martes, 30 de junio de 2020

Prodigal Son. Primera temporada.

Nos hemos vuelto unos figuras hablando de plataformas. No. No me refiero a los zapatos. Ahora parece que únicamente lo bueno, lo llamativo, lo ilustrativo es lo de Netflix, lo de HBO, lo de Sky... Pero hay vida más allá. Una de las sorpresas de este confinamiento, de esta paranoia coronavírica ha sido la primera temporada de Prodigal Son. Mucho Freud (o putifroid, como queramos decirlo, porque vaya madre tiene el prota); otro ración de Hannibal Lecter, con el padre encerrado y visitas para consultas; y un ración de las clásicas series policíacas tipo Canción Triste de Hill Street, Policías de Nueva York o CSI. Pero nada, sigamos teniendo ojitos solo para las plataformas... En fin. Vamos a lo que vamos. Prodigal Son va ganando conforme pasan los capítulos, conforme sabemos más de la historia del protagonista y de los coprotagonistas. Y los que tenemos muchos problemas para no dormir, sabemos lo que es ese infierno. En Prodigal Son hay muchos infiernos repartidos. En muchas dosis. Tipos que salvan vidas pero tienen muchas angustias en las suyas: enfermedad, viudedad, cárcel, dependencias, indolencia. De todo, y, a veces, en grandes cantidades. Ha sido una grata sorpresas aguantar hasta el capítulo veinte de la primera temporada de Prodigal Son. Se me olvidaba: también recuerda por momentos a El Mentalista. Historias bien construidas, bien hiladas, bien terminadas. Ojos que miran a otros ojos, historias del pasado que relucen en el postmodernismo de esta serie (en eso si vemos el refrito, en eso si vemos el pastiche bien hecho). Algunos tienen de por vida confinamiento con color naranja, otros confinamiento mental, otros confinamiento existencial. Como si de la historia de un teléfono y un partido político se tratara, cada vez nos apasiona más y no interesa más. Y todo lo demás, también.

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