martes, 5 de septiembre de 2017

Glacé. Primera temporada.

Nada como el caballo de un rico para empezar un dramón policiaco. Cuerpo y cabeza separados. 600.000 euros de caballo. Ricos que heredan; hospitales de locos; doctoras poco experimentadas; auxiliares con ínfulas; policías con cuitas demasiado gordas que deben huir; hoteles con secretos; estaciones de nieve que esconden un plan b; planes ecológicos que pueden joder al personal. Muchos asuntos en la primera temporada de Glacé. Muchos. Interrogatorios entre el frío y el suspense. Volvo rojo para tipos confusos. Entornos habituales en el disparadero. Recuerdos de SZ. La sangre en la nariz como recurso, como prófuga de una historia encerrada en un tumor incorregible, en una calavera que solo pide distancia. Cuidar(se) no es una opción en mitad del infierno. Capillas de convivencia; pilas vacías sin agua bendita; dos toques de campana y un móvil que indica la huida; billetes que deben suponer algo. O nada. En el momento en el que todo se va al traste, siempre surge un plan alternativo. Datos alternativos. Rumores. Y en esa batidora de mierda, de nombres falsos, de abusos, de cintas de video, de embarazos no deseados, de compañeros falsos, de fiscales que se aprovechan de subordinados, de enfermos terminales, de periodistas con más o menos escrúpulos, se desarrolla Glacé. A un salto de España, la locura, la desesperación, la huida, el deseo de acabar con todo. Y punto.

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