jueves, 6 de julio de 2023

Vecinos (libro de Jan T. Gross)

Pienso, metiéndome en líos, en los lugares que había entre rusos y alemanes en la II Guerra Mundial como un frontón, una pared que recibe golpes de unos y otros, pero al final es la pared la que provoca un rechazo más fuerte. Vecinos, de Jan T. Gross nos habla de Jedwabne, que primero quedó en zona de ocupación soviética (del 1 de septiembre de 1939 a junio del 1941) y después en manos nazis. Pienso, metiéndome aún [incluso todavía] en unas manos nazis y las visualizó, quizás porque un nazi no se merecía tener ni manos. Pero eso es manjar de otra última cena y en estos vecinos hay mucho Judas. Quizás, demasiados. Quizás todos seamos Judas en algún momento, aunque nos creamos Malco porque, un día, en un momento de felicidad, escondimos a alguien en un caballón de la tierra. Pienso, sintiéndome raro, en la carnicería que esconde Jedwabne: “La matanza de Jedwabne toca otro tópico histórico relacionado con esta época: el que sostiene que judaísmo y comunismo mantenían una relación de mutuo beneficio”. Sigue Gross: “Así se explicaría, supuestamente, la existencia del antisemitismo en amplios estratos de la sociedad polaca (en realidad de cualquier otra sociedad del este de Europa) al término de la guerra y el papel desempeñado por los judíos en el establecimiento y la consolidación del estalinismo en el este de Europa”. Pienso en el Holocausto, pienso en ese inclasificable proceso que no llego a comprender nunca en su totalidad. JTG asegura que “el Holocausto es, pues, más un punto de partida que un punto de llegada en el incesante esfuerzo de la humanidad por extraer algún tipo de lección de su propia existencia”. Yo no veo lección, ni esfuerzo, pienso en otra cosa, sobre todo porque voy a misa, y entonces pienso en lecciones olvidadas que no queremos poner en nuestras retinas nunca. O casi nunca. En tiempo de melones, cortos los sermones, decía don Patricio. ¿Y en Cuaresma? Nos recuerda Gross, para que pensemos un poco, solo un poco: “La Cuaresma, durante la cual los curas evocaban en sus sermones la imagen de los judíos como asesinos de Cristo, daba siempre ocasión para el estallido de violencia antisemita”. Vecinos que matan a vecinos de los que saben nombre, apellidos, trabajo y color de ojos, y si matas a alguien con quien has compartido tienda y hambre, sudor y crujir de dientes, mal asunto. Y siempre hay, pensándolo, un alcalde responsable (o irresponsable), y sus secuaces, también en esa balanza irreconciliable con la bondad, con la imagen de unas personas que pasan de la felicidad a la tortura vecinal más tarantiniana del mundo que ríase usted de las catanas de Kill Bill: “El alcalde y los alemanes acordaron asesinar a los judíos”. Sigo pensando, y no me lo explico. O me lo explico y no quiero pensarlo más: “Las fuentes que poseemos citan, según mis cuentas, noventa y dos nombres (y a menudo también las direcciones) de las personas que participaron en el asesinato de los judíos de Jedwabne”. Y la turba, con el ruido de una riada, se hizo carne y habitó en aquel lugar que ya vimos arder en El patriota, aunque apartáramos la mirada en el cine: “La muchedumbre de verdugos fue incrementándose a medida que los judíos eran conducidos al pajar en que serían incinerados”. Pienso en esa “muchedumbre de verdugos” y se me vuelven a remover las tripas, si es que tengo en la página 90 tripas, o vómitos que suban hasta el cielo de la boca. Apostilla Gross: “Fue un asesinato en masa en un doble sentido por el número de víctimas y por el número de verdugos”. Pienso en los gritos. Pienso en una imagen fundida a negro y muchos gritos y mucho olor a carne quemada y pienso que no hay reloj que aguante eso, ni biológico ni de agujas: “Duró todo un día, y se limitó a un espació no mayor que el de un campo de fútbol”. Y en ese campo de paja y odio, eran esas caras que reconocían, que se habían pasado alguna vez la leche y el queso, las patatas y el chusco de pan, y lo pienso y no quiero explicármelo: “Y lo que vieron los judíos, para mayor espanto y, diría yo, desconocimiento suyo, fueron en todo momento rostros familiares”. Subraya Gross lo de “verdugos voluntarios”. Cuando nos tocan estos asuntos, más o menos cerca, no siempre queremos visualizarlo y, ni siquiera, darle nombre, mucho menos publicidad, muchísimo menos altavoz: “La matanza de judíos de Jedwabne deja a cualquier estudioso de la historia de la Polonia moderna perplejo y ansioso de explicaciones. Pero en la bibliografía académica no hay ningún tipo que estudie o recoja este episodio”. Pero no solo en guerra, valían también otros tipos. También en la posguerra, hubo pogromos bestiales como los de