sábado, 29 de abril de 2023

El hijo zurdo. Primera temporada.

La importancia de los jarrones. El hijo zurdo debería llamarse La importancia de los jarrones, o La visita de madrugada a un bar de mierda, o la insurrección. “¿Qué es lo normal?”. Será eso: “Lo normal no es lo mejor, ¿no? Solo es lo más frecuente”. O quizás estamos equivocados con ciertos conceptos que acusamos, con las pastillas y los yesos, con los pantalones que enseñan las piernas y los peinados que enseñan la escasez de ideas. Luego te vas, y dejas a la gente con sus dramas. Lo mejor es largarse. Siempre. Y no mirar atrás. La suerte en los exámenes es otra gran mentira: “En tres o cuatro horas se me habrá pasado el ictus”. Y la política, “porque se supone que somos un partido de izquierdas, no una cantera de fachas”. Decía el hombre de la camisa verde que la peña se convertía en nazi subiéndose en un autobús. Puede que sea así, puede que la música máquina también ayudara. Y los secretos de los padres, con o sin pastillas. Los diecisiete y los daños colaterales, que siempre llegan, con y sin diario, sin memoria, sin “Mi todo”. Y esa escala entre las negras y las listas, que ovejas que limpian, o se ponen de rodillas, hay muchas. Muchísimas. De más. Pásame la lista, por favor. Y un chorrito de sangre. Flotar, flotar y volver a flotar.

martes, 25 de abril de 2023

Bronca. Primera temporada.

Empieza Bronca con una persecución, con un saludito con el corazón elevado, con una devolución que acaba por el suelo, con florecitas preciosas destrozadas por el neumático de un vehículo. O de varios vehículos, de las ruedas de toda la vida. “Los pájaros no gritan, ellos gritan su dolor”, o eso indica el titulo inicial sobreimpresionado sobre el desguace de la matanza, o la matanza del desguace porque este asunto va de vísceras. De muchas vísceras. Todo mentira en esta vida. Un pipí sobre el suelo de roble. El pipí y los daños colaterales. La venganza. “He trabajado mucho para tener estas mierdas”. “Pedazo de mierda”. Nada como excitarse con un arma. “A veces, tocar fondo sirve de trampolín”. Hexágonos multiplicados por dos. Y las redes sociales, y las mentiras de creerse importante: “Soy un puto animal, a mí no me jode nadie”. Últimos avisos antes de los siguientes avisos. Todo mentira. Pero al final todo viene por la venganza, o por el dinero, o por mezclar dinero y venganza, suegra y desesperación, escoria que ríe gracias y manda fotos que ni en el Canal de la Mancha en pleno Brexit. ¿O ya no hablamos del Brexit? Dice Alberto Olmos que Bronca nos recuerda a Un día de furia. Pero es una furia (moda contemporánea, o postpandémica que habrá pensado en su tumba sin nombre el hombre de la camisa verde) que se extiende más de lo que debería con fuego, con ventas, con escaleras abajo, con mezcla de ausencia y de pretensiones que acaban en un sobre en la bolsa de la basura. Escuchando Popera de Perro recuerdo aquello de que “Nunca creí que iba a pasar pero esto ha pasado; no lo podía adivinar, cambié de lado”. Pero aquí enseñan un poquito más que el ombligo y tienen, como Mediapunta con su Pizza de Queso, “no tengo la fe y tengo la D de la derrota en mi piel”. Y en esa derrota, está la relación padres e hijos, y la soledad que nunca se supera por muchas sillas caras que tengamos, o por muchos bitcoins que acumulemos. Hay que venderse, y hacerlo mejor. Pero todo se tuerce, siempre hay una puerta que no vale para encerrarse, siempre hay un disturbio antes de ese Today que SP cantaba pensando que cualquier día se puede volver negro. Hay vida más allá de aquel Michael Douglas, pero en el túnel nuestro de cada día, lo peor está por llegar. Y llega. Coda: Habrá que preguntarse por qué narices decimos neumáticos en vez de ruedas.

