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martes, 25 de abril de 2023
Vivir con nuestros muertos
En la etiqueta del precio de Vivir con nuestros muertos de Delphine Horvilleur se define el asunto como libro de autoayuda o espiritualidad. No sé el nombre de la persona o personas que se dedican a esa cuestión, pero está claro que no se leen los libros (o no se leen todos los libros, o todos los libros enteros) . Vivir con nuestros muertos va mucho más allá porque hace pensar. Y mucho. Ilustra con palabras duelos y quebrantos de una rabina, la falta de palabras cuando lo que hace falta son palabras; la falta de consuelo cuando lo que se necesita es consuelo. Repite mantras atemporales (sobre lo que decir y no decir cuando llegas a un velatorio, o a un entierro, aunque no incide en mi clásico “No tengo palabras”). También es una introducción a la lengua hebrea y a muchos de sus matices, y la historia de los libros sagrados para los judíos. Pero sobre todo es un libro de historia, es una historia que nos hace pensar en algunos de sus fragmentos de todo lo que no hemos preguntado a los supervivientes del Holocausto (aunque es imposible saberlo todo, o todo lo que deberíamos saber). Es repetitivo en cuanto a los chistes judíos (ya se los hemos escuchado antes a G.A.), pero deja buenas frases y desmitifica los mitos de lo que desconocemos (que en mi caso, respecto a Israel, su religión, sus libros sagrados, sus tradiciones y sus leyendas es todo). Escribe DH que “nada te hace más judío que decir que no eres un judío bueno, y que de hecho es muy judío pensar que uno no es quien debería ser”. Repito mucho, ya que mis alumnos que deberían repetir no lo hace por unas leyes absurdas (aquí entraríamos en debate con Marta en Pausa), que soy un chiste ambulante, pero Horvilleur dice que “hay que ser muy pero que muy grande para estar en condiciones de proclamarse insignificante”. Quizás sea eso, porque todo es mentira. Sobre esa locura que fue la Shoá, nos deja buenas relfexiones: “En la mayoría de las familias de descendientes de la Shoá se reconoce esa dureza característica: ¿Sobrevivieron porque lo eran o se volvieron así para sobrevivir? Nadie es capaz de dar una respuesta”. Y esa locura no tiene explicación lógica: “Para hablar de Sarah hay que relatar la Historia, y no solo la historia; hay que recordar lo que el Hombre le hizo al Hombre, para que todas las generaciones lo recuerden”. Pero lo hace con un buen sentido, que no siempre los recalcitrantes entienden bien: “Cuando se conoce la historia judía y su sucesión de catástrofes y dramas, una se pregunta con una pizca de ironía si no sería menester de dejar de dar gracias a Dios en cada generación por su intervención milagrosa, por ver si algo cambia”. Pero las secuelas del Holocausto siguen, porque “a menudo, los hijos nacidos después de la catástrofe se convirtieron en padres de quienes les habían dado la vida”. Nos muestra también el dolor que no tiene lógica (los asesinatos de los miembros de una revista satírica) y el dolor personal, el de un amigo hasta su entierro. No sé si autoayuda o espiritualidad son palabras, o las mejores palabras, para etiquetar Vivir con nuestros muertos. Escribe DH: “No hay nada más peligroso que hacer hablar a los muertos, pero nada es más sacrílego que hacerlos callar”. Subraya, y con mucha razón, el oscurantismo actual hacia la muerte: “Cada vez menos gente muere en casa como para proteger a los vivos de la morbosidad que no tiene cabida en el espacio doméstico”. Añade: “Hoy día es raro que sepamos si hay un vecino agonizante en nuestro edificio, y evitamos hábilmente pensar en quienes en otros tiempos expiraron en nuestros dormitorios”. Ese oscurantismo, esa forma de dejar a los niños o los adolescentes fuera de entierros y velatorios que ha aumentado con el COVID: “La pandemia también ha alterado los ritos funerarios y el acompañamiento en el duelo”. Pero también la pandemia fue un bofetón aunque a algunos les vino bien (como bien dijo el amigo Andrés, “que Dios me perdone, pero el confinamiento me