viernes, 17 de enero de 2025

Get Millie Black. Primera temporada.

Viva la Jamaica de la primera temporada de Get Millie Black, los callejones, las tartanas, las brujas del pasado, los niños como juguetes de los mayores, la ropa cara y los rizos indomables, las tradiciones, los vuelos hacia ninguna parte, las monjas que no conocen el hambre, el chico convertido en hermana y los colegios falsos. Secuestros. Bombarderos y frases de blancos que ponen en tensión a los negros: “Lo que sabe un delincuente es más importante que la vida de un niño negro”. Pero el viento remueve las olas, y lo que no se pudo salvar, no se salva. Oda a los niños muertos. La culpa, intentar arreglar algo que está destrozado. Voces distintas en cada episodio para mostrar un drama que no puede acabar bien, porque nada está bien en el mundo: “Crecí en un rincón oscuro de esta ciudad sin nada ni nadie. Cuando tienes que aguantar a gente que no tiene nada, ahuyentar a las ratas que quieren compartir tu cama y quedarte sin cenar cuando tus padres no tienen trabajo y están en la trena, creces con hambre. Cuando naces sin nada tienes hambre de todo. De elogios, de amor, de hogar. Pero hay una cosa que la gente que tiene todo no tiene: suficiente”. Y en tierras negras, los blanquitos dejan su huella, y, como no, hablan de sombras: “Solo soy otra sombra, y lo que pasa con la sombra es que a veces la tienes delante y no puedes atraparla”. Y en esta historia de planes que no salen bien y de llamadas al otro lado del mundo, nos queda claro que “la gente se conforma con lo malo porque cree que es mejor que nada”. Incluso llegando a la puerta de salida, todo es mentira: “Si la salida tiene un precio alto, piensa que ya lo has pagado”. Y no nos podemos creer nada, porque “cuando toda tu vida es un secreto, no dices más que mentiras”.

