores de música de instituto, James nunca quiso ser profesor de Música de instituto”. La felicidad de las “especies diferentes”, que no de la nuestra, que es imposible de encontrar, muchas veces creen encontrarla en esos “postres veganos” que no son más que otro parche (vivan los piratas sin Ferreiro). La angustia contemporánea, en la que “la soledad es un gaje del oficio de la consciencia”, viene marcada por ese juego, el del “apocalipsis emocional a través de los correos electrónicos”. ¿Siguiente prueba? Habrá que pasarla, no habrá más remedio (escuchando el Animal de Pearl Jam, que añoro música en esta magnífica novela) porque “todo es un sudoku, un experimento controlado, una serie interminable de exámenes prácticos”. Escucho risas, escucho de todo menos silencios. La Conejera también va del relato dentro del relato, es pregunta continua sobre el marxismo, la propiedad privada y la gestión de los recursos de la burguesía (hemos acabado con un estribillo zanahorio descafeinado en nuestros oídos). En la dictadura del robot perpetuo, “comer, dormir y respirar se convirtieron en tareas antinaturales” y los días se confunden, porque siempre “es domingo pero parece miércoles”. Los putos miércoles. ¿Y nuestra esperanza? ¿Una? Quizás, y para muestra, 26 palabras: “Que existiera un lugar llamado Hondonada del Amante en otro llamado Valle Castidad daba a Blandine esperanza en la resiliencia humana frente a la brutalidad humana”. Pero la realidad (aunque aquí si hay referencias más reconocibles), es la de volver a ver algo, hacer un Matri y escribir sobre lo que pudo ser y no fue: “Reviven su historia una y otra vez como un padre borracho y triste que una fue quarterback en el instituto”. En el maldito instituto. Gunty subraya el desprecio, la adoración, hasta “el déficit internacional de salud psicológica”. Nada queda fuera de su espectro, incluso que “no había nada más patriótico que importar talento de otro país”. Desde el pienso a la estabulación más absoluta, La Conejera no deja indiferente, incluso comparando las redes sociales a la Cienciología o a Charles Manson. Y Santa Teresa de Ávila, y la “lluvia haciendo horas extras”, y comprender que “ni siquiera los profetas” (son perfectos). O quizás sí. O quizás, siguiendo a TG, tengamos que intentar no “citar a profesores de pacotilla de tu universidad de pacotilla”, porque, al final, “no impresionaba a nadie”. Tendremos que aprender. Y en plan ébola, “la gente es peligrosa porque es contagiosa”. Y apostilla Gunty: “Te infectan con o sin tu consentimiento”. Y en mitad del berenjenal (cultivado sin fitosanitarios, por supuesto) habla la autora de los “estándares del pésame”, de las promesas que no se cumplen, del complejo yanki de “inferioridad nacional”, de la “indiferencia sociópata”, de la “querencia por las mascotas discapacitadas”. Y cuando, con las botas Napoleón (viva Waterloo, viva Waterloo), nos damos cuenta de lo indolente de nuestro comportamiento, nuestra culpa nos corroe: nunca escribiremos así (ni sacaremos un córner como Trossard). Y la prospección del bocage de berenjenas, en esa soledad de “punto de congelación”, en esa “propensión genética a la invisibilidad”, creemos en esas monedas antiguas como atestiguamos que “en el futuro se pagará una fortuna por el pasado” (está aquí y es ahora). En el relato de lo que no siempre queremos ver del gringo, el retrato es el de “la tiranía de un alcoholismo multigeneracional”, el de los perdedores viviendo en cajas de cerillas, el del “glamur casual que tiene algo de sanguinario”. Viva el vodka barato, y los cómics en orden alfabético, los futuros agentes inmobiliarios, los obituarios (siempre los obituarios), pensar en lo que hacemos los miércoles por la noche, la guillotina, la novela del XIX que nunca leí, “el gesto de mascota reprendida que no sabe que ha hecho mal” y las buenas reflexiones sobre el capitalismo: “¿Quién no se ha enamorado del capitalismo? Te seduce antes de vapulearte, por supuesto. Te intoxica a través de los sentidos antes de llevarte al ring, por supuesto”. ¿Qué somos? O lo que es peor: ¿En qué nos hemos convertido? Quizás, una respuesta, sea la siguiente: “Si necesitas una prueba de que representas a la burguesía, la clase dominante, los propietarios tanto de los medios de producción como de sus frutos, basta con que mires eso: un rico que acumula bienes materiales que ni ha creado él ni necesita para compensar una deficiencia de carácter percibida con nitidez”. Y el espejo urbano (da igual el lugar, es asco es común) convertido en “este purgatorio de mierda que tenemos por toda la ciudad”. Gárgolas para todos. En definitiva, un novelón que encarna lo que toda pequeña joya literaria contemporánea debería representar.

viernes, 20 de octubre de 2023

Blue Lights. Primea temporada.

