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viernes, 6 de octubre de 2023
Vivir deprisa
“Escribo desde ese escenario lejano donde aterricé y desde el que vislumbro el mundo como una película algo desenfocada que se ha rodado mucho tiempo sin mí”. Con esas palabras de la página 15 de Vivir deprisa, Brigitte Giraud, nos mete en “la aceleración más demente de mi existencia”. Antes había escrito, también en esa misma página: “Me mudé sola con nuestro hijo, metida en una secuencia cronológicamente bastante brutal. Firma de la escritura. Accidente. Mudanza. Funeral”. Y no da tregua: “A quien decía que era viuda lo rociaba con un lanzallamas. Pasmada de pena sí, viuda no”. Y luego, las letanías, esas repeticiones, esas preguntas, esas reflexiones que no llevan a ningún destino porque no hay destino posible: “Vuelvo a la letanía de los si que me ha tenido obsesionada todos estos años. Y que ha convertido mi existencia en una realidad en condicional perfecto”. Y ya puestos, pensemos en Death In Vegas, y su Dirge, tantas veces escuchado (danzad, danzad malditos) y en Marc Márquez: “¿Por qué la Honda 900 CBR Fireblade (espada de fuego), joya de la industria japonesa, en la que circulaba Claude ese 22 de junio de 1999, la reservaban para la exportación a Europa y estaba prohibida en Japón por considerarla demasiado peligrosa?”. Claude, la pareja ausente, causante de preguntas sin respuesta y de ese Rewind de la cinta de casete que no necesita bolígrafo porque no va a escucharse más. O sí. Pero el aburguesamiento lleva a preguntas, a cuestionarse los motivos: “Convertirse en propietario, sin duda, no es solo el símbolo ideológico que pensamos”. Altivez y música de Nirvana, también hay su dosis de ello en los recuerdos de BG. Esa utopía, marcada a base de cambios, se ve con el tiempo distinta: “Nos imaginábamos que teníamos el monopolio del arte de vivir. Éramos gente guay y segura de sí misma”. Pero los guays quieren más, quieren “ascender un peldaño en la guaytud”. Especulación y llantos, muertes de abuelos e himnos de Oasis: una generación con esos ídolos no podría llegar muy lejos. O sí. Nos creemos más de lo que somos, o somos más de los que nos creemos, decía el hombre de la camisa verde. BG escribe: “Si fuera una persona elemental, hablaría de una forma larvada de lucha de clases y quizá incluso de una revancha. Digamos que soy una elemental ilustrada”. Y, como no, “para escribir hay que estar obsesionado con lo que se escribe”. Y más citas, y más música: “No por escuchar a los Sex Pistols dejo de hacer todo como mis padres”. Complejos provincianos y más preguntas que no cambian la respuesta final, la muerte de Ian Curtis, por mucho que se resalte el concierto de Joy Division en Les Bains Douches en 1979. Pero es que todo es mentira: “Igual que sobre las parejas heternormativas, también corren tópicos sobre esas madres que no acertarían a vivir lejos de sus hijos y que, al parecer, no tienen más tema de conversación que sus críos ni más preocupaciones, y hay que decir que no es del todo mentira”. También, frases de algo que ahora llaman con eufemismos que suenan a más, pero que siempre las mujeres con hijo o hijos, quieren llegar a obtener, que es la corresponsabilidad del progenitor con ese hijo, con esos hijos. Y que esos progenitores son (o somos), para criar, un poco mayores porque “tener hijos es también cosa de viejos”. La autora también compara década, padres e hijos, madres que dejaron de currar en la década de los 70’s porque era lo que tocaba (criar y dejar de trabajar fuera para trabajar más dentro). Y no, no todo el mundo escucha a PJ Harvey. ¿Pero es toda una pataleta en Vivir deprisa? ¿Es la cháchara de una mujer que con el paso del tiempo no asume lo que debe asumir? ¿Es Vivir deprisa un ensayo sobre la velocidad y los cambios? ¿Nos deja Vivir deprisa demasiado sabor a vinagre en las retinas? Busca motivos para abochornar a los constructores, al creador, al mundo con motos: “Se reservaba para la exportación a Europa y estaba prohibida en el Japón”. ¿Y qué hacemos con las armas? Sigue: “Su industria distinguía entre la producción nacional y la exportación”. Y en esa pataleta (que es una pataleta muy bien escrita, entendida como un grito entre un páramo que quiere morir ausente), suena Joe Strummer con su Should I stay or should I go, en este ensayo que es Geografía y es llanto interminable, en esta perla que nos dice que “sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa”. ¿La culpa? ¿Podemos hablar de culpa cuando todo son preguntas que nos lleva a otro estadio? Podríamos escuchar a Weezer con su versión del SISOSIG, o a We Are Standard o seguir pensando en preguntas que no debemos hacer en voz alta: “¿Quién homologa el hecho de que una moto fabricada para la competición se habilite para circula por las carreteras de Francia, España o Italia?”. Y nos volvemos a repetir, añadiendo lo que BG añade tras el punto y seguido: “Sabido es lo necesario que resulta adjudicar la culpa. Aunque sea a uno mismo”. Y en este ensayo, en esta clase geográfica, también hay mucha política, porque no hay ensayo sin política, ni política sin relato, ni relato sin medias tintas: “Oigo que me reprochan la pertenencia a la izquierda moralizante, si tanto quiero a los inmigrantes, ¿por qué no me voy a vivir con ellos? Moralizante se ha convertido en islamoizquierdista con el paso del tiempo”. Seguros, casas de seguros, pero “la lógica de los demás es un misterio”. Habría que añadir, si se pudiese añadir aullido en el Azkoitia un 29 de diciembre de 2012, en lo que nos hemos convertido en comparación con lo que queríamos ser: “¿Qué lo convierte a uno, a ratos, en una persona de clase media que firma una hipoteca en el banco, un buen padre de familia, y en otras un punk dispuesto a plantar cara, a joderlo todo?”. Y nos hace pensar, entre velocidades endiabladas y reinas muertas en accidentes de moto, entre mapas de carretera y belgas ausentes, en los 183 kilos del bólido, de la bestia, en el Stephen King de los accidentes (como si SK no fuera un accidente en sí mismo), en el factor meteorología (factor Tindersticks), en el ensayo lesterbángsico como modo de vida hablando de Dirge: “Ese canto lancinante que empieza con guitarras y una voz femenina, va absorbiendo luego poco a poco la rítmica, se despliega con la entrada de un sintetizador distorsionando, sube un nivel cuando una guitarra un poco sucia aparece con el apoyo de una batería que pasa casi a primer plano”. Y apostilla: Dirge, antes del final, es lo que siempre me he dicho, sería como dejar en el aire un crescendo sexual, encender la luz en momento que llega el placer”. Insiste BG en esos cinco minutos y tres cuartos, como insiste en recordarnos a LB, “una de esas leyendas de la crítica anglosajona que supieron darle al rock sus títulos nobiliarios”. Y en la revolución industrial que es Vivir deprisa recordamos los primeros semáforos en 1868, reflexionamos sobre rotondas y moteros sin rostro, en esas notas de Dirge y en Iggy Pop, y, sobre todo, en reconocer que “no hay si condicional que valga” porque todo es mentira.
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