martes, 14 de enero de 2025

Tenemos que hablar

Pese a comprarlo en una librería salvaje un 13 de diciembre de 2024, no empecé a leer Tenemos que hablar (La conversación en tiempos de la censura, la soledad y la tecnología) de Rubén Amón hasta la primera semana de enero de 2025, con asuntos campaneros en primeras planas, audiencias medidas y desmedidas y otras cuitas que no nos quitan el sueño pero que ya son repetitivas. Este ensayo de RA nos lleva a esa actualidad que no descansa, a esos telediarios que han dejado las noticias y nos llevan al cotilleo cotidiano y, otra vez, a las audiencias, o a los motivos de un motorista para salir antes en una emisora o en otra. Se pregunta desde el principio Amón “hasta que extremos se ha deteriorado la calidad de la conversación”. Es más, ahonda en la necesidad de “reflexionar sobre la crisis de la conversación”. Este curso, con mis alumnos de Formación Profesional Básica, casi no explico materia pero hacemos bastantes ejercicios y charlamos mucho en clase. Y está muy bien. Aunque no tengan un perfil para conversaciones profundas, se aprende mucho de ellos, de sus experiencias, de sus quehaceres, de sus inquietudes. Escribe RA: “Nunca hemos leído y escrito tanto en la historia de la Civilización, pero los canales que utilizamos -WhatsApp, Telegram y las demás vertientes- redundan en la superficialidad de las experiencias”. Se refiere a la famosa Ley de Godwin y describe como “la amalgama es la especialidad del tertuliano radiofónico y televisivo”. Pero no hace falta ser tertuliano: sabemos más que nadie y no lo ocultamos, aunque hagamos el mayor de los ridículos. Y si nos calientan, seamos tertulianos o no, nuestra “nuestra pérdida de argumentos acostumbra a provocar el insulto o la alusión al defecto personal”. En los últimos institutos por los que he pasado creo que me han puesto el apodo de autista. Hay veces que es mejor no hablar en ciertos lugares de trabajo, bajar la cabeza, escuchar al personal y no posicionarse. No es solo política o fútbol. No. Es más. Escribe RA: “No hay peor antídoto de un buen conversador que un charlatán”. Y añade: “Y no hay mejor procedimiento constructivo en una charla que saber escuchar”. Y en estos contextos, pone en el debate el autor al teléfono móvil: “El móvil sobre la mesa es una amenaza”. Mis alumnos, cuando les mando actividades con el móvil en clase para sus aulas virtuales (hasta ahí hemos llegado, que no se llevan el libro a casa porque no pueden) se ríen de mi ladrillo de 2019. Un superviviente precovid. Añade RA que “la experiencia de conversar implica tomar riesgos y aceptar frustraciones”. También explica que “la conversación relativiza los dogmas y las certezas”. Y muchas veces le comemos la oreja a la persona equivocada, o eso creemos. No siempre están a la altura, o nosotros a la altura del otro: “Hablar con el barman ha sido la alternativa laica a la confesión -contarle los pecados a un desconocido-”. Y hablando de bares concluye el autor que “está bastante sobrevalorado el ingenio de los borrachos”. En la segunda cápsula del libro, referente a “La tecnología y la palabra: aislados en la sociedad de la hipercomunicación”, se deja claro desde el principio que el “smartphone ha adquirido la dependencia de un marcapasos”. Tic, tac, tic, tac. Pero el problema son los pajaritos y las caras, los selfies (con palo, sin palo, con mamones cerca o lejos) con los que “hemos decidido convertir internet y las redes sociales en un escaparate de exhibicionismo”. Y añade RA: “No hacemos otra cosa que delatarnos y confesar”. Tenemos que hablar nos sirve para para reflexionar sobre “el trauma de la desconexión como una suerte de muerte civil o de eutanasia social”. Y en esa reflexión, habla de la capacidad de tiranizarnos con mensajes, del secuestro del móvil a la persona, de la forma en que “nos hemos convertido en yonkis del teléfono”. En malditos yonkis que no prestamos atención, que nos arrastramos con respuestas memorizadas y sin sentido, tanto o más que muchas horas de nuestras vidas junto a los perversos aparatitos. Y pensamos que leyendo más sobre todo sabemos algo, y ese algo es la nada más absoluta, y eso “no soluciona nuestros problemas, sino que los empeora”. Y llega al extremo de mostrar el peligro de los clientes solitarios que tiran de llamada a atención al cliente como hace 25 años otros lo hacían del teléfono de la esperanza. Algoritmos, la brevedad de la capacidad de atención, el origen chino de TikTok y como todo “a la par que ha aumentado la capacidad de hacer varias cosas a la vez, decrece la de hacer misma mucho tiempo”. Y el chateo, y los emoticonos, y los pantallazos, y perder el tiempo que no tenemos en WhatsApp. Y metiéndose en política, analiza cómo los nuevos populistas han aprendido de los errores de los populistas de anteayer: “Vox cuenta a su favor con la ventaja del escarmiento populista de Podemos. Iglesias había estimulado la expectativa de una revolución política. Significaba la alternativa al sistema. Y ha malogrado cinco millones de votos a costa de su mesianismo, ubicuidad y carbonización mediática”. Además, aparece la referencia a tópicos, a lugares comunes y como “el dogmatismo de la tolerancia ha terminado coartando la tolerancia misma”. Y mientras nos miramos el ombligo, nos adelantan y nuestro carricoche no arranca: “La estilización de la corrección ha transformado Occidente en un templo pacato, mojigato, de forma que la ferocidad y los peores instintos se amontonan en las redes sociales, como subconsciente de nuestra cultura y como el magma justiciero que está al acecho”. Y ese carricoche nuestro, chirría hasta girando a la que no es diestra, como hace Alejo Schapire en su libro La traición progresista: “¿En qué momento la izquierda se hizo puritana y moralista? ¿Por qué cierta izquierda es tan generosa con la libertad de expresión propia y tan restrictiva con la libertad de expresión ajena”. Y se añade a continuación: “Solo la derecha capitaliza la evidente miseria del progresismo”. Y al final, para acabar la cápsula, nos dice el autor que “el miedo a ofender ha terminado por otorgar el púlpito a los patriarcas del populismo”. La siguiente sección se refiere a cuando hablamos sin decir nada, con clichés y tópicos, y del gusto español por presumir de dolencias, enfermedades y asuntos similares “desde perspectivas victimistas y pesimistas”. Hace RA un inciso para hablar de la supervivencia a las conversaciones familiares, de la obsesión sobre la vecindad y nos deja una gran definición sobre ese momento en el que compañeros se reúnen antes de las fiestas: “Se llaman comidas de empresa porque el personal termina devorándose”. Faltan las flechas, aunque no termina ahí el trasunto: “Cuando hay amigo invisible porque amigos visibles no puede haberlos en estas ceremonias de sonriente sordidez”. Y por ahí aparecen menciones a Vujadin Boskov y a Alberto Olmos, a Roberto Bolaño y a José María de Areilza. En el cinco romano nos da una lección de historia desde Sócrates y Platón hasta el recordatorio de Reinhard Heydrich y aquel 20 de enero de 1942 con la reunión en la que se terminó de organizar la solución final entre 14 individuos. Y la lluvia de ideas, y las tertulias y los cafés y Hume y Virginia Woolf. Pero sobre todo, me quedo con el cuadro de Piero della Francesca (La Sagrada conversación). Después, con la sexta, se hace en el libro un elogio del silencio, recordando al rey Juan Carlos en aquel agosto de 2007 ante Hugo Chávez. Escribe RA: “Hablamos por encima de nuestras posibilidades. Nos opinamos encima. Y recurrimos a Twitter, Instagram, TikTok o WhatsApp como mecanismos de protagonismo”. Y añade: “El jaleo nos ensordece”. Y en eso aparecen mencionados San Bruno, Rojas Marcos, las fábulas de Iriarte, Pamino y Pamino (esos que le encantan a mi hijo en su libro con música), La Venganza de Don Mendo, Erasmo, Kierkegaard o José María Pemán. Y ante esa adicción, “más que buscar, limosneamos para lograr la aceptación, el sentimiento de pertenencia, la popularidad”. Hasta de los pinganillos del Parlamento hay reflexión y hablando de Sánchez y Puigdemont se nos dice que “hay una estrecha relación etimológica entre amnistía y amnesia”. A continuación nos habla de la conversación como terapia, habla de la misma en grupo y hasta nos recuerda esas palabras de la misa que provienen del Evangelio de San Mateo (8:5-11). Y en esas terapias, hemos visto rastros de todo tipo, personas que no eran personas tras una guerra o tras una desgracia. Y las confesiones religiosas, y la soledad y la forma en que “hemos encontrado en las mascotas el placebo de la compañía”. Y citando a Víctor Lapuente nos recuerda que “la derecha ha matado a Dios y la izquierda ha matado la patria”. Y hasta de los enjaulados tipo Salinger hay referencia. En el siguiente capítulo, Hablar sin hablar, nos recuerda que “podemos entendernos sin necesidad de abrir la boca”, y la forma en que los españoles utilizamos el gesto para casi todo. El fin lo pone la figura del tertuliano, convertida en categoría social, en auténtica “todología”, aunque nos cita a Alsina a la hora de elegir candidatos: “Una buena tertulia debe tener a protagonistas instruidos, que se sepan los temas y que no teman ni discrepar ni coincidir”. Reflexiona sobre la tiranía de las audiencias y acordándose del profesor Rodríguez Braun, acierta a subrayar que “el mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio”. La descripción que hace de Sánchez y la sanchosfera de la página 237 hay que leerla, y para eso está este buen libro que nos viene muy bien para pensar lo que decimos antes de abrir la boca. O, directamente, no abrirla.