Vivir con nuestros muertos

En la etiqueta del precio de Vivir con nuestros muertos de Delphine Horvilleur se define el asunto como libro de autoayuda o espiritualidad. No sé el nombre de la persona o personas que se dedican a esa cuestión, pero está claro que no se leen los libros (o no se leen todos los libros, o todos los libros enteros) . Vivir con nuestros muertos va mucho más allá porque hace pensar. Y mucho. Ilustra con palabras duelos y quebrantos de una rabina, la falta de palabras cuando lo que hace falta son palabras; la falta de consuelo cuando lo que se necesita es consuelo. Repite mantras atemporales (sobre lo que decir y no decir cuando llegas a un velatorio, o a un entierro, aunque no incide en mi clásico “No tengo palabras”). También es una introducción a la lengua hebrea y a muchos de sus matices, y la historia de los libros sagrados para los judíos. Pero sobre todo es un libro de historia, es una historia que nos hace pensar en algunos de sus fragmentos de todo lo que no hemos preguntado a los supervivientes del Holocausto (aunque es imposible saberlo todo, o todo lo que deberíamos saber). Es repetitivo en cuanto a los chistes judíos (ya se los hemos escuchado antes a G.A.), pero deja buenas frases y desmitifica los mitos de lo que desconocemos (que en mi caso, respecto a Israel, su religión, sus libros sagrados, sus tradiciones y sus leyendas es todo). Escribe DH que “nada te hace más judío que decir que no eres un judío bueno, y que de hecho es muy judío pensar que uno no es quien debería ser”. Repito mucho, ya que mis alumnos que deberían repetir no lo hace por unas leyes absurdas (aquí entraríamos en debate con Marta en Pausa), que soy un chiste ambulante, pero Horvilleur dice que “hay que ser muy pero que muy grande para estar en condiciones de proclamarse insignificante”. Quizás sea eso, porque todo es mentira. Sobre esa locura que fue la Shoá, nos deja buenas relfexiones: “En la mayoría de las familias de descendientes de la Shoá se reconoce esa dureza característica: ¿Sobrevivieron porque lo eran o se volvieron así para sobrevivir? Nadie es capaz de dar una respuesta”. Y esa locura no tiene explicación lógica: “Para hablar de Sarah hay que relatar la Historia, y no solo la historia; hay que recordar lo que el Hombre le hizo al Hombre, para que todas las generaciones lo recuerden”. Pero lo hace con un buen sentido, que no siempre los recalcitrantes entienden bien: “Cuando se conoce la historia judía y su sucesión de catástrofes y dramas, una se pregunta con una pizca de ironía si no sería menester de dejar de dar gracias a Dios en cada generación por su intervención milagrosa, por ver si algo cambia”. Pero las secuelas del Holocausto siguen, porque “a menudo, los hijos nacidos después de la catástrofe se convirtieron en padres de quienes les habían dado la vida”. Nos muestra también el dolor que no tiene lógica (los asesinatos de los miembros de una revista satírica) y el dolor personal, el de un amigo hasta su entierro. No sé si autoayuda o espiritualidad son palabras, o las mejores palabras, para etiquetar Vivir con nuestros muertos. Escribe DH: “No hay nada más peligroso que hacer hablar a los muertos, pero nada es más sacrílego que hacerlos callar”. Subraya, y con mucha razón, el oscurantismo actual hacia la muerte: “Cada vez menos gente muere en casa como para proteger a los vivos de la morbosidad que no tiene cabida en el espacio doméstico”. Añade: “Hoy día es raro que sepamos si hay un vecino agonizante en nuestro edificio, y evitamos hábilmente pensar en quienes en otros tiempos expiraron en nuestros dormitorios”. Ese oscurantismo, esa forma de dejar a los niños o los adolescentes fuera de entierros y velatorios que ha aumentado con el COVID: “La pandemia también ha alterado los ritos funerarios y el acompañamiento en el duelo”. Pero también la pandemia fue un bofetón aunque a algunos les vino bien (como bien dijo el amigo Andrés, “que Dios me perdone, pero el confinamiento me vino de puta madre”). Algo así dijo, algo sí (y lo entiendo, aunque no le doy la razón). Apostilla la autora: “La muerte había entrado sin permiso en nuestros espacios de vida”. Y sigue: “O, mejor dicho, nos recordó que nunca se había marchado, que campaba a sus anchas, y que nuestro poder se reducía a escoger las palabras y los gestos que pronunciaríamos en el momento en que ella se manifiesta”. Pero tampoco es nuevo, o nueva, o nueve, y si no es nueve pasamos a otros dígitos: “Mi madre nos tenía prohibido entrar en un cementerios. Antigua superstición askenazí: no acercar a los niños a la muerte. Supongo que así imaginan mantenerla a una distancia hermética”. Y el silencio, porque muchos prefieren el silencio: “Nieta de supervivientes mudos era yo”. Pero eso siempre queda en las retinas: “Nadie puede mirar a la muerte a la cara sin conservar un rastro en los ojos”. Pero ese momento, ese silencio siempre lo tenemos: “ Por más que cada uno de nosotros sepamos que vamos a morir, el hecho de ignorar el cuándo y el cómo lo cambia todo”. Pum, pum, pum: “No hay que embellecer la muerte ni someterla a procesos de estetización; conviene evitar que sea objeto de una fascinación o una atracción contra la que nos advierten los sabios”. Pero al final va a ser verdad eso de la autoayuda: “Una renuncia al control de lo que nos sucede, una aceptación de que la vida pertenece a los vivos”. Y más: “Es nuestro deber respetar los deseos de los muertos, pero también reconocer el límite de lo que ellos nos imponen, y la posibilidad de escoger la vida”. Mentira. No fue la última vez que pensé que podemos, o tenemos la posibilidad, de escoger la vida. O intentar escoger la vida. Y esos proverbios yidish de los que se acuerda la autora: “El hombre hace planes y Dios se ríe”. Mi mujer lo simplifica con el “hombre propone y Dios dispone”. Al final escogemos, aunque sean palabras que lo dulcifican todo. O nada. Y las exequias. Pero todo está tamizado, todo variado por el tiempo, todo mentira: “Aquel suceso estaba extraordinario estaba filtrado por el paso del tiempo y la reescritura de los recuerdos, a la que ninguno de nosotros es capaz de sustraerse”. Pero la muerte sigue así, a su ritmo, y siempre nos alcanza: “Acompañar la muerte de los demás no me ha inmunizado contra la aprensión de cruzarme con ella. Desconfío de quienes aseguran que a morir se aprende y que existe un método infalible para decidirse a aceptarla”. Tierra sobre tierra: “No hay clases ni plan de estudios que optimicen el fallecimiento en un semestre”. Pero el infierno, la muerte, la vida y esos tiempos muertos que no son solo de baloncesto tienen distintas características en cada uno: “La trayectoria de cada individuo al enfrentarse a la muerte es única. No hay estandarización posible que resuma la envergadura de las emociones humanas, ni una modelización uniforme que resuma el recorrido de cualquier ser humano que se dispone a morir”. Y en esos trayectos, entre Rabin, y el Eclesiastés, y Moisés, la autora asegura que “en ocasiones, la paz resulta agobiante cuando anuncia sin ruido la tormenta que está por venir”. Subraya, con azul y blanco, esa importancia de la “fuerza de un catastro bíblico” que lleva al manicomio total: “Rabin fue asesinado por un sionismo de propietarios, un nacionalismo mesiánico que ve en la tierra la señal de la redención prometida. Para el asesino, había que impedir a toda costa que un hombre diera a otros hombres unas tierras que nos pertenecen para siempre jamás. No podía perderse ninguno de esos territorios, aun yendo en contra de la paz, porque Dios nos los atribuyó a través de unos textos. Y entregarlos iría contra Su voluntad”. Y Caín contra Abel, posesión contra vaho: “Todo o que construimos con firmeza acaba deteriorándose o desapareciendo, mientras que lo frágil, efímero y falible deja en el mundo –paradójicamente-- huellas indelebles. El vaho de las existencias pasadas no se evapora: sopla en nuestras vidas y nos lleva allá donde jamás creíamos que iríamos”.

