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miércoles, 9 de marzo de 2016
House of Cards. Cuarta temporada
De la conclusión parcial a la conclusión total. La cuarta temporada de House of Cards es una sucesión de historias, de películas con final abierto que deja demasiadas respuestas a la imaginación. La muerte fría, como un día seco en Stalingrado, cantan Triángulo de Amor Bizarro. Si algo nos han enseñado la doble firma Underwood, presidente y primera dama, es que todo es mentira. Nada es real, cantaban los cuatro de Liverpool. Nada de nada. Siempre repito que se pasa del infierno a la felicidad. En muy poco tiempo. Y también de la felicidad al infierno. Las huídas, las marchas, quizás, puedan tener marcha atrás. La única pega que le pongo a la primera mitad de la cuarta temporada son los lugares comunes y las estadísticas: es cierto que cada uno de cada cuatro presidentes de Gringoland ha sido tiroteado; es cierto que uno de cada diez presidentes de Yankilandia ha sido asesinado; es cierto que Obama es un chiste ambulante y una gran mentira, pero en mitad de esos lugares comunes tenemos un precedente que aparece recurrentemente: El Ala Oeste de la Casa Blanca. Hasta en los más mínimos detalles. Incluso, si aprieto un poco mis pocas neuronas, hay momentos de Political Animals. O tal vez, no. Quizás sea solo un recuerdo, una discusión olvidada pero que se repite de vez en cuando, de mañana de final de invierno en mitad de Sajalín. Si Sorkin inventaba países, en House of Cards todo parece real, visto hace poco o en la crisis de 1973: petróleo, Rusia jodiendo la marrana con vistas a Siberia, deuda incontenible, China creciente y una bandera de Italia en el G-7. Todavía no sabemos lo que pinta esa bandera berlusconiana en esas citas, pero si sabemos los últimos datos de la última novia de don Silvio como si estuviéramos en 1992. En algunos capítulos, House of Cards es una ceremonia a la confusión: ni felicidad, ni infierno. Solo caos. Del bueno. Y los cuadros, y Nixon, y entra Internet y la Asociación Nacional del Rifle en mitad de la campaña, y el enfrentamiento entre Mario y Sila, y la elección de juez para el supremo en la campaña. Con un par, como un camión de carga lleno de testículos de cerdos. El caos y la vendimia y los higadillos al buen vino tinto, el programa de protección de testigos y la teoría de la conspiración y un perro llamado Fausto, y el pasado del 11-S y un gobernador de Nueva York con aspiraciones. Y la mentira hecha imagen, correo, video. Y yo, como el presidente, sigo odiando a los niños. Y de la vuelta de Neve Campbell a las grandes ligas, muy destacable. Y la zorra del oportunismo, llamada América del Norte, vuelve a las andadas repetidamente hasta el infinito en diversas formas: traición disfrazada, ansia desatada, Nocheviejas febriles de ascenso, luces en mitad del avión presidencial por encima del Atlántico. Y el teléfono, en sus distintas versiones, sonando en límite neperiano. Y cuando todo tiende a cero, sale la carroña, la destrucción, el buitre que cada uno llevamos dentro y que necesitamos alimentar con carne humana. Pero el populismo desmedido tiene secuelas. No se pueden obtener estrellas sin viajes galácticos. Y, esos viajes, multiplican las secuelas. Y, las secuelas, las consecuencias sin remedio. Y viendo comunes sentidos, el horror como cuadro de fondo. Con o sin gritos, pero horror a manos llenas. Y la muerte planificada, y los párrafos sobre el amor que nos hacen sentir incómodos. Y el pavor televisado, y el horror vía mensaje y las mentiras convertidas en cuernos. Guerra, miedo, brutalidad. Y, las ideas y el horror, imaginado y hecho realidad, hecho viral, hecho sangre que salpica de la pantalla del salón a nuestras retinas. Y la serenidad en mitad del infierno, como debe ser. Y viva el terror. Y punto.
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