martes, 1 de febrero de 2022

Los últimos tres días

Escuchas Milosevic y parece que fue hace mucho tiempo. Una eternidad. Una maldita eternidad. Empieza Los tres últimos días con una redacción de un periódico y Milosevic y señora hablando de faltas de ortografía y de relatos que acaban de forma triste. Aquello es que era triste, no podía acabar de otra manera. Serbia y su pasado y su historia que se paró en 2001 y la mierda televisada y jodiendas con vistas a una multitud que protesta frente a una casa agitando las banderas. Toda aquella locura de Yugoslavia fue una sucesión de banderas y egos, de mezclas étnicas que luego fueron depuradas, caras nuevas que había que rejuvenecer, apoyos que se vendían masivos y no lo eran tanto. Ejército contra policía, redacciones políticas o políticas de redacción. Mentira sobre mentira, como todos. Y en ese Gran Hermano televisado, la familia se pone por encima de todo. Un circo, una cámara que baila al son de los círculos, pistolas para todos, un viejo que no sabe lo que le espera o no quiere saber lo que le espera. Y en la tele, la joven reportera es la cara que va contando, novedad tras novedad, la confusión generalizada. Una gran casa de putas, donde los de siempre se enfrentan a los de ahora, donde la Nueva Yugoslavia se enfrenta a la Vieja Serbia. Un buen jolgorio. Desfalco, corrupción, asesinato. Patatas calientes que hay que digerir en casa propia o ajena. “¿A quién coño le importa la verdad?”. Nada como un jefazo de la tele para alargar la historia, pero luego todo es frágil y así nos va. Lo que pasa es que aparece Milosevic como una especie de Gil, con un séquito de borrachos que están con él en las tinieblas y la oscuridad pero sin las chicas berlusconianas. Los últimos tres días muestra una agonía que tiene que acabar antes o después, una familia de manicomio y un país que daba pasos adelante y atrás. Hágase querer por un presidente.

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