domingo, 5 de enero de 2025

Celeste. Primera temporada.

No hay nada que mejor resuma la figura del inspector de hacienda que la legendaria canción de Barón Rojo que el Ibáñez ponía para desconcentrar a sus oponentes del ajedrez. Del jodido Ibáñez. Esa figura, alfil de ese escenario de escaques de persecución, de izquierdas y derechas, es señalada en dianas por el común de los mortales. "La gente prefiere un bulto en la ingle a una carta de hacienda en el buzón", se dice, o algo parecido se dice en la primera temporada de Celeste. El hombre de la camisa verde decía que la cara es el espejo de otras partes del cuerpo, pero no del alma. En Celeste se ven a los encargados del tinglado hacendístico con una cara de amargados que no pueden con ella. Bache, ramas, sonrisa, monedas. Viva Barón Rojo. Siempre. Más frases de Celeste: “¿Por qué crees que hay tantas parejas entre los inspectores de hacienda? ¿Por qué se gustan entre ellos? Porque no les gustamos a los demás”. Hágase querer por un gintonic en la noche, por un buen calendario, por unas patatas bravas con las que sacar las garras, porque la soledad no es suficiente. Nada como una perra, rodeada de más perros, siguiendo a otros perros que ladran y defraudan. Pulseras, Judas, locos, amaños, remordimientos, bailes, caras con agujeros, cartas, donaciones, broncanadas, hijas preocupadas, madres preocupadas, abuelos conscientes. Y al final todo queda en Panamá o en algún sitio que lleva la palabra Islas, o Vírgenes, en su nombre o en su código postal. Sitios reconocibles en todos los capítulos, momentos repetidos y algún que otro punto suspensivo para darle cierre a una primera temporada en la que los malos son los mismos. Y siempre ganan los malos.

