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sábado, 11 de octubre de 2025
Camino de sirga
Aunque los lugares comunes son reconocibles en Camino de sirga (preguerra, guerra, aniquilación, postguerra, residuos, pantanos, postpantos), su lectura deja agradables conclusiones. Desde el principio, su fácil estilo muestra historia convertida en “memoria lejana, tiempo amortajado con telarañas de niebla”. Pero como todo es mentira, en esta historia, “todos, sin excepción, eran también absolutamente falsos”. Muy falsos y, además, “más viejos que los caminos”. En esta historia de ríos y machos con fuerza (no como los de ahora, esa especie ya está extinguida), hay minas y hay hombres que luchan contra las piedras y contra las sublevaciones, contra los ricachones y ante los corazones que se rompen. Con la historia siempre presente, hay matanzas y fluctuaciones, asesinatos históricos y moros de la morería, músicos “por vocación irreprimible” y lutos perennes hasta con habitación propia. Y en esas, siempre hay retratos que enmarcar: “El patrón del San Luis vivía obsesionado por la idea de la muerte, hasta el punto de haberse hecho construir el ataúd, que llevaba siempre en el camarote de la nave junto con un hatillo de ropa de mortaja”. En ese marco, en ese salón, hay rostros reconocibles, como “el abuelo siempre durmiendo en la esquina del sofá”. Y en la historia, siempre hay asesinos, asesinatos, y atentados, y mierda variada “atribuible a ojos cerrados a los anarquistas, caterva de locos asesinos dispuestos a destruir la sociedad”. Camino de sirga deja tics, deja letanías y deja esperanzas convertidas en rogativas para que todo lo malo siguiera en los demás: “Ningún bando de la villa deseaba en el fondo el cese del conflicto”. Y apostilla Jesús Moncada: “¿Qué impedía que fueran atendidas las plegarias, misas, rosarios y novenas ofrecidas por la señora de Torres a santos y santas para que le concedieran la gracia de alargar indefinidamente la contienda? Al fin y al cabo,”¿no decía el señor cura que los alemanes eran una pandilla de herejes protestantes?”. Y en la mina y en la vida, “había que hacer entender a la chusma que debían agradecer el sueldo que recibían”. Camino de sirga es una historia de Cafés en los que reunirse y ron que disfrutar, de putas y concubinas, de señoras que destripan al personal con su palabrería y de personas que se dedican a “rezar devotamente por la continuidad de la matanza”. De la jodida matanza, sea cual sea. Al final, casi todos piensan en la muerte, en la resolución del testamento, “herederos lejanos, brumosos, solo unos nombre en la frialdad del catastro”, o, dicho de otro modo, “reliquia de la desvanecida prosperidad del linaje”. Define bien JM a las casas (“almacenes de trastos”), a las familias (“devanar y devanar la madeja aunque el hilo siempre es el mismo”), y a la mentira que es la vida (“un inventario de miserias en el que verdades, insinuaciones y mentiras podridas lo ensuciaban todo”). Pero todo pasa y “aquel tiempo se había esfumado; era preferible no recordarlo”. Ahora que están prohibidos los pantanos, recuerdo del franquismo como si todo fuera eso, Camino de sirga nos retrata desde el esplendor a los escombros, nos retrata como seres inútiles incapaces de luchar contra el poder porque contra el poder no se puede luchar. En esta historia, en la que no solo tenemos la “mirada turbia de borracho perpetuo”, leemos sobre alzamientos e intentos fallidos de asesinato, leemos sobre hijos de obispos, leemos sobre lápidas sin cruz en el cementerio nuestro de todos los días, leemos sobre “el sospechoso chocolate de posguerra de la merienda” y leemos sobre los ejércitos de Hitler invadiendo Polonia. Todo está relacionado porque “la memoria era cosa de hombres”, y todo era dinero, llamando a más dinero, “y me da igual que los que arranquen el carbón sean rojos o negros, todos tienen que comer”. Entre barcos andaba el juego, pero siempre se imponía el toque de difuntos y un “gentío decidido a no perderse una tilde la ceremonia”, sea cual sea la ceremonia. En esos recuerdos, no siempre brumosos, parece que vemos como santos y vírgenes acababan en el Ebro en el 36, que no todo fue fuego en el 36. Todo era ritual, en la muerte y en el horror y en el día a día de la supervivencia, incluso en la lejana Barcelona del 45, “vencida, famélica y triste”. En definitiva, un buen libro con el que recrearnos en el vicio de intentar salir de la miseria, ya que “pese a la multiplicación de la parroquia, aquella era un riqueza traicionera, una prosperidad efímera a cuyo calor pululaban los gusanos de la podredumbre”. Y sigue haciendo mucho calor. Demasiado.
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