Blue Lights va soltando pildoritas hasta que la fentanilonada explota al final. Pero hay que olvidarse de las críticas leídas (y de las que no son leídas): esto no es Line of Duty. Esto es otra cosa. Hay interrogatorios y señoras que toman apuntes, y señoras que mandan en la policía de Belfast, e hijas de señoras que mandan en Belfast que también son policías y tienen miedo, y policías novatos, y policías con décadas de trabajo a sus espaldas, y secretos oficiales y de los otros que son secretos hasta que dejan de serlos. No sé si la palabra caprichosa es la adecuada para hablar de esta primera temporada en la que escupen y golpean a la policía, en la que se miden los niveles de tragaderas hasta listones que superan lo tolerable. Aunque el azar juega su papel (o los números, o las bienaventuranzas, o el bienestar común fuera de lugar), antes o después, esas pildoritas, hacen su efecto. No es azar todo lo que parece azar. Quizás lo queramos creer, quizás lo necesitemos creer, quizás lo perfecto no quepa en la ficción porque editorializar a los malos con planos de buenos no siempre nos deja buen sabor de boca. Los malos existen porque todavía, parece ser viendo Blue Lights, quedan personas en la policía. Eso parece ser, aunque yo sigo teniendo mis dudas, porque “no puedes simplemente luchar contra las sombras”.

viernes, 13 de octubre de 2023

El querido hermano

Deja El querido hermano un poso de amargura terrible desde el principio. Joaquín Pérez Azaústre nos muestra la figura de Manuel Machado, otro señalado, otro “converso protegido” por el régimen, otro “farsante”. ¿Pero no somos farsantes todos? ¿No somos todos en algún momento de nuestra vida como Pablo antes de su conversión? La guerra es esa mierda indescifrable que mata los ideales, porque “no hay ningún ideal lo bastante alto como para que los hermanos se maten entre sí”. O sí. ¿Cómo definir la Guerra Civil? Pues JPA lo hace en pocas líneas, y lo hace muy bien: “Un hermano yendo en coche a despedirse de otro que acaba de morir. Eso es la Guerra Civil. Y esta ha tenido la suerte de ser quién es. La mayoría no podemos despedirnos de nadie”. Pero en nuestra vida todo es inspección, todo cadena de mando, todo etiqueta, y Manuel Machado es otro de esos etiquetados, otro papel pegado a la botella de Luis Felipe para que se pueda leer que es Luis Felipe y no Cardenal Mendoza, o Siglo XIX: “También cabría preguntarse por qué hay que juzgar a Manuel Machado, cuando no se juzga a Antonio, y qué tipo de superioridad moral íntima convierte a ciertos estudiosos y escritores en valerosos guardianes de la moral pública cuando ha pasado el peligro”. Siempre, a posteriori, todo es más fácil, más sencillo, pero el retrato entre obuses es más complicado, es más de dibujar una flecha en el corazón (sin conejos, o con ellos). EQH es un ejercicio que, por momentos, parece insano, con un viaje a enterrar a la familia sin saber exactamente un paradero moral o físico (aunque parezca que es lo contrario). Pero también recuperará momentos anteriores de los Machado en París, en momentos de absenta y noche interminable porque “uno siempre sublima su juventud”. O parece que sublima, aunque sea otra cosa. Y Dorian Gray, y títulos de discursos que lo dicen casi todo (o “todo”): “Semi-Ficción y Probabilidad”. ¿Qué probabilidad tenía España de llegar a una guerra entre hermanos cuando se estrenó La Lola se va a los puertos y esos hermanos se fotografían con Miguel y José Antonio Primo de Rivera? El porcentódromo, que decía el hombre de la camisa verde, se rompió varias veces antes de la guerra, pero al final nos quedamos sin cántaro, sin fuente y con muchas familias rotas y en cunetas. Y las etiquetas reinan, en las guerras de antes y de ahora, pero la muerte lleva a esa igualdad en el dolor que nos supera: “Pero no ha muerto su hermano. Ni siquiera su mejor amigo. Ha muerto un compañero en la literatura y en la vida. En la poesía y en la vida”. También reflexiona Joaquín Pérez Azaústre sobre ese “desencanto previo a la contienda”, sobre una “desesperación absoluta que precede a la posibilidad de la muerte”. Hágase querer por adjetivos convertidos en sustantivos. O no. La burguesía y los toros desde la barrera, que todos fuimos, somos o seremos barrigones, y a todos nos sobrará el mismo abrigo que antes nos quedaba pequeño. Y la enfermedad y el engaño, la decepción y el cariño, la espera y la resignación, teniendo en cuenta que “no existe mayor afrodisiaco que la imaginación". En esta historia de bares, hoteles, carreteras y ciervos, hay fauna retratada y tuberculosis que no olvidar, diferencias de edad que chirrían, abuelos y padres que no fueron entendidos, y “esa perduración de ilusiones perdidas” que antes o después nos invade a todos. La vida suele ser derrota y como todo es mentira, “la mitad de una media verdad siempre es una verdad entera”. Amarga buena lectura la de El querido hermano.