sábado, 22 de abril de 2023

Una salida honrosa

En Una salida honrosa todo está pendiente del dinero. Solo importa el dinero. Todo es Michelín, o similares. Todo es un banco. Todo una familia, o la endogamia, o la comida con tu cuñado, que a la vez está casado con tu prima, a la vez que tu tía con su tío. Todo es Conchinchina, todo puerta cerrada, todo “suicidio por ahorcamiento” en un trabajo que era esclavitud. Y en mitad de esa epidemia de suicidios, desde la metrópoli todo se ve distinto. Se guarda un minuto de silencio, un segundo de silencio, o no se guarda nada. Cosas que pasan en Indochina, cosas que pasan y se quedan en Saigón, cosas que pasan como que “en la plantación murieron el treinta por ciento de los trabajadores: más de trescientas personas”. También hay anécdotas porque hay políticos que defienden a los porteros (“tan gran amor a un gremio injustamente despreciado, a esos testigos pasivos y menesterosos de nuestra vida, que nos reparten el correo, expulsan a los inoportunos y sacan la basura”. ¿Y quién era la basura en la Conchinchina? ¿Quién? ¿Quién coloca a ciertas personas en una portería, en un Consejo de ministros, en un consejo de administración? En Una salida honrosa Éric Vuillard hace desfilar a políticos, militares y banqueros, a alcaldes de por vida, a represaliados y beneficiados de guerras anteriores que trajinan en la guerra que parecía no acabar nunca y que fue un negocio para la mayoría menos para los muertos en el conflicto. Porque, Vietnam, fue sobre todo muerte. Millones de muertes, décadas inacabables, cambio de cromos en un álbum que no paraba de sumar páginas para poner caras a parecidas a muertos parecidos. O similares, aunque “los sastres no son lo que eran”. Nada es lo que era: “Los hombres de negocios y los políticos tienen problemas de abultamiento, de redondez. La culpa la tiene en parte la edad, pero la causa principal de esta deformidad es el salario, los sobresueldos, los sobornos”. Y todo es mentira y “cuando alguien dice la verdad, es decir, tantea en la oscuridad, se nota”. Dinero llamando dinero, que no solo es una canción con Roger Waters: “Y así es como nuestras heroicas batallas se transforman una tras otra en sociedades anónimas”. Esa política, llena de tipos convertidos “en un Carlomagno de pacotilla”, es lo que vemos en ese lugar concreto y espacio específico en el que “hay un momento en política en el que todas las convicciones encallan, en el que las buenas intenciones naufragan”. Siempre repito, porque me repito mucho, que el infierno está lleno de buenas intenciones. Vuillard en Una salida honrosa nos repite también que “somos lo que poseemos” y que al principio se veía que “toda política de capitulación en Indochina sería como de la de Vichy”. Y añade Vuillard: “Capitular es siempre Múnich o Vichy”. Pero al final siempre nos cansamos, y “cuando uno va de rendición en rendición, va a la catástrofe y aún al deshonor” (es más, Vuillard acaba el libro asegurando que allá en 1975, cuando el abandono yanki del asunto no todo el mundo entendió lo que se hizo: “Treinta años para salir así del escenario. Quizás habría sido mejor la deshonra”). Ya no se habla de deshonra, ni deshonor. Eso es de otra época, o quizás nosotros somos de otra época equivocada. Y Dien Bein Phu, y como hay gente que “teme perderse una victoria (…) así se encaminan los hombres hacia gigantescos desastres”. Y el ofrecimiento gringo de las bombas atómicas, y la CIA y John Fuster Dulles, y la caída de Mossapeq, y la de Jacobo Árbenz Guzmán, y la de Lumumba, que no hay nada que toquen los estadounidenses que se salve del desastre: “El macartismo no es en el fondo sino la fachada incorrecta, mediática, donde se orquestó y deliberadamente se puso en marcha el mecanismo de la guerra fría que llevó al mundo al borde del caos”. Y ante el conflicto, la bajada de pantalones podía ser total o parcial, pero siempre con la marsellesa de fondo, aunque todavía no ganasen mundiales de fútbol gracias a las provincias: “Todas las personas que en Francia tienen alguna responsabilidad, militares, políticos, expertos de toda índole, se dividen. Por un lado, los partidarios de un alto el fuego inmediato; por el otro, los de un alto el fuego negociado. Es el caso Dreyfus de los tontos, el Panamá de los cretinos”. Pero los que mandan son los mismos, distintas caras, pero con las mismos apellidos de siempre porque “así podríamos seguir y encontraríamos cien veces a las mismas personas en todos los consejos de administración, en todos los palacetes, en todos los árboles genealógicos”. Y apostilla Vuillard: “Habían decidido en un consejo la política que había que seguir y elegido, en el interés de la entidad y de los accionistas, el camino más lucrativo”. Y el negocio de la artillería, y de la vestimenta, y de los animales disfrazados de soldados y los soldados convertidos en carnicería: “Y en Vietnam cayeron en treinta años, cuatro millones de toneladas de bombas, más que las que lanzaron en la Segunda Guerra Mundial todas las potencias aliadas juntas en todos los frentes. Y eso que Vietnam es pequeño, son muchas bombas para un país tan pequeño”. Y así, hasta hoy. Un buen libro para recordar otro de esos episodios que tenemos en nuestro imaginario colectivo, pero sobre el que no reflexionamos lo suficiente, como tantos otros.