Dice que Mercurio

sábado, 4 de enero de 2025

Y Murcia se hizo pólvora (otra vez)

Slow Horses. Cuarta temporada

Nos encontramos muchas sorpresas en los baños y casi ninguna agradable. Casi ninguna. Ninguna. Empezando a tirar de ese papel higiénico, y con los sesos pegados al azulejo blanco del aseo, comienza la cuarta temporada de Slow Horses que nos mete el anzuelo en la garganta preguntándonos si es mejor olvidar u olvidarnos de todo de manera premeditada. En esos jardines de la demencia, hemos acabado subiendo a una montaña de ineptitud en la que se mezcla el odio y el resentimiento revestido de terrorismo internacional. Ahora que no nos dejan insultar como es debido ni llamar bazofia a la bazofia, vuelven en Slow Horses las carreras y la suplantación, la huída y el préstamo, el dolor y la presencia ausente, los pasaportes cambiantes y las bajas en un equipo que mezcla el quebranto y la desesperación pero que como los limpiadores en toda empresa, son imprescindibles. Hay que limpiar la mierda que nadie quiere limpiar. Pero en esta huida, es mejor pensar si hacer el Bolt o creerse caracol, que muchas veces lo peor está por ocurrir. Lo dicho, “cuando te estén persiguiendo, quédate quieto”.

viernes, 3 de enero de 2025

El exclaustrado

Se va Álvaro Pombo con El exclaustrado al lado filosófico-religiosa de la vida. Con un sinfín de referencias (Aristóteles, Safranski, Gracián, Flaubert, Rubén Darío, Henry James, Bernardo de Claraval, Sartre, Rilke, San Josemaría Escrivá, Ortega, Zubiri, Heidegger, Octavio Paz, Jacinto Benavente, Kafka), nos hace preguntarnos si la vida es libro. No deja títere con cabeza en este mitad folletín, mitad evangelio, en el que el exclaustrado piensa en la Iglesia como una Secta. Reflexiona sobre las imposturas, sobre la forma en que “la propia Iglesia de Cristo puede ser un impedimento para llegar a Cristo”, sobre la humildad, sobre el silencio, sobre el modo en que “escribir es rezar”, sobre el trabajo, sobre la soberbia y sobre nuestra incapacidad de llevarnos bien con nadie: “La nueva normalidad será la normalidad de los desenlaces, los desapegos, las súbitas desapariciones de gentes que tenías por amigos. Apegados al desapego todos”. Y como todo es mentira, “el pasado no pasa, se adormece”. Crítica el hooliganismo de las redes sociales, en las que “lo que importa son los likes, los retuits y las interacciones, la pomada…”. La jodida pomada. Pese a que no está a la altura de Santander, 1936, es libro sigue llevándonos al terreno en el que “había mucho que pensar, mucho que hablar, muchos más discursos que quehaceres”. Pone en valor la importancia de las palabras dichas y de las que no decimos, de los libros que tienen clase, de las mujeres que están “entre la santidad y la caricatura”, de las malas digestiones de la vida y de que “el pasado es contrahistórico, aunque sea esencial para nosotros”. Pero lo más importante es el retrato que hace sobre el espejo sucio, sobre ese lugar que no brilla ni con toneladas de Cristasol: “Es cruel pensar que cualquier criatura, desde un gato a un sabio, son criaturas limitadas, cuyos límites, cuyas deficiencias, se nos mostrarán de inmediato, por mucho que nos hayan encantado o aún nos encante”. Pero no tenemos remedio y “ni siquiera un Dios podría salvarnos”. Un buen libro para darnos cuenta de que nuestro “fracaso procede de la insignificancia, de la completa falta de sustancia de todos nosotros”.