vino de puta madre”). Algo así dijo, algo sí (y lo entiendo, aunque no le doy la razón). Apostilla la autora: “La muerte había entrado sin permiso en nuestros espacios de vida”. Y sigue: “O, mejor dicho, nos recordó que nunca se había marchado, que campaba a sus anchas, y que nuestro poder se reducía a escoger las palabras y los gestos que pronunciaríamos en el momento en que ella se manifiesta”. Pero tampoco es nuevo, o nueva, o nueve, y si no es nueve pasamos a otros dígitos: “Mi madre nos tenía prohibido entrar en un cementerios. Antigua superstición askenazí: no acercar a los niños a la muerte. Supongo que así imaginan mantenerla a una distancia hermética”. Y el silencio, porque muchos prefieren el silencio: “Nieta de supervivientes mudos era yo”. Pero eso siempre queda en las retinas: “Nadie puede mirar a la muerte a la cara sin conservar un rastro en los ojos”. Pero ese momento, ese silencio siempre lo tenemos: “ Por más que cada uno de nosotros sepamos que vamos a morir, el hecho de ignorar el cuándo y el cómo lo cambia todo”. Pum, pum, pum: “No hay que embellecer la muerte ni someterla a procesos de estetización; conviene evitar que sea objeto de una fascinación o una atracción contra la que nos advierten los sabios”. Pero al final va a ser verdad eso de la autoayuda: “Una renuncia al control de lo que nos sucede, una aceptación de que la vida pertenece a los vivos”. Y más: “Es nuestro deber respetar los deseos de los muertos, pero también reconocer el límite de lo que ellos nos imponen, y la posibilidad de escoger la vida”. Mentira. No fue la última vez que pensé que podemos, o tenemos la posibilidad, de escoger la vida. O intentar escoger la vida. Y esos proverbios yidish de los que se acuerda la autora: “El hombre hace planes y Dios se ríe”. Mi mujer lo simplifica con el “hombre propone y Dios dispone”. Al final escogemos, aunque sean palabras que lo dulcifican todo. O nada. Y las exequias. Pero todo está tamizado, todo variado por el tiempo, todo mentira: “Aquel suceso estaba extraordinario estaba filtrado por el paso del tiempo y la reescritura de los recuerdos, a la que ninguno de nosotros es capaz de sustraerse”. Pero la muerte sigue así, a su ritmo, y siempre nos alcanza: “Acompañar la muerte de los demás no me ha inmunizado contra la aprensión de cruzarme con ella. Desconfío de quienes aseguran que a morir se aprende y que existe un método infalible para decidirse a aceptarla”. Tierra sobre tierra: “No hay clases ni plan de estudios que optimicen el fallecimiento en un semestre”. Pero el infierno, la muerte, la vida y esos tiempos muertos que no son solo de baloncesto tienen distintas características en cada uno: “La trayectoria de cada individuo al enfrentarse a la muerte es única. No hay estandarización posible que resuma la envergadura de las emociones humanas, ni una modelización uniforme que resuma el recorrido de cualquier ser humano que se dispone a morir”. Y en esos trayectos, entre Rabin, y el Eclesiastés, y Moisés, la autora asegura que “en ocasiones, la paz resulta agobiante cuando anuncia sin ruido la tormenta que está por venir”. Subraya, con azul y blanco, esa importancia de la “fuerza de un catastro bíblico” que lleva al manicomio total: “Rabin fue asesinado por un sionismo de propietarios, un nacionalismo mesiánico que ve en la tierra la señal de la redención prometida. Para el asesino, había que impedir a toda costa que un hombre diera a otros hombres unas tierras que nos pertenecen para siempre jamás. No podía perderse ninguno de esos territorios, aun yendo en contra de la paz, porque Dios nos los atribuyó a través de unos textos. Y entregarlos iría contra Su voluntad”. Y Caín contra Abel, posesión contra vaho: “Todo o que construimos con firmeza acaba deteriorándose o desapareciendo, mientras que lo frágil, efímero y falible deja en el mundo –paradójicamente-- huellas indelebles. El vaho de las existencias pasadas no se evapora: sopla en nuestras vidas y nos lleva allá donde jamás creíamos que iríamos”.
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