miércoles, 19 de abril de 2023

Nada es crucial

“Los náufragos huyen de los aviones de rescate y se esconden en la espesura cuando suenan los motores”. Nada es crucial, de Pablo Gutiérrez, empieza narrando sucesos que son reconocibles en plazas y escuelas, en iglesias y tierras yermas de orquídeas pero ricas en jeringas. Nada es crucial pone nombre, cara y hasta travelling a una película que se repite mucho pero que nunca acaba bien. No hay cuentos con finales felices. Hace mucho tiempo que no los hay. No meamos colonia ni agua bendita. No señor. Nos recuerda PG que “el tiempo es el corruptor de la felicidad”. Siguiendo a Braudel, a Bloch y a toda aquellas gentes que nos vendieron desde Francia otra historia, otras historias, podríamos hablar del tiempo, del cambio, de la duración. Aquí nos encontramos con hermanos de iglesia, que no de sangre, con pasados de sangre aún más turbia, pero también con los “viejos y temerosos cristianos de siempre, los de colegio, parroquia y domingo, esos que cuando se mueren tienen el miedo excavado en la cara, reflejada en las mamparas de la UVI”. Nos lleva PG en Nada es crucial a ese miedo de debajo de la cama, de frigorífico vacío, de odio incalculable porque no hay calculadora con tanto dígito para cuantificarlo: “Los mejor que puede hacer un niño yonqui es morirse muy pronto, morirse en el parto, en la incubadora, en los brazos de la matrona que trata de calmar los espasmos del síndrome de abstinencia”. Nada es crucial es una gran mentira disfrazada de vida cotidiana, de rencor de bata blanca y credo por rezar: “Hasta los ratones del laboratorio acaban habituándose al laberinto de metacrilato que conduce a las galletas, aunque finjan ansiedad y palpitaciones para no decepcionar a sus observadores”. Nada es crucial es la epopeya suburbial, y no tan suburbial, que recuerda, por momentos, a actividades y seguimientos del camino Neocatecumenal (en lo bueno, y en lo menos bueno), en ese limbo (no sé si con los cambios en el neocatolicismo con Sumo Pontífice con serie en Disney+ sigue existiendo el limbo) en el que todo es confuso, brumoso y beatífico hasta que deja de ser beatífico: “Los cristianos sólo creen en el dios de la cruz, peor Dios toma otros nombres y otros cuerpos y otras figuras, figuras mucho más hermosas que la de un hombre torturado. Dios se esconde detrás de cada cosa viva, hay un poco de Dios en el monte, en los ciervos y en las vacas, y hay otro poco en ti y en mí, pero tú vives de espaldas a Dios, de espaldas a Dios y a los dioses”. Nada es crucial también va de envidias, de las envidias de toda la vida, de las que juntan a mujeres con niños y a niños con mujeres: “Los débiles y fugitivos rabiaban. Ellas se echaban las manos a la cabeza, diciendo cómo puede, delante de nosotras; ellos se mordían los puños pensando cómo pudo y no nosotros”. Y en la vida siempre “es preciso buscarse un lugar, un agujero, una manta, un bocadillo, un trabajo, una distracción”. Hasta hay momentos de ilusión, creerse, o creer, o aparentar ser “feliz como un poeta del diecinueve”. Pero siempre hay un infierno peor que vivir en casa ajena, aunque tengas en el recuerdo una colección de pecas incontable o de cualquier palabra que empieza por in: “Cada uno piensa, cada uno escarba su manera de no dejarse comer por los gusanos”. Pero hay cascabeles que te atraen y tobillos que te atraen y pecas que te atraen y no dejan de atraerte, aunque escojas una carrera sin salida como Filosofía, o Historia, o lo que no tenga salida. Nada es crucial, con su uralita de fondo, de esa que se escucha cuando llueve, y se vuelve a escuchar con fondo de chispea, y los tebeos son refugios y las clases de Geografía también ayudan como pasa en la página 198. Lean, que las capas atmosféricas, sin ser del nandrolono, juegan al pie y juegan muy bien. Pero todo se tuerce, los bajos de ocupación y los pisos de estudiante, y las barrigas que llegan sin avisar porque cuando avisaron no estabas consciente: “Magui recuerda algo que apuntó en clase de Estadística: el suicidio es la primera causa de mortalidad entre las mujeres de treinta años”. Pero nos queda trinchera, porque “las guerras del siglo XXI son guerras espirituales, no políticas ni territoriales, como en el siglo pasado. Ni siquiera son guerras económicas. Es más fácil y más barato comprar un país, invertir en él a través de grandes corporaciones que invadirlo. Si se invade un país no es porque se quiera hacer negocio y ganar una fortuna sino por una idea superior”. Superior o panza, que diría Ginés Caballero. Y todo es mentira y, pese a todo, Nada es crucial.

