martes, 30 de agosto de 2016

The Night Of

Cinco de la mañana. Después de llegar al ecuador con minúsculas de Section Zero, empiezo con The Night Of. Hora y cuarto para recordar. Mística. O tal vez, no. The Night Of. No será tan mística cuando no todo Cristo, con o sin cruz, habla de ella. Hablamos de Kobe y Lebron. Hablan, sonido de fondo, como El La Oscuro De La Fuerza, de Los Planetas, que escucho mientras tecleo desde la frontera maldita, desde El Carmolí, tierra olvidada de púnicas alcaldesas y excéntricos López (ya tenemos nuevo SuperLópez). Hablan de que si Lebron conseguirá el número de anillos de Kobe. Hablan de su marcha de los Cavs. Habla de la vuelta. También de los 81 puntos de Kobe (hablan de esos 81 puntos pero no hablan de los Raptors, ni de la Calderón, eso solo lo hace la prensa patético franquista y las emes mayúsculas y las cartas con las que más ganas). Octubre de 2014, por cierto. Parece ayer, pero es anteayer, o antes de ayer, o como se diga. También hablan de si el equipo predilecto de Ramón Trecet debe jugar para Melo o para Amare o si el futuro es inevitablemente un caos. Un puto caos. Porque The Night Of, desde su minuto uno, es la antesala del caos. La felicidad es un segundo que se pasa demasiado rápido. Ya lo escribía don Manuel Alcántara, “durase la inminencia, pero la inminencia no dura”. Es verdad. No dura, por lo tanto todo es mentira. Mentira de las gordas, como nuestra exministra y sus guiones y todo lo demás. Volvamos al caos personal, el infierno personificado en primera persona del masculino singular. El niño bien de la familia de origen paquistaní en NY. Experto en matemáticas que se mete en un jardín, en un problema de optimización sin solución ni integradas que te salven te la cárcel o de la silla eléctrica. El buen paquistaní coge el taxi de su padre y sus otros dos copropietarios intentando llegar a una fiesta a la que nunca irá. Ni debería pensar en eso. Pakistaní y fiesta sin la palabra nuclear no puede completar una frase. En mitad de ningún sitio entra una joven en su coche. Quiere ir a la playa en pleno Manhatan. No dice quiero ir a El Carmolí. No. La playa. El buen paquistaní, Naz para los amigos del Islam y de la verdadera religión (que es la que cada uno elige), la lleva al río. Es suficiente. Eso unido a pastillas, cervezas, tequilas y cuchillos y casa en buen barrio hace que el futuro del buen paquistaní sea más negro que el ala ahuecada del cuervo de Carnivale. Muy negro. Después de jugar un poco en posición horizontal (sin hablar de futuro, como buen pakistaní), se despierta, sin pensar en los Raptors, ni en Kobe, ni en Lebron, y la buena samaritana está más muerta que los escombros del cuarto episodio de Section Zero. Muy muerta. Y empieza el caos. Y los polis hacen su trabajo: unos bien, mal y regular en la misma noche (buscad equivalente a estudios de cuarto de la ESO en Yankilandia y sale policía local de cualquier pueblo de España y alguien que cumple su máxima aspiración y todas esas mierdas baratas que nos venden y compramos aunque no necesitemos). Y cuando el caos es total, y la mierda le llega al cuello al buen paquistaní al que ya nos da hasta penita, aparece Turturro con chanclas y eczema en el pie para intentar que el bueno de Naz no sea frito en la silla. Y sí. Hagamos caso a Turturro, el abogado eccemético, diga siempre “No sé”. Siempre funciona. Y eso solo para empezar. Y empiezas a creer de nuevo en la HBO, la de Wire, la de la primera temporada de Oz, la de los Soprano, porque por algo sale el nombre de James Gandolfini en los créditos. Curioso, que no casual. Aunque si la historia transcurriese en octubre de 2016 hubieran hablado de la despedida anual de Kobe haciendo un tour que ni la Piquer. Y, alguien, pausadamente, hubiera hablado de la despedida silenciosa de Duncan, y de la huida hacia delante de Durantula a los Warriors, y de los días que fuimos felices y de que, como titula Jabois a su novela, nos vemos en esta vida o en la otra. Y la duda razonable. Y los asaltadores de geriátricos. Y los funerarios con costumbres peligrosas. Y los asaltadores. Dudas razonables. Duda todo el mundo de ti. Dudan de tu lobo, de tu corona en el cuello, de tu pecado entre los dedos. Y haces cosas, bajo presión, insospechadas. La duda se convierte en algo más que en razonable. Y cuando todo parece que se va a la mierda, o que se fue, o que te metes en la bahía de las banderas rojas, hay un rayo de luz de esperanza. Nada volverá a ser igual, pero queda algo. O tal vez, no. Pero creer es gratis, o parece que es gratis. Casi como la muerte, como la novela de Jabois, como la inminencia alacantariana, como la despedida de Duncan, como el eccema turturriano. Todo es posible, con y sin peces amargos, con y sin jubilación de golf y güisqui barato, con tacones o con deportivos en los pies, con llantos y despachos recogidos. Coda: Y los ojos de los ciervos, y los gatos abandonados, y beber tierra como si no hubiera mañana, porque quizás no tengamos ese mañana como lo habíamos pensado. Pensar nos mete en líos. En demasiados líos. Y todo lo demás. Coda 2: ¿Y si la playa no es la playa? ¿Y si los espectros son cotidianos? ¿Y si una canción no es suficiente? Coda 3: ¿Qué piensan que tengo la lepra? Que se se lo piensen otra vez. O las veces que quieran.