viernes, 22 de julio de 2022

Lykkeland. Segunda temporada.

No todo en la vida es una versión del Lust for Life de Iggy. No. La vida es una versión de una vieja canción que no siempre acaba bien. Puede acabar con rosas en una playa, puede acabar en una iglesia transformada en bar, puede acabar en voluntarismo, puede acabar en mantas húmedas que tapan un cadáver aún más húmedo sobre una mesa plegable de madera, puede acabar en una empresa de exportación de caballa o, como es lo más importante, en una gasolinera. Hasta el capítulo sexto, diría que la segunda temporada de Lykkeland me estaba gustando menos que la primera temporada por una serie de concesiones, unas concesiones que yo no hubiera hecho al ecologismo, al empoderamiento de la mujer, al poder de la Iglesia y de los pastores que en vez de guiar a las ovejas lo único que hacen es joder el rebaño, a la emancipación femenina, al maltrato entre niños. No sé, me chirriaba mucho, sonaba mal, después del buen recuerdo que tenía de Lykkeland desde el segundo capítulo de la primera temporada. A veces etiquetamos todo por seis horas y no sabemos lo que nos espera en las dos últimas, con dos maravillas finales que compensan todo lo anterior. Al final y al principio, se repite mucho la palabra avaricia, no solo en Lykkeland, sino en nuestra vida, en horas extras y catequesis, en tonterías que nos hacen pensar más en el dinero que en la vida. Goteras para todos. Vivan los hidrocarburos. Pero no existe la perfección y los accidentes ocurren, pero hay distintas magnitudes y no siempre valoramos en su justa medida dichas magnitudes. Damos importancia a mamarrachadas y no añoramos realmente lo que no tenemos hasta que dejamos de hacerlo. La vida, como en Lykkeland, es una sucesión de reventones y evacuaciones, de vertidos que nos joden o dejan de jodernos, de petrolíferas en apuros, de estados con más grietas que un deshielo. ¿Y con cuanto nos quedamos de lo que nos vende la prensa? ¿Somos realmente críticos? Parece que solo nos importa el precio de la gasolina, no vaya a ser que pensemos en otra cosa (¿me están utilizando?). Hay una frase en Lykkeland que resume el cotarro a la perfección: “La llama del gas convertida en la nueva estrella de Belén”. Consecuencias económicas que valoramos por días, por semanas, por meses, por años. Lo cuantificamos todo, no vaya a ser que nos pongamos a pensar (¿me están utilizando con este puto tema de la calefacción y de la gasolina?). Los vertidos, como metrorragia contemporánea convertida en hipérbole del capitalismo, son un apocalipsis temporal pero que acaban siempre mal. O muy mal. Si lo calculamos todo en la vida, estas hemorragias que causan guerras o accidentes son las que han movido la política internacional durante las últimas décadas. Hagamos recuento (¿por qué no me cojo esa estantería de libros y me pongo a leer?) y veremos que los grandes conflictos contemporáneos tienen ese jodido denominador común: el becerro negro que llama el pastor desviado de Lykkeland (y que necesita un asesor de vestuario, un estilista en toda regla distinta de la metrorragia). Pero siempre hay una ilusión en forma de bar, aunque no me acuerdo del tiempo que llevaba sin escuchar la palabra “chapapote”. ¿Dónde pijo están todos los que salieron a la calle con los accidentes chapapóticos en España? Esperando a Feijoo, o que llegue Feijoo a La Moncloa, que ya habrá tiempo de colapsar calles entonces con el chico de la cremita en la espalda. Desastres. Pero siempre hay una frase para soltar en un debate, en una sala de profesores, en un bar repleto de tipos con pin de la Agenda veinte treinta (o dos cero tres cero, o imagínate cualquier jodienda que soltar sin motivo aparente, en plan mormón): “Sí necesitamos el petróleo para tu barco ecologista, para tu coche, para la caldera del colegio de tus hijos y para el generador del hospital que se enciende cuando te operan del corazón y falla la electricidad”. No hace falta estudiar para soltar la frase, pero queda bien, con o sin chapapote en las suelas de las zapatillas (o de cera después de una procesión de Semana Santa). Subordinación, subordinación. Investigación. O no. “No siempre conviene saber con las personas con las que trabajas”. Gran verdad. En Lykkeland se recrea el golpe de estado en Irán y la inquietud de los que trabajan con el sha, y en esa incertidumbre te sueltan que “los mejores soldados no son siempre los que mejor se comportan”. Ni los profesores, tampoco. Y el ejemplo de Irán, también vale con Rusia, porque en este tiempo de la felicidad sin felicidad posible aparece la compra de gas ruso por parte de Alemania Occidental, y ya por aquella época, que no hace tanto, pero parece que hace mucho más, ya se sabía que “nada gustaría más a los rusos que inundar Europa con su gas y su petróleo”. O dicho de otra manera, al más puro estilo hombre de la camisa verde: “Nos tienen cogidos por los huevos”. Vivan las fronteras que tienen fisuras, tanto o más que la penúltima ley educativa española, que en dos años tendremos otra. Vivan las banderas, “que no creo que ser patriótico sea estúpido”. Y siempre se puede leer el Evangelio de San Marcos, claro que sí. Y entre tanta reivindicación, y mujeres que van llegando a puestos de importancia, y de bajos instintos, llega ese séptimo episodio y te un sopapo de los que estaríamos hablando todo el día si Lykkeland estuviera grabada en Yankilandia y tuviese tres letras distintas en su inicio en vez de esas NRK o tuviera solo la primera y en rojo. Pero no, el sopapo te lo comes y te hace reflexionar y te lleva a un octavo de más reflexión y de más de todo con las vísceras revueltas y pensando en sorollísticas preguntas sobre el precio del pescado y que hacen descreer de Dios al más devoto monje cisterciense. Lykkeland, otra pequeña joya que adorar, antes o después de nuestra dosis de avaricia diaria.

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