lunes, 17 de abril de 2023

Thatcher: el legado de hierro

En esas que estoy viendo el West Ham Vs Arsenal, con toda la liga en juego, y el descenso, y las pompas de jabón con el 1-2 antes del descanso (que no recreo, que no segmento de ocio), y haciendo zapping llego a Thatcher: el legado de hierro, casi como el defensa de aquel Adams, de otro tiempo, de otro Arsenal, de otro alcoholímetro. Curioso, que no casual, que los culturetas anduvieran por La Mancha (no la del Canal, la otra, la del que antes el Word cambiaba por almidonar al director de cine) y estuviera Rosa Belmonte hablando de Sara Montiel, que también falleció un 8 de abril… Del 1979 a 1990 dice al comienzo Thatcher: el legado de hierro. Casi nada. Y los subtítulos, de fondo, subtitulan una canción que dice: “Nos reiremos cuando Thatcher muera, aunque sabemos que no está bien”. También decía Rosa Belmonte, hablando de Sarita, que olía a cocodrilo. Doña Margarita no sabemos si olía a cocodrilo, pero que sacaba los cocodrilos a relucir si hacía falto eso está asegurado. Muy asegurado. “Fomentó la codicia de los banqueros”, dice uno de los que celebraba la muerte. Viva el fomento y los ministros de fomento, sean de lo que sean (no sé si era del hombre de la camisa verde, o de alguien verde, o de alguien con mucha verde en el cuerpo). Ministra de Educación, para empezar con las responsabilidades. Neoliberalismo, Milton Friedman y todo ese gran invento que lo iba a solucionar todo. Viva el nuevo mercado, viva el libre mercado, viva todo la mentira de los ultramarinos. O no. Y la candidatura para el conservador a mitad de los 70’s sin ser hombre ni participar en la II Guerra Mundial. Y como todo es mentira, asciende con un publicista al lado, con un productor de televisión. Y puestos a vender la mentira, vivan los orígenes humildes, los pueblos pequeños, el cambio de ropa: adiós a perlas y sombreros. Vivan los delantales de cuadritos. A fregar platos con el mandil. Y todo, televisado. La inflación y hacer la compra con una libra. La balanza de la compra. El sobrecito y la metáfora. Fotitos con la señora de los rulos en la cabeza y el pañuelo. Discursos contra los ruskis y la etiqueta, contra los ruskis: Estrellas rojas contra la Dama de Hierro. Conservadora, radical liberal y lo que hiciese falta. Cese total de inmigración. Como si fuera tan fácil. ¿Pena de muerte? ¿Bancarrota en el Imperio Británico? ¿El FMI obligando a ese “Invierno del Descontento”? Subraya el documental palabras como disciplina, retórica o toma de decisiones. 43% contra 40%. Y los atentados, y el director de campaña, y los daños colaterales. Y se disparan las balas y los asesinatos y los atentados. La locura. Desindustrialización acelerada. Caos ochentero. Y Ken Loach, el que faltaba, aplaudiendo las marchas antidesempleo. Y las altas tasas debilitando sindicatos. ¿Cómo lo hubiera hecho otro? Lloviendo piedras, incendiando calles, disturbios liverpoolianos, andamios voladores. Irlanda del Norte trasladada en su versión más callejera. El IRA, y el IRA Provisional y sus bajas por huelga de hambre. Y el 82 y Las Malvinas, y las mentiras y las crisis irreales que van a una velocidad en la que aplaudir no es solo suficiente. 1000 soldados muertos y globos de colores con la capitulación argentina: la engañaglobos (esa si era del hombre de la camisa verde). El Mar del Norte, el petróleo, la división de la izquierda, elecciones anticipadas y el 83 con un paseo, y no solo militar. Político, también político: “Las batallas en la paz son más difíciles de ganar que en la guerra”, dijo la Dama. Y entonces, el sindicato del carbón, Waterloo para Ken Loach. Y policías, y piquetes, y esquiroles, y entrenamiento para demostrar fuerza: la batalla de Orgreave y el “enemigo interno”. Y más bombas, hasta en la convención conservadora, y la Dama salió, huelga tras huelga, fortalecida. Y las mujeres contra el cierre de las minas, y las contradicciones de luchadora contra luchadoras. Y más de Ken Loach: “Descubrir que eres un héroe en tiempos de guerra no justifica la guerra”. Y el fin de la huelga, y volver a currar, grieta sobre grieta, y división tras división. Y la Bolsa, la desregulación, la opacidad y el paraíso fiscal. Viva el consumismo. Todo mentira, todo con pies de barro: adiós al socialismo británico. Y en el 87, otro triunfo electoral. Pero la caída del muro, hace que el enemigo del este desapareciera. Pero su antieuropeísmo, su sentimiento antialemán, el euroescepticismo empezó con ella. La hija del tendero empezó el Brexit, aunque no nos dimos cuenta. Y la misoginia, y el poder, y la historia de siempre. Y tras once años y pico, adiós a la dama, pero el hierro se quedó allí. Ultramarinos para todos: “El legado de Thatcher es el país esquizofrénico que tenemos hoy”. Coda: Que no falten los himnos.

