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martes, 11 de junio de 2024
Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?
Leyendo el inicio del libro Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, de Mark Fisher, creo estar escuchando aquellos primeros programas del Videodrome de Gregorio Parra en Radio 3 con Luis Alonso en la narración. Disfruté muchísimo con aquellos programas que grababa en cintas de cassette y que todavía conservo en una vieja caja de zapatos. Aquellas relaciones entre música, películas, libros y series sobre el posmodernismo eran novedosas en una radio que estaba anquilosada en los viejos postulados pero que musicalmente era brillante. En el prólogo, Peio Aguirre subraya el contexto en el que fue escrito este primer libro de Fisher (finales del 2009), e indica que “Fisher presta una especial atención a la cultura musical, pues para él la música es el lugar donde los principales síntomas del malestar cultural pueden detectarse”. A lo largo del libro se hacen referencias constantes a su trabajo en Further Education (Formación Profesional tras la Secundaria), y Peio Aguirre incide que ese trabajo le vale a MF para definir “con precisión las patologías de los desórdenes del hiperactividad juvenil dentro del capitalismo en relación con lo compulsivo de la cultura de consumo”. En ese contexto, partiendo de los 60’s como movimiento pictórico, PA afirma que “el realismo capitalista se afianza con el fin de la temporalidad y el presentismo”. Y apostilla, a continuación: “La certitud de que el futuro nos ha sido prohibido y el pasado se repite una y otra vez bajo la forma de la nostalgia y la retromanía”. La crisis de 2008 fue un golpe de realidad (otro más, seguimos esperando continuamente más y más golpes), y en ese sentido, el prologuista indica que “este libro rezuma el malestar y la rebeldía ante un escenario de cierre sistémico en el que el fin de la historia anunciado al menos desde 1989 condujo a la asunción casi generalizada de que no hay alternativa al capitalismo”. ¿Hay vida más allá de Thatcher y el capitalismo? Y desde el prólogo, vemos que la enseñanza se ha convertido en papeleo, en un Everest de papeleo sin fin: “El otro gran frente por combatir es la burocracia en la educación, ese sistema donde el profesorado mismo es cómplice del régimen de autovigilancia que la mercantilización de la educación promueve”. En el primer capítulo, MF afirma que “es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo” y que “no existe la coartada de las generaciones futuras, ya que no hay ninguna a la vista". Mientras cita El show de Truman, V de Vendetta, Hijos de los hombres, Heat, Batallón de limpieza, Uno de los nuestros, ¡Olvídate de mí!, El padrino, El último testigo, la saga de Bourne Trabajo basura, Sed de poder o Memento, intenta explicar lo que para él es el realismo capitalista: “La idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarse una alternativa”. Añade, que “el ultraautoritarismo y el capital no son de ninguna manera incompatibles”. Citando a T.S. Eliot y Harold Bloom, a Deleuze y Guattari, a Adorno y Fukuyama, a Jameson y Frank Miller, a James Ellroy y Zizek, a Ursula Le Guin y Michael Schudson, a Christina Marazzi, Wendy Brown o Campbell Jones, va dejando pildoritas para que nos traguemos lo que vivimos y lo que nos queda por vivir: “Los campos de concentración y las cadenas de café coexisten perfectamente”. Habla de “peste de la infertilidad” y de que, en ese escenario, debemos preguntarnos: “¿Qué ocurre cuando los jóvenes ya no son capaces de producir sorpresas?”. El pastiche posmoderno, con su impermeabilidad hace que “la tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica”. Y martillea con su simbología: “Una cultura que solo se preserva no es cultura en absoluto”. En este particular, para seguir definiendo el RC, añade que “ese giro de la fe a la estética y del compromiso al espectáculo es una de las virtudes del realismo capitalista”. En ese final del cuento sin Sergio Algora, MF asegura que “la posición de Fukuyama es la imagen especular de la de Frederic Jameson. Jameson afirmó que el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo tardío”. Y remata MF sobre FJ: “Según él, el fracaso del futuro es constitutivo de una escena cultural posmoderna que, como correctamente profetizó, se llenó de revivals y pastiches”. Con la comparación del mainstream y Nirvana, aseguró: “Nadie encarnó y lidió en este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana”. Y clava la púa en la cruz de los Seattle mezclando, como aquel video, sangre y hospital: “Nada le va mejor a la MTV que una protesta contra la MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado y que darse cuenta de todo eso incluso era un cliché”. Y tras Nirvana, la mezcla: “Lo que vino después de ellos no fue otra cosa que un rock pastiche que, ya libre de esa angustia, reproduce las formas del pasado sin ansia alguna”. Pero la sangre fue al Tíber, y todo se vio más claro: “La muerte de Cobain confirmó la derrota y la incorporación final de las ambiciones utópicas y prometeicas del rock en la cultura capitalista”. Y el Live 8 de 2005 como síntoma, como tantas otras cosas, de que “el capitalismo es una estructura impersonal, hiperabstracta que no sería nada sin nuestra cooperación”. En ese apocalipsis, (no solo el de la novela de Ursula Le Guin [La rueda celeste]) en el que nos encontramos, la comparación queda de la siguiente manera: “El capital es un parásito abstracto, un gigantesco vampiro, un hacedor de zombies; pero la carne fresca que convierte en trabajo nuevo y los zombies somos nosotros mismos”. Para MF, el realismo capitalista “es algo más parecido a una atmósfera general que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, y que actúa como una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuinos”. Desde el tercer capítulo, Fisher hace referencia a la problemática de la salud mental: “En el Reino Unido la depresión es hoy en día la enfermedad más tratada por el sistema público de salud”. Añade: “Frente a la enorme privatización de la enfermedad en los últimos treinta años, debemos preguntarnos: “¿Cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial, tanta gente joven, esté enferma?”