sábado, 22 de abril de 2023

Una salida honrosa

En Una salida honrosa todo está pendiente del dinero. Solo importa el dinero. Todo es Michelín, o similares. Todo es un banco. Todo una familia, o la endogamia, o la comida con tu cuñado, que a la vez está casado con tu prima, a la vez que tu tía con su tío. Todo es Conchinchina, todo puerta cerrada, todo “suicidio por ahorcamiento” en un trabajo que era esclavitud. Y en mitad de esa epidemia de suicidios, desde la metrópoli todo se ve distinto. Se guarda un minuto de silencio, un segundo de silencio, o no se guarda nada. Cosas que pasan en Indochina, cosas que pasan y se quedan en Saigón, cosas que pasan como que “en la plantación murieron el treinta por ciento de los trabajadores: más de trescientas personas”. También hay anécdotas porque hay políticos que defienden a los porteros (“tan gran amor a un gremio injustamente despreciado, a esos testigos pasivos y menesterosos de nuestra vida, que nos reparten el correo, expulsan a los inoportunos y sacan la basura”. ¿Y quién era la basura en la Conchinchina? ¿Quién? ¿Quién coloca a ciertas personas en una portería, en un Consejo de ministros, en un consejo de administración? En Una salida honrosa Éric Vuillard hace desfilar a políticos, militares y banqueros, a alcaldes de por vida, a represaliados y beneficiados de guerras anteriores que trajinan en la guerra que parecía no acabar nunca y que fue un negocio para la mayoría menos para los muertos en el conflicto. Porque, Vietnam, fue sobre todo muerte. Millones de muertes, décadas inacabables, cambio de cromos en un álbum que no paraba de sumar páginas para poner caras a parecidas a muertos parecidos. O similares, aunque “los sastres no son lo que eran”. Nada es lo que era: “Los hombres de negocios y los políticos tienen problemas de abultamiento, de redondez. La culpa la tiene en parte la edad, pero la causa principal de esta deformidad es el salario, los sobresueldos, los sobornos”. Y todo es mentira y “cuando alguien dice la verdad, es decir, tantea en la oscuridad, se nota”. Dinero llamando dinero, que no solo es una canción con Roger Waters: “Y así es como nuestras heroicas batallas se transforman una tras otra en sociedades anónimas”. Esa política, llena de tipos convertidos “en un Carlomagno de pacotilla”, es lo que vemos en ese lugar concreto y espacio específico en el que “hay un momento en política en el que todas las convicciones encallan, en el que las buenas intenciones naufragan”. Siempre repito, porque me repito mucho, que el infierno está lleno de buenas intenciones. Vuillard en Una salida honrosa nos repite también que “somos lo que poseemos” y que al principio se veía que “toda política de capitulación en Indochina sería como de la de Vichy”. Y añade Vuillard: “Capitular es siempre Múnich o Vichy”. Pero al final siempre nos cansamos, y “cuando uno va de rendición en rendición, va a la catástrofe y aún al deshonor” (es más, Vuillard acaba el libro asegurando que allá en 1975, cuando el abandono yanki del asunto no todo el mundo entendió lo que se hizo: “Treinta años para salir así del escenario. Quizás habría sido mejor la deshonra”). Ya no se habla de deshonra, ni deshonor. Eso es de otra época, o quizás nosotros somos de otra época equivocada. Y Dien Bein Phu, y como hay gente que “teme perderse una victoria (…) así se encaminan los hombres hacia gigantescos desastres”. Y el ofrecimiento gringo de las bombas atómicas, y la CIA y John Fuster Dulles, y la caída de Mossapeq, y la de Jacobo Árbenz Guzmán, y la de Lumumba, que no hay nada que toquen los estadounidenses que se salve del desastre: “El macartismo no es en el fondo sino la fachada incorrecta, mediática, donde se orquestó y deliberadamente se puso en marcha el mecanismo de la guerra fría que llevó al mundo al borde del caos”. Y ante el conflicto, la bajada de pantalones podía ser total o parcial, pero siempre con la marsellesa de fondo, aunque todavía no ganasen mundiales de fútbol gracias a las provincias: “Todas las personas que en Francia tienen alguna responsabilidad, militares, políticos, expertos de toda índole, se dividen. Por un lado, los partidarios de un alto el fuego inmediato; por el otro, los de un alto el fuego negociado. Es el caso Dreyfus de los tontos, el Panamá de los cretinos”. Pero los que mandan son los mismos, distintas caras, pero con las mismos apellidos de siempre porque “así podríamos seguir y encontraríamos cien veces a las mismas personas en todos los consejos de administración, en todos los palacetes, en todos los árboles genealógicos”. Y apostilla Vuillard: “Habían decidido en un consejo la política que había que seguir y elegido, en el interés de la entidad y de los accionistas, el camino más lucrativo”. Y el negocio de la artillería, y de la vestimenta, y de los animales disfrazados de soldados y los soldados convertidos en carnicería: “Y en Vietnam cayeron en treinta años, cuatro millones de toneladas de bombas, más que las que lanzaron en la Segunda Guerra Mundial todas las potencias aliadas juntas en todos los frentes. Y eso que Vietnam es pequeño, son muchas bombas para un país tan pequeño”. Y así, hasta hoy. Un buen libro para recordar otro de esos episodios que tenemos en nuestro imaginario colectivo, pero sobre el que no reflexionamos lo suficiente, como tantos otros.

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