miércoles, 9 de agosto de 2023

El perro de terracota

Vuelvo a Montalbano varias estaciones después, aunque creía que hacía menos tiempo de la lectura de Camilleri. El perro de terracota nos lleva a darle un poco más, como debe ser, a la imaginación: a la imaginación de guerras mundiales y pequeñas historias que se entrecruzan con un presente maldito. Y da mucho juego el sarcasmo que utiliza AC para darle hilo a la salamandra: “Gaettano Bennici, llamado el Griego no había visto Grecia ni siquiera con un catalejo y de las cosas de la Hélade debía de saber tanto como una tubería de hierro”. Podría pensar lo mismo de la mayoría de mis alumnos de 1º de ESO, pero como he decidido no pensar, no lo haré (por lo menos durante un rato). Y esas noches (porque con Montalbano las noches son importantísimas, entre buenos platos de comida y bañitos a deshora) que son “dignas de contarse al médico”, y las referencias a Vázquez Montalbán y el recuerdo de que “era un hombre de honor en la época en la que la palabra honor significa algo”. Hay distinción entre bombardeos ingleses y yankis en una Italia que languidecía en 1941, entre pesebres que no eran pesebres sino monumentos, entre padres que hacen cosas que no son dignas de padres y países que no hacen cosas dignas de países: “Representaba la memoria histórica de los errores históricos”. Y apostilla el autor: “Hijos bastardos de políticos bastardas”. Y a la hora de definir, Camilleri también define a los personajes, o aquellos que no llegan a personajes y son serie B dentro de la serie b: “Profesaba ideas de extremísima derecha”. Y como nada es casual, siempre es bueno hacerse la siguiente pregunta: “¿Es que usted cree que los accidentes ocurren accidentalmente?”. Nunca, por eso, se asegura que “uno busca los accidentes y siempre hay alguien dispuesto a enviárselos”. Y los polvos para la cara de las putas de hace treinta años, y Bosch y Brueghel, y el disfrute de las bromas y los cultos que ya no se llevan. De todo tiene El perro de terracota. Cuevas, granizados de limón con fórmulas perfectas y el retrato de una época que siempre tendremos presente con un eje cronológico: “De febrero de 1941 a julio de 1944 fui, siendo muy joven, alcalde de Vigàta. Quizá porque el fascismo decía que le gustaban los jóvenes, hasta el extremo de que se los comió a todos asados o congelados, o quizá porque en el pueblo sólo quedaban los viejos, las mujeres y los niños, pues los demás estaban en el frente. Yo no pude ir porque estaba enfermo del pecho, pero de verdad”. Y preguntas sobre el carnaval y sobre las clases de Numismática y de Historia y de como “ahora matan sin dar explicaciones”. Y como en casi todos los países, siempre encontramos a alguien que es “ex comunista, ex democristiano, ahora destacado exponente del partido de la renovación”. Y las creencias nos llevan a lo que nos llevan, porque siempre hay bondad en el infierno y en las despensas compartidas: “Él creía en la guerra. Era fascista. Un buen chico, pero fascista”. Y fuera disfraces y uniformes, que “Dios nos libre de las cosas oficiales. Aquí las cosas van muy bien porque todo se desarrolla con carácter extraoficial”. Me ha gustado más que La forma del agua, aunque sobre algún diálogo de relleno y no sean suficientes las referencias al sueño. Y ya puestos a perdernos, y no solo en la traducción y en la tradición, pensemos (solo por un breve momento) en el poder de las palabras que nos deja Camilleri: “¿Le complicaría sus deducciones si le dijera que en árabe se utiliza un solo verbo para designar el dormir y el morir? ¿Y que también vale un solo verbo para el despertar y el resucitar?”. Y ya puestos a reinar, porque Montalbano es un rey que no quiere trono, se conforma con la silla de mimbre vieja y sin barniz de marinero, Camilleri cita a Sciascia y nos recuerda que “a uno se le encuentra cuando los demás necesitan o tienen intención de encontrarlo”. Y yo no quiero que me encuentren. Lo único que quiero es más tiempo. Y no lo tengo.

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