lunes, 16 de julio de 2018

Downton Abbey. Primera temporada

He tardado siglos (desde su estreno) en ver la primera temporada de Downton Abbey y no sé el motivo. DA es una serie de cambios, es un folletín de los buenos, es un dramón de proporciones postisabelinas. De los que hay que ver porque es una sucesión de sorpresas. No se pueden sacar conclusiones a la primera impresión; ni a la segunda; ni a la penúltima. Nunca. Cada minuto, una posible sorpresa, una puñalada trapera, un llanto incomprensible. O tal vez, no. Y para empezar, empezamos con el uso de la palabra “mayorazgo”. Viva el mayorazgo. Y empieza DA con un hundimiento, el del Titanic. Y ese hundimiento, lleva a los herederos del mayorazgo bajo el agua. Y como buen mayorazgo, hace falta otro heredero (varón). No vale que el jefe actual del mayorazgo tenga tres hijas. No vale. Hay otro heredero y hay que cumplir lo establecido. Pero por ahí andan la madre, la mujer, las niñas, la madre del nuevo heredero, los pretendientes y pretendientas (viva Bibiana Aido), los lacayos y criados y toda la parafernalia. Todo el Belén, y bien montado. Y menudo castillo. Castillo de los buenos. Pero los tiempos cambian y la guerra está a la vuelta de la esquina. Siempre hay una guerra a la vuelta de palacio: en la habitación contigua, en el castillo contiguo, al otro lado del Canal de la Mancha, o, como siempre, en Alemania. Hay que empezar DA sí o si, se vayan los ojos de la condesa viuda al oeste o al este, al norte o los jodidos dominios de los Plantagenet. Y todo lo demás, también.