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sábado, 28 de enero de 2023
Santander, 1936
Va a saco Álvaro Pombo con Santander, 1936. Marca territorio (en este caso, familiar), sobre lo que pensamos y lo que decimos en voz alta sobre nuestros ancestros, sobre esa familia que algunas veces nombramos y otras, como no puede ser de otra manera, escondemos. O escondemos muchas veces. Y en esa familia, hay estratos, escalones, bigotitos y corbatas, pantalones y camisas bien planchadas, y comida caliente todos los días (que para algo está el servicio): “Sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos, somos niños bien, diga lo que diga José Antonio Primo de Rivera”. Y en esa familia se juega al tenis, se ganan copas, se buscan novias bien, se hace moda, pero hay abandono materno, y se estudia fuera el bachillerato. Escribe Pombo que “solo se acortan las distancias que se guardan”. Pero muchas veces es mejor no guardarlas. Con y sin Falange Española. Siempre tenemos en mente a personas que han nacido viejas (y no solo en el rostro o en su benjaminbuttnismo), pero Álvaro, el protagonista de esta novela “era o se sentía reviejo a los diecisiete”. Reviejo. Se subraya ese reviejo en contraposición a su padre, ya enfermo y casi sin salir de casa, pero de mente republicana y burguesa de buen salón, de buena familia, de buen estómago. Y en esas casas, AP le pone énfasis al silencio que rompen los relojes, y “al amor que se llega en lo sombrío”. Silencios y sombras, solo falta la higuera y Antonio Luque te hace un disco. Pero volvamos a Santander, 1936. Y el sol a un lado, porque hablando de amor Pombo le pone el reflejo a la luna. Y va ampliando el álbum de la familia con el tío Gabriel y la tía Rosa, aunque hay temas con los que con la parentela mejor no hablar “ni de política ni de enfrentamientos en la mesa ni en el despacho”. Y los cambios que vienen acelerando, como “todo el mundo en esa década republicana parecía demasiado público y notorio”. Pombo toma el bolígrafo rojo y subraya atmósferas y llegadas de democracias, aunque nunca se sabe si esas velocidades fueron bien utilizadas, bien entendidas, bien desarrolladas. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros de obtener la democracia de sopetón? ¿Hubiera sido fácil utilizarla? Ficciones que nos hacemos en las quijoteras. Podemos hacernos muchas preguntas, pero el desastre, con aquel inicio era cuestión de tiempo en aquella década vertiginosa. Con ese mismo bolígrafo rojo incide el autor en las peleas callejeras, en las que el protagonista perdía la timidez, y la inseguridad y hasta su condición de señorito, lo dijera o no el hijo del dictador: “Ser sociable en estos tiempos le parece a Alvarín cada vez más difícil: hay demasiadas opiniones contrapuestas”. Y Unamuno, y la virilidad, y una Falange retratada y retratable: “No es un partido político más. Es un movimiento nacional. Los partidos políticos existen a base de separarse unos de otros. Ahí tienes a UGT, por un lado, CNT, por otro, los socialistas por otro, los comunistas mismos, aunque sean pocos todavía. Falange no es un partido, es un movimiento espiritual”. Sería fácil jugar a comparaciones contemporáneas, pero no estamos para juegos, por muchos dioses que ponga el tío Gabriel encima del altar: “No me fío de los partidos sin Dios”. Y en el horizonte Asturias y su revolución de 1934, y su extensión norteña y los daños colaterales de los que escribe Pombo: “Hubo tantas personas encarceladas que, al no haber suficiente sitio en las cárceles de Santander, se tuvo que habilitar un barco, el Alfonso Pérez, como cárcel”. Y las guerras y sus leyes, y las comparaciones (hasta se refiere a la Comuna de París de 1871 y al sóviet de Petrogrado de 1917) y los amigos en los que no son tu bando: “Siempre pienso que lo que nos falta (…) es no tener verdaderos amigos a la izquierda”. En esta sucesión de diálogos entre padre e hijo que es Santander, 1936, las treguas no existen porque iban sin freno, y aunque se cite a Maura y a Canalejas, solo había una salida. Y la Iglesia (desde su atalaya), y el arte epistolar (hoy tan olvidado), y la figura de Azaña idolatrada por Cayo (el padre), y los dos bandos y sus indumentarias y sus fiebres, y la decisión de tomar partido (y siempre salimos perdiendo) y lo que no queremos recrear (“rara vez los hijos imaginan el pasado de sus padres”), y las referencias a los Buddenbrook y a Hans Castorp y a esa “Ilustrada izquierda española” en contraposición a la vistosidad anterior de la monarquía, y la excitación republicana y ese Alfonso XIII (“un Rey simpático, un Rey elegante y mujeriego, un Borbón mujeriego”) y la importancia de no tener amigos en política siguiendo el ideal azañista: “Un presidente republicano, un republicano responsable, no tiene amigos, aunque tenga colaboradores o camaradas de partido, porque las amistades son siempre, como en el célebre volumen de los amores en el siglo XVIII francés, amistades peligrosas”. Y el matrimonio roto desde antes de su consagración, y la soledad, y los destinos ignorados. Y los puños y las letras, contraponiendo hijo (“Los puñetazos vienen para eso. La letra con sangre entra”) y padre (“La letra entra con el aliento, con el espíritu. La letra es el espíritu, a trompazos no se aprende nada”). Y las cosas que hacemos sin tener que hacerlas, o que hacemos en un contexto que no es el nuestro. Y esa sensación que deja el libro, con un personaje como el de Álvaro, el hijo, que al principio es atrayente pero que va corrompiéndose o dejándose corromper por una idea sobre la que tiene dudas, pero es su idea. Y esa visión liberal del asunto, siempre que seamos del ramo: “El liberalismo conllevaba una tolerancia propia de comerciante que se toleran entre sí siempre y cuando los negocios marchen bien”. Y la camaradería, y palabras que llevaban a frases que recordar: “Victoria significaba exaltación. Derrota significaba aniquilación”. Y apostilla Pombo poniendo la voz de otro Pombo: “Porque abandonarse a la derrota es derrotismo, es una forma de decadencia espiritual”. Y puestos a sumar, todos restaron, hicieron un Bart y se multiplicaron por cero una y otra vez: “¿No eran el Frente Nacional y el Frente Popular dos expresiones rígidas, frentistas, de una misma voluntad mítica de alcanzar el todo de una sola vez y de golpe?”. Y frases joseantonianas que retumban, y, que, de tarde en tarde, en Santander y fuera de Santander siguen chirriando (“el mejor destino de las urnas es ser rotas”). Y el fútbol que no falte (los dos familiares presidentes del Racing), y la opción de huir y no huir, y la opción de ahorrar y no ahorra y llegar a la ruina (“Fue facilísimo. Fue pasando. Nos arruinamos pensando que el dinero es inmortal”). Y esos sentimientos que no nos embargan, que para eso está el banco (“la tristeza es realismo, piensa Cayo Pombo, la alegría, utopía”). Y de golpe, en la narración, los asesinatos de un republicano en zona republicana y los velatorios sin rezos y con mujeres y los bares de cada bando. Al libro no se le ven las costuras, aunque el final es previsible pero no por ello pierde interés. Un buen ejercicio de memoria, de los que hay que obligarse a hacer una y otra vez.
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