Dark Winds. Segunda temporada.

Vuelve Dark Winds en su segunda temporada con sus historias de fronteras dentro de fronteras, del pasado y los viajes a un dolor temprano que nunca se va, a la locura lunar y a las mentiras del matrimonio, al dolor de madres con hijos que no quieren y a las preguntas que no queremos responder y, añade, un rubio malísimo y una nieve que hace más duro el desierto. Pese a no innovar mucho, las historias siguen siendo buenas, los personajes (con sus silencios) siguen siendo atrayentes, los paisajes siguen siendo espectaculares. Muchas veces perdemos el tiempo que no tenemos en historias que pretender inventar la fórmula del agua en polvo y el salto con pértiga. Pero está todo inventando, y estas historias del pueblo Navajo, de la adaptación y la huida, de lo propio y lo ajeno, siguen dando mucho que observar. Aunque siempre salimos perdiendo. Siempre. . “Y hay monstruos por todas partes y los monstruos no necesitan razones”.

viernes, 6 de octubre de 2023

Vivir deprisa

“Escribo desde ese escenario lejano donde aterricé y desde el que vislumbro el mundo como una película algo desenfocada que se ha rodado mucho tiempo sin mí”. Con esas palabras de la página 15 de Vivir deprisa, Brigitte Giraud, nos mete en “la aceleración más demente de mi existencia”. Antes había escrito, también en esa misma página: “Me mudé sola con nuestro hijo, metida en una secuencia cronológicamente bastante brutal. Firma de la escritura. Accidente. Mudanza. Funeral”. Y no da tregua: “A quien decía que era viuda lo rociaba con un lanzallamas. Pasmada de pena sí, viuda no”. Y luego, las letanías, esas repeticiones, esas preguntas, esas reflexiones que no llevan a ningún destino porque no hay destino posible: “Vuelvo a la letanía de los si que me ha tenido obsesionada todos estos años. Y que ha convertido mi existencia en una realidad en condicional perfecto”. Y ya puestos, pensemos en Death In Vegas, y su Dirge, tantas veces escuchado (danzad, danzad malditos) y en Marc Márquez: “¿Por qué la Honda 900 CBR Fireblade (espada de fuego), joya de la industria japonesa, en la que circulaba Claude ese 22 de junio de 1999, la reservaban para la exportación a Europa y estaba prohibida en Japón por considerarla demasiado peligrosa?”. Claude, la pareja ausente, causante de preguntas sin respuesta y de ese Rewind de la cinta de casete que no necesita bolígrafo porque no va a escucharse más. O sí. Pero el aburguesamiento lleva a preguntas, a cuestionarse los motivos: “Convertirse en propietario, sin duda, no es solo el símbolo ideológico que pensamos”. Altivez y música de Nirvana, también hay su dosis de ello en los recuerdos de BG. Esa utopía, marcada a base de cambios, se ve con el tiempo distinta: “Nos imaginábamos que teníamos el monopolio del arte de vivir. Éramos gente guay y segura de sí misma”. Pero los guays quieren más, quieren “ascender un peldaño en la guaytud”. Especulación y llantos, muertes de abuelos e himnos de Oasis: una generación con esos ídolos no podría llegar muy lejos. O sí. Nos creemos más de lo que somos, o somos más de los que nos creemos, decía el hombre de la camisa verde. BG escribe: “Si fuera una persona elemental, hablaría de una forma larvada de lucha de clases y quizá incluso de una revancha. Digamos que soy una elemental ilustrada”. Y, como no, “para escribir hay que estar obsesionado con lo que se escribe”. Y más citas, y más música: “No por escuchar a los Sex Pistols dejo de hacer todo como mis padres”. Complejos provincianos y más preguntas que no cambian la respuesta final, la muerte de Ian Curtis, por mucho que se resalte el concierto de Joy Division en Les Bains Douches en 1979. Pero es que todo es mentira: “Igual que sobre las parejas heternormativas, también corren tópicos sobre esas madres que no acertarían a vivir lejos de sus hijos y que, al parecer, no tienen más tema de conversación que sus críos ni más preocupaciones, y hay que decir que no es del todo mentira”. También, frases de algo que ahora llaman