jueves, 28 de marzo de 2024

Los alemanes

Me desconcertó mucho el comienzo de Los alemanes de Sergio del Molino. No sabía si estaba asistiendo al entierro de un mito, de un Sergio Algora, de un tipo que desborda la imaginación propia y ajena, pero que no es entendido siempre como se merecía. Además, aparecía política y fútbol, pero sin chiringuito, con tipos de estrella davidiana ejerciendo el berlusconianismo en tierras zaragozanas pero sin colchones ni teléfonos. La vida es eso que pasa entre un entierro y otro, me dijo más de una vez el hombre de la camisa verde. Los alemanes es una novela de gente de carné confuso, de música de otro tiempo, de palabras en desuso, pero con los instintos atemporales: los del furor y la sangre. Entre esos entierros a los que estamos abocados a llegar, siempre nos queda un resquicio para la Historia. Los alemanes nos lleva a la historia del último siglo, que es también el periodo que va entre una guerra y otro. La Paz Armada, otra farsa, como también decía EHDLCV. En esa desnaturalización del alma de los clubes de fútbol de la que escribe Sergio del Molino, hemos aprendido que el dinero, como casi siempre, lo es casi todo. Para los que somos muy futboleros, o, directamente, enfermamente futboleros, nos gana SDM al escribir en la página 50 lo siguiente: Sabemos que comprar un equipo de fútbol es como comprar los álbumes de fotos de una familia o su casa del pueblo”. Y este libro es que va, y mucho, de álbumes de fotos, de esos que en un momento te enorgulleces de enseñar a tus amigos, a las personas en las que crees que confías (falso, no tenemos amigos, tenemos gente con la que pasamos ratos, salvo los que van al cementerio y al tanatorio cuando cae alguien de tu familia) y que luego, a golpe de tuit, escondes para que nadie vea, y hasta reniegas de ellos. Y de tus apellidos: “El pasado nunca deja de molestarnos, por eso nos preocupamos por conocerlo tan bien, para asegurarnos de que no nos hace daño”. Reflexiona SDM, sobre el poder de hacer daño de la familia, o del que creemos que nos puede alcanzar en nuestra integridad. Los secretos familiares no se quedan en las guerras, porque siempre había alguien que conocía a alguien que nos citaba, o cita, o citará, porque es así, “qué perversa es la memoria”. En este retrato, de lo que pasó en 1916 y de lo que pasa ahora (“un bar de gente mayor, como son todos los bares de ahora”) no hay medias tintas. Escribe SDM sobre tesoros nacionales (podemos llamar nación a cualquier barrio, a cualquier colonia, a cualquier ciudad) que, antes o después, se agrietan, y hay pintarlos, o, directamente, revisar su cimentación. A esa colonia de alemanes que llega a Zaragoza, se le gruyerea el queso con la proclamación de la II República en España, con el nazismo, con Franco, con todo lo que viene después. Subraya el autor el asunto de la patria, sobre la relación entre profesores (que son maestro y alumno a la vez), sobre la dificultad de las relaciones afectivas cuando se juntan con lo político, porque lo político es todo. El retrato de lo concejil, mezclado con la basura futboinmobiliaria, nos recuerdo a un chófer de Drácula metido a alcalde y, directamente, a la mafia. Los alemanes también es sopranística en lo que describe de informes y sobres con informes, en la debilidad de la palabra dada, porque todo es mentira. En clase, cuando estoy con los alumnos, no siempre es fácil que entiendan el triunfo del nazismo, pero es que ahora no se entienden los tiempos en Historia porque directamente, no se lee. “Las familias siempre mienten”, se lee en Los alemanes. Y SDM, apostilla: “Es mejor hacer caso a los historiadores”. ¿Qué somos? A principio de curso, repito mucho esos alumnos, que no son los mismos cada año, pero a los que cuesta distinguir cada curso porque todo se parece más a todo cada vez, una frase de George Harrison que suena rancia pero en la que hago hincapié: “Prefiero ser un exbeatle a ser un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Las etiquetas, que vivimos rodeados de etiquetas. También leemos en Los alemanes sobre madrigueras de ratas, sobre el carisma mal entendido, sobre el uso de fondos que se desvían, sobre ruinas mal llevadas y, sobre ese pasado que unas veces nos da lustre y otras metemos en el cajón: “No hay que perder de vista nunca el pasado. Quien se olvida está jodido”. Humanismo y narraciones, locura y cuentos prusianos, porque también hay leyendas de santos y recitales nocturnos de niños muertos, madres que son muertas en vida y vidas en las que se nota, demasiado, la muerte. Y a esa sociedad contemporánea de gente con perros y gente que olvida, también se refiere SDM: “Que no nos pongamos elegíacos, qué risa. Si el pasado es lo único que nos queda. No tenemos hijos, nuestra familia termina en nosotros. ¿De qué vamos a hablar, si no es de los muertos y las herencias?”. También hay alusión a la soledad contemporánea, la de individuos rodeados de esbirros y secuaces pero que realmente están solos, pero que solo miran con recelo a la mamá de turno para culpar. Y de la soledad institucionalizada, la última, la del viejo con pañales y babas definitivas cuidado por aquella señora que vino del este, o del este del este, y que ejerce su estalinismo con todo aquello que se acerque al pañal o a las babas. En definitiva, un buen libro para pensar que menos la muerte, todo es mentira, aunque tengamos que ir a Palermo a ver su victoria a caballo.

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