domingo, 16 de abril de 2023

1923. Primera temporada.

“La esperanza es peligrosa. Te engaña y te hace ver un mundo que nunca se hará realidad”. Esa frase, del principio del cuarto capítulo de 1923 viene después de la catarsis del tercero, que aquí, a diferencia de otras obras taylorsheridianas, la sangre pasa del uno al tres. Sangre para todos y ausencia de milagros en esa juerga de lugares subterráneos y amaneceres raros, de coches y caballos, de tigres y matrimonios concertados, de enterrar y volver a enterrar y no parar hasta que todo esté encerrado. Deja, desde ese rancho que nadie quiere pero que todos desean, un aliento de tristeza y decepción, porque nunca conseguimos todo lo queremos. Todo es mentira, pero a veces las mentiras cansan. Médicos sobrios a los que es difícil encontrar sobrios. “No me gusta esta fiebre”. Pero leones y tigres, elefantes muertos y restos de hienas siempre nos encontramos por el camino. Lo peor de lo peor, que diría el otro. “Matar al rey no te convierte en rey, te convierte en asesino”. Y la jodida esperanza, y lo que no espera y no llega, y lo que llega y no te lo esperas, y las confianzas de toda la vida. Que no. “La guerra no es vida. Si la locura se pudiera tocar, eso es la guerra”. Cartas, cartas, cartas: “Si quieres que te maten, ansía una carta”. Y las goteras que hacen ver lo que éramos y no somos: “No soporto hacerme viejo y ver que el cuerpo me traiciona”. 1923 cuestiona la irracionalidad de la persecución social, del mestizaje, de la existencia de clases, de la necedad y la huida sin motivo y con motivo, y hasta la misma existencia de Dios: “Si era hijo de Dios, y existe el cielo, seguro que Dios ya lo ha dejado entrar. Pero si usted dice que hay que cavar y hacer un agujero, es que no existe el cielo”. Y en esas estamos, esperando los cielos, con o sin valle cerca.

