domingo, 5 de noviembre de 2017

Babylon Berlin. Primera temporada.

Con las series alemanas me pasa como con el Atleti: las expectativas son tal altas que luego te llevas el castañazo. Entreguerras, telares, familias hacinadas, trostkistas que quieren acabar con el estalinismo, policías que van de Colonia a Berlín a final de los veinte en busca de cintas porno que esconden secretos, música jazz, bailes que sorprenden, trenes que se saltan fronteras, suicidios, medicamentos que salvan vidas y un 1929 que no tiene marcha atrás. La primera temporada de Babylon Berlín quiere mostrar muchas cosas y a veces, en mitad del show, entre copas y plumas, entre mujeres con cintas en el pelo, no se puede mirar a otro sitio. Bailes que hacen soñar, que sirven para escapar, que los tipos de traje y tirantes se peleen. Imprentas que quieren volar cimientos. Manos que duelen. Farmacias que trafican. Todo tiene un precio, hasta los váteres de madera. Bigotes falsos, platillos falsos, papel de periódico para limpiar el culo. Coches que asustan, cuadros del dictador que asustan, disparos que no asustan pero que si matan. Sado para llenar la despensa. Y todo se para, todo se vuelve inocuo, todo es éter cuándo un tipo con una mancha en la cara, feo desde el nacimiento, te alaba. Siempre hay un tiro de gracia, siempre un charco que nos muestra lo que pudo ser y no fue. Rusos y oros, manifas por el día del trabajo, banderas rojas con las que intentar cambiar algo para que no cambie nada. Información para los camaradas. Solidaridad para que sigan ganando los mismos. Armas, armas, armas, hacinamiento. Miedo entre las masas. Piedras que lanzar. Porras con las que golpear. Intentar escapar. Retiradas en mitad del caos. Sífilis del pasado que despiertan el hambre del presente. Gatos sobre el sillón. Fuego amigo con el que caer. Muertes sin sentido. El frío de la muerte. Buscar un 61 como salvación. Flequillos que lo mismo se mueven al son de un himno o corren por si cae un médico cerca. Todo se va a la mierda cuando se puede ir a la mierda. En primavera no nos podemos rendir. Stalin, ese enterrador de la revolución. Y aprender ruso para leer a los clásicos, como aprende Zoilo con Dostoievski. Marionetas de demencias democráticas, inyecciones sin futuro, agua sin solución, trajes de vuelta sin ida, aullidos y gritos bajo el fuego. Y todo lo demás, bajo una mano y una llave temblorosa, también.