con eufemismos que suenan a más, pero que siempre las mujeres con hijo o hijos, quieren llegar a obtener, que es la corresponsabilidad del progenitor con ese hijo, con esos hijos. Y que esos progenitores son (o somos), para criar, un poco mayores porque “tener hijos es también cosa de viejos”. La autora también compara década, padres e hijos, madres que dejaron de currar en la década de los 70’s porque era lo que tocaba (criar y dejar de trabajar fuera para trabajar más dentro). Y no, no todo el mundo escucha a PJ Harvey. ¿Pero es toda una pataleta en Vivir deprisa? ¿Es la cháchara de una mujer que con el paso del tiempo no asume lo que debe asumir? ¿Es Vivir deprisa un ensayo sobre la velocidad y los cambios? ¿Nos deja Vivir deprisa demasiado sabor a vinagre en las retinas? Busca motivos para abochornar a los constructores, al creador, al mundo con motos: “Se reservaba para la exportación a Europa y estaba prohibida en el Japón”. ¿Y qué hacemos con las armas? Sigue: “Su industria distinguía entre la producción nacional y la exportación”. Y en esa pataleta (que es una pataleta muy bien escrita, entendida como un grito entre un páramo que quiere morir ausente), suena Joe Strummer con su Should I stay or should I go, en este ensayo que es Geografía y es llanto interminable, en esta perla que nos dice que “sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa”. ¿La culpa? ¿Podemos hablar de culpa cuando todo son preguntas que nos lleva a otro estadio? Podríamos escuchar a Weezer con su versión del SISOSIG, o a We Are Standard o seguir pensando en preguntas que no debemos hacer en voz alta: “¿Quién homologa el hecho de que una moto fabricada para la competición se habilite para circula por las carreteras de Francia, España o Italia?”. Y nos volvemos a repetir, añadiendo lo que BG añade tras el punto y seguido: “Sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa. Aunque sea a uno mismo”. Y en este ensayo, en esta clase geográfica, también hay mucha política, porque no hay ensayo sin política, ni política sin relato, ni relato sin medias tintas: “Oigo que me reprochan la pertenencia a la izquierda moralizante, si tanto quiero a los inmigrantes, ¿por qué no me voy a vivir con ellos? Moralizante se ha convertido en islamoizquierdista con el paso del tiempo”. Seguros, casas de seguros, pero “la lógica de los demás es un misterio”. Habría que añadir, si se pudiese añadir aullido en el Azkoitia un 29 de diciembre de 2012, en lo que nos hemos convertido en comparación con lo que queríamos ser: “¿Qué lo convierte a uno, a ratos, en una persona de clase media que firma una hipoteca en el banco, un buen padre de familia, y en otras un punk dispuesto a plantar cara, a joderlo todo?”. Y nos hace pensar, entre velocidades endiabladas y reinas muertas en accidentes de moto, entre mapas de carretera y belgas ausentes, en los 183 kilos del bólido, de la bestia, en el Stephen King de los accidentes (como si SK no fuera un accidente en sí mismo), en el factor meteorología (factor Tindersticks), en el ensayo lesterbángsico como modo de vida hablando de Dirge: “Ese canto lancinante que empieza con guitarras y una voz femenina, va absorbiendo luego poco a poco la rítmica, se despliega con la entrada de un sintetizador distorsionando, sube un nivel cuando una guitarra un poco sucia aparece con el apoyo de una batería que pasa casi a primer plano”. Y apostilla: Dirge, antes del final, es lo que siempre me he dicho, sería como dejar en el aire un crescendo sexual, encender la luz en momento que llega el placer”. Insiste BG en esos cinco minutos y tres cuartos, como insiste en recordarnos a LB, “una de esas leyendas de la crítica anglosajona que supieron darle al rock sus títulos nobiliarios”. Y en la revolución industrial que es Vivir deprisa recordamos los primeros semáforos en 1868, reflexionamos sobre rotondas y moteros sin rostro, en esas notas de Dirge y en Iggy Pop, y, sobre todo, en reconocer que “no hay si condicional que valga” porque todo es mentira.