martes, 11 de abril de 2023

Los chicos de Hidden Valley Road

“La enfermedad les aterroriza, no quieren ni pensar en ella”. Esta frase aparece en la página 405 de Los chicos de Hidden Valley Road (en la mente de una familia americana) de Robert Kolker y traducido por Julio Hermoso, pero valdría para muchas de otras páginas de este libro que es, a la vez, una clase de ciencia y una novela de terror, una historia de abusos y la consagración de la negación, una paranoia interminable y un cuento gótico en el que todo lo que imaginas es superado en el siguiente capítulo. Y después de ese capítulo, otro, y otro, y otro más. “Todos tenemos historias que nos gusta contarnos”. Sí, pero lo desagradable, tiende a separarse, a apartarse. Tendemos, con pinzas de madera, a agachar la cabeza cuando no queremos ver algo. Pero ese algo, de pronto, llega a nuestra familia, y se queda. Para toda la vida y hasta la muerte. Y no se larga. Nunca. “Ser un Galvin significaba no dejar nunca de andar detonando cargas explosivas en tu recorrido por el campo de minas que era la historia de la familia, enterradas en lugares extraños, escondidas por pura vergüenza”. Secretismo, abusos, locura, terapias, nombres y más nombres de múltiples medicamentos, pastillas equivocadas: todo mentira. Y la desesperación, la escapada, el síndrome de Jerry García y los Grateful Dead, el estar sano y desear la muerte de los hermanos enfermos. No es fácil de entender todo lo que se cuenta en LCDHVR, como no es fácil de entender casi nada en esta vida. Reflexiona el autor en LCDHVR sobre la carestía y la lentitud del avance científico: “También han continuado las disputas sobre lo biológico frente a lo adquirido, aunque a un nivel más atomizado. Si la conversación giraba antaño en torno a Freud ahora es sobre la epigenética: los genes latentes, activados por desencadenantes medioambientales. Los investigadores ahora discuten sobre qué podría estar actuando como desencadenante: ¿algo ingerido como la marihuana, o algo infeccioso como una bacteria?”. Aunque, a la hora de sacar conclusiones, yo solo veo desconcierto, o más dudas, o más errores disfrazados con un barniz que huele muy bien y brilla mucho, pero que pasado el tiempo borra esa falsa imagen y muestra una fachada vieja y con muchas grietas: “Cada año hay más pruebas de que la psicosis se halla dentro de un espectro, con nuevos estudios genéticos que muestran un solapamiento entre la esquizofrenia y el trastorno bipolar y el autismo. La investigación más reciente sugiere que un número sorprendente de nosotros podría estar al menos un poquito enfermo mentalmente: un metaanálisis publicado en 2013 descubrió que un 7,2% de la población general ha experimentado alucinaciones o delirios; otro estudio de 2015 sitúa la cifra en el 5,8%”. Pero hay algo más que genética en LCDHVR: “De un modo u otro, somos producto de las personas que nos rodean, la gente con la que nos toca crecer y la gente con la que elegimos estar más adelante. Nuestras relaciones pueden destrozarnos, pero también pueden cambiarnos y restaurarnos, y nos definen, aunque nunca lleguemos a ver cómo sucede. Somos humanos porque las personas que nos rodean nos hacen humanos”. Y más medicamentos, y recitar el credo niceno, y esas peleas entre hermanos que nunca acaban, y la presencia de la policía en la casa familiar y muertes que nunca cesan: “Una de las consecuencias de sobrevivir a la esquizofrenia durante cincuenta años es que, antes o después, la cura se vuelve tan dañina como la enfermedad”. Como en Juegos de guerra, la única manera de ganar es no jugar: “La clave para comprender la esquizofrenia es que, a pesar de un siglo de investigaciones, dicha clave continúa siendo esquiva”. ¿Qué sería de nosotros sin delirios? ¿Qué sería de nosotros sin alucinaciones? ¿Qué sería de nosotros sin voces en nuestro interior? En la página 49 nos dice el autor lo realmente importante sobre la esquizofrenia: “Levantar un muro y aislarse por completo de la consciencia, primero de forma lenta, después de golpe, hasta que ya no eres capaz de acceder a nada de aquello que el resto de personas acepta como real”. ¿Uno de cada cien? ¿82 millones de esquizofrénicos? ¿Sabemos el nivel de locura que puede llevar al resto de personas que están alrededor de ellos? Al final, son más las preguntas que las respuestas, y quizás, por eso, siguen siendo tan atrayentes las páginas de LCDHVR. Habrá que volver a ellas.

sábado, 8 de abril de 2023

Grace. Tercera temporada.

Fiestas que no siempre acaban en fiesta, cámaras que buscar, un 2012 sin solución, amigos que se te meten en casa porque besan personajes ajenos a sus esposas. Grace es revisión, como en las temporadas anteriores; Grace es declaración, y trabajo de oficina; Grace es la búsqueda de un merodeador, de una furgoneta blanca, de desesperanza en una década y pico que nunca acaba: “A veces las pruebas se traspapelan”. También reflexiona sobre el desprecio a las víctimas del pasado, a una falta de trato cuando lo que hace falta es buen trato e intentar mitigar el dolor. Látex y música hermosa, clásicos para un dolor que usa la sutilidad. O no. Todo es mentira hasta en los peores detalles. Gatos y garajes, escapadas y trajes rosas, tinte en un pelo que nunca destiñe porque el martillo es más fuerte que el dolor. Cambios, evolución, planificación, confianza. El mal lo tiene todo. Necrófagos sin rostro. Negro sobre negro. “Todos cometemos errores cuando estamos aprendiendo”. Accidentes y huidas de decisión. Anillos y preguntas, doce palabras que no suman más que silencios de rencor. Hijos y ausencia de hijos, y relojes, y Córcega en un oído, y el ojo por ojo, y las enseñanzas de la cárcel, y la pasión por el hermano, y los talleres y los espejos y lo que pudo ser y no fue. Y lo mejor estaba en el final, con esa disyuntiva de encontrar lo que no se quiere enterar, de sacar del fuego las peores cenizas, de esconder dentaduras entre cerdos, de buscar tejidos imposibles en trajes aún más imposibles. Sin grandes arabescos, Grace continúa creciendo y nos deja interrogantes a los que habrá que darle respuestas.