. Y con su experiencia en los institutos, sentencia: “Ser adolescente británico en la actual etapa del capitalismo tardía podría ser sinónimo de enfermedad”. Y con esos zagales del centro de enseñanza, solo queda la realidad, ese espejo en el que se encuentran y que muestra la “incapacidad de hacer otra cosa que no sea buscar placer”. Y en esa cárcel que es para muchos alumnos ese mismo centro, el aburrimiento es el único recurso del alumno: “Aburrirse es carecer, por un momento, de la gratificación azucarada a pedido”. Ajustándose al tiempo mecánico de reloj, pone una fecha citando al economista marxista Marazzi: “El giro del fordismo al posfordismo tiene una fecha precisa: el 6 de octubre de 1979. Esa jornada la reserva federal aumentó la tasa de interés en veinte puntos, y así preparó el camino para la economía centrada en la oferta, que constituiría la realidad en la que hoy estamos inmersos”. El cambio hace que “el periodo de trabajo no alterna con el del ocio, sino con el del desempleo”. Y en esa alternancia, “lo normal es pasar por una serie anárquica de empleos a corto plazo que hacen imposible planificar el futuro”. Y entonces, catacrac, catacrac y “muchas mentes simplemente colapsan bajo las condiciones de intensa inestabilidad del posfordismo”. Y ya puestos a rizar el merengue de la tarta sin cumpleaños que es la marketinización de la educación, Fisher nos pregunta: “¿Los estudiantes son los usuarios del servicio o su producto?”. Desde el capítulo siete, aparecen las menciones concretas al estalinismo de mercado, “lo que el capitalismo tardía toma del estalinismo, para repetirlo, es esta primacía de la evaluación de los símbolos del desempeño sobre el desempeño real”. En cristiano sin fútbol, resultados: “La evaluación no apunta a las capacidades docentes de un profesor, sino a su diligencia burocrática”. Resultados: “El resultado no es otra cosa que una versión posmoderna de confesionalismo de Mao: se le pide a los trabajadores una especie de autodegradación simbólica constante"p. Resultados: “La recomendación a los docentes de ser más astutos en vez de trabajar más duro”. Nos falta llorar, porque “nuestra cultura es excesivamente nostálgica, proclive a la retrospectiva, incapaz de generar novedades auténticas”. La farsa siempre escoge rostro, ya sea el de Blair o el de Brown. O directamente, el Nany state, porque antes o después, caemos en la conspiración: “ Es obvio que “es la estructura la que genera vicios, y que mientras permanezca, los vicios se reproducirán”. Viva el Principio de Peter y que no caiga en el olvido el desastre de Hillsborogh. En el capítulo nueve, hablando de la Supernany marxista televisiva de Gran Bretaña, se refiere a Spinoza, y el “estado de abyección” de esos niños, si es que pueden considerarse niños. Aunque en la diana, la flecha llega a los progenitores: “Más bien, el problema son los padres. Son ellos los que siguen el principio de placer, el camino de la menor resistencia, y que así causan las mayores desdichas al interior de la familia”. Bájate los pantalones y tolera, padre, tolera: “Para facilitarse las cosas en el cortísimo plazo, los padres acceden a todas las demandas de los niños, que se convierten cada vez más en pequeños tiranos”. Y en esa gran marioneta, nos hacen llegar a momentos indeseables pero quizás, todavía, quede esperanza: “La larga y negra noche del fin de la historia debe considerarse una oportunidad inmejorable”.Antes del apéndice, asegura sobre la crisis financiera de 2008 lo siguiente: “Los rescates a los bancos se convirtieron en la garantía brutal de la insistencia típica del realismo capitalista, a saber, que no hay alternativa. Permitir que el sistema bancario se desintegrara pasó a ser impensable; la solución fue, por ende, una gigantesca hemorragia de fondos públicos hacia el sector privado”. Ya en el apéndice repite el lema thatcheriano de “No hay alternativa” hablando del estrés posfordista y sus múltiples formas, incidiendo que “el monitoreo inagotable y la precariedad van de la mano”. Y con el control de la situación total, asegura que “el trabajo nunca termina: el trabajador debe estar siempre disponible, sin derecho a una vida privada ajena al tiempo de trabajo”. Y todo es negocio, porque “el capital enferma al trabajador, y luego las compañías farmacéuticas internacionales le venden drogas para que se sienta mejor”. ¿Motivos? Es evidente: “Es más fácil preescribirle una droga a un paciente que efectuar un cambio rotundo en la organización social”. En la última entrega del libro, Deseo postcapitalista, escribe: “La aparición de los bienes de consumo electrónicos ha permitido al capital confundir deseo y tecnología al punto tal de que el deseo por un iPhone se vuelve automáticamente idéntico al deseo de capitalismo a secas”. Y en ese espacio, deja otra frase para reflexionar: “Necesitamos construir aquello que se prometió tantas veces pero que nunca se hizo efectivo a lo largo de las sucesivas revoluciones culturales de la década de 1960: una izquierda antiautoritaria efectiva”. Y terminando de joder la marrana, en la 148, nos pregunta MF: “¿Qué nos impide pensar, en definitiva, que el deseo de Starbucks es el deseo reprimido de comunismo?”. Hasta de las fotografías de Fréderic Chaubin habla MK en DC: “Edificios que se parapetan en el colapso de un mundo con otro, en los que los que el futurismo y la ciencia ficción se chocan con el monumentalismo en una especie de cripto-pop casi psicodélico”. En definitiva, una lectura que motiva para hacernos, repetidamente, preguntas y más preguntas sobre lo que podemos hacer cada uno de nosotros para hacer el mundo mejor.
Ursula Le Guin, La rueda celeste
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