Cracovia de 1945 y el de Kielce de 1946. Y también piensa JTG: “Al pensar en esta época, no debemos hablar de responsabilidad colectiva. Es preciso mantener la suficiente serenidad de ánimo para recordar que de cada crimen solo es responsable un asesino o un grupo de asesinos”. ¿Vale todo dependiendo del contexto? Escribe el autor que “debemos replantearnos no solo la historia de Polonia durante la guerra, sino también la historia de Polonia de posguerra, y además tenemos que evaluar de nuevo algunos temas interpretativos importantes entendidos por muchos como justificaciones de los resultados, las actitudes o instituciones de aquella época”. ¿Qué parte debemos imaginar y creer? ¿Qué parte nos falta para entender todo el asunto al completo? Quizás, como dice Gross, “todos debemos tener en todo momento la capacidad de poner en tela de juicio esa entelequia preguntándonos cómo encaja un determinado episodio o toda una serie de episodios o incluso un periodo de la historia de nuestros antepasados en la imagen de sí misma que nación nos propone”. El problema con el Holocausto es su magnitud. Es tan enorme, que hemos perdido tantos testimonios que es todo incompleto, aunque nos sirva para pensar mucho y describir el fenómeno, aunque no lo hagamos totalmente. Añade Gross: “Cuanto mayor sea una catástrofe, menos serán los supervivientes de ella. Debemos ser capaces de atender a las voces aisladas que llegan a nuestros oídos desde el abismo”. Pero no se ha hecho, como en pasa en otros lugares, un esfuerzo mayor. Hace hincapié el autor en la ausencia en las obras historiográficas polacas de estudios sobre la intervención de las personas de etnia polaca en el exterminio de los judíos polacos. Y apostilla: “Lo único que propongo es que suspendamos nuestra incredulidad”. Y en esa pantalla de cine con la que nos imaginamos luces y colores (oscuros, muy oscuros) faltan fotogramas, por no decir la película casi entera lo que realmente pasó: “Lo que le ocurrió a la comunidad judía durante el Holocausto tuvo por fuerza que ser más trágico que la representación de los acontecimientos de la que disponemos en la actualidad, basada en los testimonios que han podido conservarse”. Y entonces, creemos, que lo que nos han vendido es todo lo que paso, pero no es así. Una pequeñísima parte es lo que sabemos y de ahí, a especular, porque “en la vida de toda sociedad la guerra es una experiencia que genera mitos”. Y si miramos en cada uno de nosotros, “toda familia tiene sus historias espantosas de ejecuciones, encarcelamientos y deportaciones”. Al final del libro, el autor reflexiona sobre la toma del poder por los comunistas en Polonia entre 1945 y 1948: “Los totalitarismos del siglo XX han utilizado siempre mando de obra de muy distinto tipo. Entre sus colaboradores y fieles más valiosos ha habido siempre personas carentes por completo de principios”. Cita Gross a Voegelin, que, directamente, habla de gentuza: “Nuestro problema es que los inútiles existen a todos los niveles de la escala social, hasta en los más elevados… por eso yo propondría el término neutro gentuza en el sentido de que ni tienen autoridad de espíritu o de razón, ni son capaces de responder a la razón o al espíritu, si en algún momento los aconseja o reconviene… Resulta sumamente difícil entender que la élite de una sociedad pueda estar formada por gentuza. Pero en realidad lo están” (Hitler and the Germans, p.89). Y lo deja claro Gross: “Yo diría que las comunidades cuya población había asesinado a los judíos durante la guerra fueron especialmente vulnerables a la sovietización”. Es más, en la página 150 nos pone ante la hipótesis que debemos hacernos: “Pero llegados a este punto nos sugiere una hipótesis sumamente interesante, que por lo demás invierte un clisé firmemente asentado acerca de este periodo, pues postula que la intervención de los antisemitas y no la de los judíos fue decisiva para el establecimiento del régimen comunista en Polonia después de la guerra”. Hipótesis, hipótesis, hipótesis: “Yo no descartaría sin más la hipótesis de que fue el proletariado lumpen indígena y no los judíos, el que sirvió de principal bastión del estalinismo polaco”. Pero al final, como siempre decimos, no podemos creernos nada. Escribe Gross que “la historia de una sociedad puede ser concebida como una biografía colectiva”. Y sentencia: “Y si en un determinado punto de esa biografía colectiva se sitúa una gran mentira, todo lo que venga detrás carecerá de autenticidad y estará contaminado del miedo al descubrimiento”. Un gran libro para pensar en lo que todavía, quizás, no hemos querido pensar: todo es mentira.

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