viernes, 7 de abril de 2023

1883. Primera temporada.

Fuego, indios, flechas, mujeres en el suelo, mujeres corriendo, cabelleras cortadas. Con los primeros minutos de 1883 te haces una idea, pero si ya has visto a los Dutton en Yellowstone sabes que la sangre es denominador común. Del mínimo común múltiple, o múltiplo, o como se llame eso de los que hablan los matemáticos, de eso ya hablaremos otro día. Otra época. Otra vida. Y como en Yellowstone, también hay llanto en hombres hechos y derechos, que eso es una farsa que los hombres duros no lloran. Y enfermedad, también enfermedad. Que no falte en los dramas de Taylor Sheridan. Y sin indios, lo mismo, pero con otras pistolas, otras armas, otros caballos, otros rifles. La cuestión es matarse, que francotiradores siempre hubo en esa familia, antes y después de Kevin Costner. 1883 es una sucesión de desdichas, de aguas envenenadas y serpientes malignas, de flechas con estiércol, de niños que caen y disparos equivocados, de viejos con consignas y gitanos buscando un futuro en el que no hay nada salvo el Oeste. “Me dije que cuando me encontrara a Dios sería lo primero que le preguntaría: ¿Por qué crear un mundo tan maravilloso y luego llenarlo de monstruos? ¿Por qué hacer flores y serpientes para esconderse debajo de ellas? ¿Para qué sirve el tornado? Entonces me di cuenta: Él no lo hizo para nosotros”. Y si hay que preguntarle a Dios, todos al infierno: “Lo más aterrador de este planeta es lo desconocido”. O no. “Lo buenos de los problemas es que seguirán siendo problemas más tarde. No hay que lidiar con ellos de inmediato”. Y como si fuera Viernes Santo, “he rezado mucho, pero simplemente no ha funcionado”. A veces, parece que sí, o quieres creer que sí, pero no. Creemos en una ilusión óptica, en un alelo que cambia para bien, en un mundo en el que nada es real: “El mundo no está mejorando. No importan cuantos niños haya en él”. Y no va a mejorar, porque “los tiempos difíciles son los únicos aquí”. Y así, siempre.

domingo, 2 de abril de 2023

Mayor of Kingstown. Segunda temporada.

En el séptimo episodio de la segunda temporada de Mayor of Kingstown se escucha, entre vallas carcelarias, la siguiente afirmación: “La política es una zorra sin compasión”. Faltaría más. También se escucha: “Si no hay uno malo, ¿cómo podemos seguir siendo nosotros los buenos?”. Todo mentira. “La discreción es un lujo para tiempos de paz. Y ahora estamos en guerra”. Y apostillamos, todos a una: “La guerra solo acaba cuando firmamos el tratado de paz”. Pero es mucho más. Es el odio hecho personas, la negación figurativa, los esclavos de un mundo en el que no hay horizonte porque es un hoyo. Un simple hoyo: “A todos nos pasan cosas malas. Solo somos ítems en la lista de tareas del diablo”. Y una mole de color negro, hablando de seres bíblicos, añade: “Imagino que no rezáis a Dios por aquí, porque si lo hicierais no estarías mirando al demonio”. Quizás sea eso, o quizás hemos aguantado demasiado. O no. Quizás lo peor esté por llegar: un llanto en un hospital, en otro hospital. En una sucesión de hospitales, en unas tiendas de campaña convertidas en cárcel, en una vida de pesadillas porque somos prisión dentro de prisión: “Kingstown no tiene sueños, así que debe ofrecer pesadillas”. Y ya puestos a hacer nuestro Waterloo particular, hay recordatorios en esta segunda temporada de Mayor of Kingstown de Napoleón, sus cartas, sus batallas, su ausencia de respuestas, de los manicomios que controlan los internos, de suicidios que son escapes, del recuerdo de una noche en un barco y de la existencia de un verbo que se llama dormir aunque casi nunca se ponga en práctica: “La mentira era tan perfecta como lo puede ser el amor. Una perfecta ilusión para quien lo recibe. Y aún más para quién lo da, porque el que lo da recibe adoración y poder, ambas cosas. La mentira nunca te traiciona. Nunca te abandona, nunca envejece, nunca enferma de cáncer. Es perfecta cada vez que la fabricas”. En Kingstown no hay plan porque “todo el mundo tiene un plan hasta que le pegan un puñetazo en la cara”, y de pequeños empezaron todos a sufrir golpes. O a sufrir, a secas. Y eso es lo que nos queda, porque “un mundo amable no existe, lo único que haces es postergar lo inevitable”.