viernes, 7 de abril de 2023

1883. Primera temporada.

Fuego, indios, flechas, mujeres en el suelo, mujeres corriendo, cabelleras cortadas. Con los primeros minutos de 1883 te haces una idea, pero si ya has visto a los Dutton en Yellowstone sabes que la sangre es denominador común. Del mínimo común múltiple, o múltiplo, o como se llame eso de los que hablan los matemáticos, de eso ya hablaremos otro día. Otra época. Otra vida. Y como en Yellowstone, también hay llanto en hombres hechos y derechos, que eso es una farsa que los hombres duros no lloran. Y enfermedad, también enfermedad. Que no falte en los dramas de Taylor Sheridan. Y sin indios, lo mismo, pero con otras pistolas, otras armas, otros caballos, otros rifles. La cuestión es matarse, que francotiradores siempre hubo en esa familia, antes y después de Kevin Costner. 1883 es una sucesión de desdichas, de aguas envenenadas y serpientes malignas, de flechas con estiércol, de niños que caen y disparos equivocados, de viejos con consignas y gitanos buscando un futuro en el que no hay nada salvo el Oeste. “Me dije que cuando me encontrara a Dios sería lo primero que le preguntaría: ¿Por qué crear un mundo tan maravilloso y luego llenarlo de monstruos? ¿Por qué hacer flores y serpientes para esconderse debajo de ellas? ¿Para qué sirve el tornado? Entonces me di cuenta: Él no lo hizo para nosotros”. Y si hay que preguntarle a Dios, todos al infierno: “Lo más aterrador de este planeta es lo desconocido”. O no. “Lo buenos de los problemas es que seguirán siendo problemas más tarde. No hay que lidiar con ellos de inmediato”. Y como si fuera Viernes Santo, “he rezado mucho, pero simplemente no ha funcionado”. A veces, parece que sí, o quieres creer que sí, pero no. Creemos en una ilusión óptica, en un alelo que cambia para bien, en un mundo en el que nada es real: “El mundo no está mejorando. No importan cuantos niños haya en él”. Y no va a mejorar, porque “los tiempos difíciles son los únicos aquí”. Y así, siempre.

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